Tolly Mune había previsto que diría eso. No llevaba tantos años siendo Maestre de Puerto para no haber comprendido el funcionamiento político de la sociedad que se agitaba en la superficie del planeta. S’uthlam llevaba ya toda la vida de Tolly sumida en una crisis interminable.
—Intentaré comprarla —dijo—. En sus comienzos, antes de encontrar el Arca, ese tal Haviland Tuf era un mercader independiente. Mis cuadrillas descubrieron su vieja nave en la cubierta de aterrizaje, en pésimo estado. Los mercaderes son todos unos abortos codiciosos yeso debería trabajar en favor nuestro.
—Ofrézcale lo que sea —dijo Josen Rael—. ¿Me ha entendido, Maestre de Puerto? Tiene usted una disponibilidad presupuestaria ilimitada.
—Comprendido —dijo Tolly Mune. Pero aún le quedaba otra pregunta por hacer—. Y… ¿y si no quiere venderla?
Josen Rael vaciló. —Sería muy difícil —murmuró—. Debe venderla. Una negativa resultaría trágica. No para él. Quizá para nosotros.
—Si no quiere venderla —repitió Tolly Mune—, necesito saber qué alternativas de acción hay.
—Debemos tener la nave —le dijo Rael—. Si ese Tuf no piensa atender a razones entonces no tendremos elección. El Gran Consejo ejercerá su derecho de dominio eminente y la confiscará. A él se le compensará adecuadamente, claro.
—¡Maldición! Está hablando de apoderarnos por la fuerza de la nave.!
—No —dijo Josen Rael—. Todo se haría del modo más correcto, ya lo he comprobado. En una emergencia, el bien de la mayoría está por encima de los derechos de la propiedad privada.
—Oh, infiernos y maldiciones, Josen, eso no es más que condenada retórica —dijo Mune—. Tenía más sentido común cuando estaba aquí arriba. ¿Qué le han hecho ahí abajo?
Josen torció el gesto y, por unos instantes, se pareció un poco al joven que había trabajado con ella, durante un año, cuando era ayudante del Maestre y él tercer administrador ayudante para el comercio interestelar. Luego sacudió la cabeza y el político viejo y cansado apareció de nuevo.
—No me gusta nada todo esto, Mamá —dijo—, pero, ¿qué otra opción nos queda? He visto los cálculos. Tendremos muchedumbres hambrientas dentro de veintisiete años a menos que se haga algún avance científico decisivo, y no hay ninguno a la vista. Antes de eso los expansionistas conseguirán de nuevo el poder y puede que tengamos otra guerra. Pase lo que pase, morirán millones, quizá miles de millones. Contra todo eso, ¿qué son los derechos de un solo hombre?
—No pienso discutir, Josen, aunque ya sabes que hay quienes estarían dispuestos a ello. Pero no importa. Quieres ser práctico, ¿no? Pues te daré algunas malditas cosas prácticas en las que ir pensando. Incluso si compramos legalmente la nave de Tuf, habrá un ¡aleo de mil infiernos con Vandeen y Skrymir y el resto de los aliados, pero dudo de que vayan a intentar algo. Si nos apoderamos de ella por la fuerza, las coordenadas son muy distintas y nos llevan a un lugar también muy distinto, un lugar bastante feo. Puede que hablen de piratería. Pueden definir el Arca como una nave militar, cosa que era, dicho sea de paso, y condenadamente capaz de liquidar mundos enteros. Entonces dirán que estamos violando el tratado y vendrán nuevamente a por nosotros.
—Yo hablaré con sus enviados personalmente —dijo Josen Rael con voz cansada—. Les aseguraré que mientras los tecnócratas ocupen el poder, el programa de colonización no volverá a ponerse en marcha.
—¿y aceptarán tu condenada palabra de honor? y un maldito infierno cornudo lo harán. ¿Piensas asegurarles que los tecnócratas no perderán nunca el poder y que nunca deberán entendérselas con los expansionistas? ¿Cómo lograrás eso? ¿Estás planeando utilizar el Arca para establecer una dictadura benévola?
El consejero apretó los labios y en su morena nuca apareció un leve rubor.
