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—Tenemos animales —protestó el encargado—. Están en las agrofactorías. Hay muchos animales, los he visto en las cintas.

—No lo pongo en duda —dijo Tuf—. Pese a todo, una cinta de un gato y un gato son dos cosas muy distintas y requieren un trato también distinto. Las cintas pueden guardarse en una estantería, pero los gatos no —levantó un dedo y apuntó con él al encargado—. Sin embargo, todo ello no es realmente asunto grave y entra en la categoría de las pequeñas quejas. El meollo del asunto, tal y como he mencionado antes, se encuentra más en el número de los s’uthlameses y no en sus maneras. Caballero, aquí hay demasiada gente. He recibido empujones desde que he llegado hasta hoy mismo.

En los establecimientos dedicados a la restauración, las mesas se encuentran demasiado cerca unas de otras, las sillas no bastan para contenerme y más de una vez algún desconocido se ha sentado junto a mí clavándome rudamente el codo en el estómago. Los asientos de los teatros y los sensorios resultan angostos e incómodos. Las aceras están repletas de gente, los pasillos se encuentran siempre atestados, los tubos rebosan. En todas partes hay gente que me toca sin mi permiso y sin mi consentimiento.

El encargado esgrimió una sonrisa profesional. —¡Ah, la humanidad! —dijo con súbita elocuencia—. ¡La gloria de S’uthlam! ¡Las masas que se agitan, el mar de rostros, el interminable desfile, el drama de la vida! ¿Hay acaso algo tan tonificante como el contacto con nuestro prójimo?

—Puede que no —dijo Haviland Tuf secamente—. Con todo, creo que ya me he tonificado lo suficiente. Aún más, permítame decir que el s’uthlamés medio es demasiado bajo para llegarme al hombro y por lo tanto se ha visto obligado u obligada a contactar con mis brazos, mis piernas o mi estómago.

La sonrisa del encargado se desvaneció. —Caballero, su actitud no me parece la más adecuada. Para apreciar bien nuestro mundo, debe aprender a verlo con los ojos de un s’uthlamés.

—No siento grandes deseos de ir caminando sobre mis rodillas —dijo Haviland Tuf.

—No se opondrá usted a la vida, ¿cierto? —No, ciertamente —replicó Haviland Tuf—. La vida me parece infinitamente preferible a su alternativa. Sin embargo, y dadas mis experiencias, creo que todas las buenas cosas pueden ser llevadas hasta extremos desagradables y tal me parece ser el caso de S’uthlam —alzó una mano pidiendo silencio antes de que el encargado pudiera contestarle—. Siendo más preciso —prosiguió Tuf—, he llegado a sentir algo parecido a la fobia, aunque sin duda sea algo excesivo y precipitado, respecto a ciertos especímenes vivos con los que el azar me ha deparado encuentros durante mis viajes. Algunos de ellos han expresado una abierta hostilidad hacia mi persona, dirigiéndome epítetos claramente insultantes en cuanto a mi masa y mi talla.

—Bueno —dijo el encargado, ruborizándose—, lo siento pero usted… bueno, usted es bastante… quiero decir, bastante grande, y en S’uthlam no entra dentro de lo socialmente aceptable el… bueno, el exceso de peso.

—Caballero, el peso no es sino una función de la gravedad y, por lo tanto, resulta extremadamente dúctil. Lo que es más, no me siento dispuesto a concederle la más mínima autoridad para que emita juicios sobre mi peso, tanto si es para calificarlo de excesivo como de adecuado a la media o inferior a ella, dado que siempre estamos tratando con criterios subjetivos. La estética varía de un mundo a otro, al igual que los genotipos y la predisposición hereditaria. Caballero, me encuentro perfectamente satisfecho con mi masa actual y para volver al asunto que nos ocupa, deseo terminar mi estancia aquí mismo.

—Muy bien —dijo el encargado—. Le reservaré un pasaje en el primer tubotrén de mañana por la mañana.

—No me parece satisfactorio. Desearía marcharme de inmediato. He examinado los horarios y he descubierto que dentro de tres horas sale un tren.

—Está completo —le replicó con cierta sequedad el encargado—. En ése sólo quedan plazas de segunda y tercera clase.

—Lo soportaré tan bien como pueda —dijo Haviland Tuf—. No tengo la menor duda de que un contacto tan apretado, con tales cantidades de prójimo, me dejará altamente tonificado y revigorizado cuando abandone mi tren.

Tolly Mune flotaba, en el centro de su oficina, en la posición del loto, contemplando desde lo alto a Haviland Tuf.

Tenía una silla especial para las moscas y los gusanos de tierra que no estaban acostumbrados a la carencia de gravedad. No resultaba una silla demasiado cómoda, a decir verdad, pero estaba clavada en el suelo y poseía un arnés de red que mantenía a su ocupante en el sitio. Tuf había logrado instalarse en ella con una algo torpe dignidad y se había colocado el arnés, abrochándolo con el máximo cuidado, en tanto que ella se había puesto cómoda, aproximadamente a la altura de su cabeza. Un hombre del tamaño y estatura de Tuf no debía estar nada acostumbrado a tener que mirar hacia arriba en una conversación y Tolly Mune pensaba que con eso podía obtener cierta ventaja psicológica.

—Maestre de Puerto Mune —dijo Tuf, que no parecía en lo más mínimo incomodado por su posición respecto a ella—, debo protestar. Comprendo que las repetidas referencias que se han hecho de mi persona, calificándome de mosca, son meramente un efecto del pintoresco argot local y que no contienen ningún tipo de oprobio. Sin embargo, no puedo sino sentirme un tanto molesto ante lo que es un intento muy claro de… digamos de arrancarme las alas.

Tolly Mune sonrió. —Lo siento, Tuf —dijo—. Nuestro precio no sufrirá ninguna variación.

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf—. Variación, una palabra de lo más interesante. Si no me encontrara algo impresionado ante la presencia de un personaje de su categoría y no me inquietara la posibilidad de resultar ofensivo, podría llegar incluso al extremo de sugerir que esa falta de variación se aproxima a la rigidez. La cortesía me prohíbe hablar de codicia, avaricia o piratería espacial, para definir la opinión que me están mereciendo estas negociaciones un tanto espinosas. Sin embargo, me permito señalar que la suma de cincuenta millones de unidades básicas es varias veces mayor que el producto planetario bruto de una buena cantidad de mundos.

—Son mundos pequeños —dijo Tolly Mune—, y éste ha de ser un trabajo muy grande. Ahí fuera hay una nave absolutamente enorme.

Tuf permaneció impasible. —Concedo que el Arca es realmente una gran nave, pero me temo que ello no tiene relación con el asunto que nos ocupa. A no ser que sea costumbre suya el utilizar tarifas por metro cuadrado y no por hora de trabajo.

Tolly Mune se rió. —Oh, no estamos hablando de equipar a un viejo carguero con unos cuantos anillos de pulsación nuevos o de reprogramar su navegador de vuelo. Estamos hablando de miles de horas de trabajo, incluso contando con tres cuadrillas completas trabajando un turno triple; estamos hablando de un enorme trabajo de sistemas, realizado por los mejores cibertecs que poseemos, y de fabricar repuestos y piezas de maquinaria que no se han utilizado desde hace cientos de años. Yeso sólo para empezar. Tendremos que examinar esa condenada pieza de museo suya, antes de empezar a ponerla patas arriba o puede que de lo contrario nunca seamos capaces de volver a montarla… Tendremos que traer a unos cuantos especialistas del planeta para que vengan por el ascensor. Puede que incluso tengamos que acudir a gente de fuera del sistema. Piense en la energía, el tiempo y las calorías necesarias. Para empezar, calcule solamente las tasas de puerto, Tuf. Esa cosa tiene treinta kilómetros de largo. No puede entrar en la telaraña. Tendremos que construir un muelle especial a su alrededor e incluso entonces ocupará, por sí sola, los diques que habríamos podido utilizar para trescientas naves normales. Tuf, no tenga ningún deseo de saber lo que puede costar eso… —Hizo algunos rápidos cálculos en su ordenador de pulsera y meneó la cabeza. Si está aquí durante un mes local, lo que es una hipótesis realmente optimista, sólo las tasas de puerto son ya un millón de calorías, aproximadamente; más de trescientas mil unidades básicas en su moneda.