—Me conoces lo suficiente como para decir eso. De acuerdo, hay riesgos. Pero la nave es un recurso militar formidable, eso no debemos olvidarlo. Si los aliados se movilizan contra nosotros, tendremos la carta ganadora.
—Tonterías —dijo Tolly Mune—. Le hacen falta reparaciones y tenemos que aprender a dominarla. La tecnología que supone esa nave lleva mil años perdida. Nos pasaremos meses estudiándola, puede que años, antes de que podamos realmente utilizar ese maldito aparato. Pero no tendremos esa oportunidad. La flota vandeeni llegará en cuestión de semanas para quitárnosla de entre las manos y las demás flotas no tardarán mucho en seguirla.
—Nada de todo esto es asunto suyo, Maestre de Puerto —dijo Josen Rael fríamente—. El Gran Consejo lo ha discutido todo largamente.
—No intentes asustarme con el rango, Josen. A mí, no. ¿Recuerdas cuando se te fue la mano con los narcos y decidiste salir al espacio para ver lo de prisa que cristalizaba la orina fuera? Yo te convencí para que no se te congelara el aparato, querido Primer Consejero. Ahora, límpiate tus condenadas orejas y escúchame. Puede que la guerra no sea asunto mío, pero el comercio sí lo es. El Puerto es nuestro cordón umbilical. En estos mismos instantes tenemos que importar ya el treinta por ciento de nuestras calorías brutas…
—El treinta y cuatro por ciento —le corrigió Rael. —El treinta y cuatro por ciento —concedió Tolly Mune—. y los dos sabemos que esa cifra no hará sino ir subiendo. Pagamos por esa comida con nuestra tecnología, tanto en bienes manufacturados como en los servicios que prestamos en el Puerto. Damos servicio y reparaciones a más naves espaciales que cualquiera de los otros cuatro mundos del sector, por no hablar de las que construimos. ¿y sabes por qué? Porque me han salido callos en mi condenado culo para dejar bien claro que somos los mejores. El mismo Tuf lo dijo. Vino aquí para las reparaciones, porque tenemos una reputación. Una reputación de ser honestos, de jugar limpio y de tener ética, al mismo tiempo que una gran competencia técnica. ¿Qué va a ser de esa reputación si confiscamos su maldita nave? ¿Cuántos comerciantes más van a venir aquí trayéndonos sus naves, para que las reparemos, si nos sentimos con la libertad de tomar lo que nos venga en gana? ¿Qué va a ser de mi condenado Puerto?
—Es cierto que eso tendría un efecto adverso —admitió Josen Rael.
Tolly Mune le miró fijamente y emitió un sonido tan potente como grosero.
—Nuestra economía quedaría en ruinas —dijo en voz átona.
Ahora Rael estaba sudando profusamente y pequeños ríos de líquido corrían por su ancha frente. Sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió el sudor.
—Entonces, Maestre de Puerto Mune, es fácil ver que eso no debe ocurrir. Debe impedir que se llegue a tal extremo.
—¿Cómo?
—Compre el Arca —dijo—. Delego en usted plena autoridad, dado que parece entender tan bien la situación. Haga que este Tuf vea la luz. La responsabilidad es suya. —Movió la cabeza y la pantalla quedó en blanco.
Haviland Tuf estaba en S’uthlam jugando al turista. Resultaba imposible negar que, a su modo, el planeta era impresionante. Durante sus años de mercader, saltando de una estrella a otra en la Cornucopia de Mercancías Excelentes a Bajos Precios, Haviland Tuf había visitado más mundos de los que podía recordar en un momento dado, pero le parecía muy improbable que S’uthlam fuera a borrarse demasiado pronto de su memoria.
Había presenciado buena cantidad de espectáculos capaces de quitar el aliento: las torres cristalinas de Avalón, las telarañas celestes de Aracne, los mares eternamente en movimiento de Viejo Poseidón y las montañas de basalto negro de Clegg. Pero la ciudad de S’uthlam (ya que los viejos nombres se habían convertido en simples distritos y barrios y las viejas ciudades se habían unido en una monstruosa megalópolis hacía ya siglos) podía rivalizar con cualquiera de esos lugares.