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Al leve brillo de la luna, sus piernas aparecieron perfectas, torneadas, de un bronceado mate, y Ramiro sintió que se iba a correr cuando vio que ella no tenía nada bajo el vestido. Su pubis estaba mojado. Flexionó las piernas, y Ramiro penetró en ella, con un ronquido animal, diciendo su nombre, Araceli, Araceli, por Dios, me vas a volver loco, Araceli. Se movieron bestialmente, abrazándose, fundidos como cobre y níquel, con caricias brutales. Las manos de ella se clavaban en su espalda y Ramiro sentía también su lengua y sus dientes mordiéndole una oreja, lamiéndolo, ensalivándole la piel del cuello, mientras gemían de placer.

Cuando acabaron, se quedaron así, abrazados, escuchando sus respiraciones. Ramiro abrió los ojos y vio el tronco del árbol, un enorme lapacho, y en las arrugas de la corteza le pareció encontrar los interrogantes, el terror y la excitación combinados que le inspiraba Araceli. Porque ahí creyó descubrir que estaba abrazado a algo maligno, infausto, execrable. Pero también vio que algo siniestro había en su propia conducta: él había corrompido a la muchacha.

A los treinta y dos años se sentía, súbitamente, acabado, arruinado en su éxito social. Presintió el prematuro fin de su carrera, de su incorporación a la docencia universitaria, de su probable futura nominación como funcionario del gobierno militar, como juez, como ministro. Todos sus sueños se fracturaban. Y esa chica, esa adolescente, era la que lo arrastraba ahora con una determinación diabólica. Y podía ser su hija. Peor aún, podía haberla embarazado. Toda moral se derrumbaba; esto era peor que ser un asesino. No podía contener su propia pasión; todas sus pasiones iban a desbordarse siempre, de ahí en adelante, como el Paraná cada año. Araceli era insaciable; lo sería irrefrenablemente. Y él también. Cualquier maldad era posible, para ellos, si estaban juntos. El crimen era vivir así, tan calientes, como esa luna que atestiguaba ese abrazo.

Se separaron y ordenaron sus ropas, en silencio. Volvieron hacia la casa, caminando con la misma parsimonia con que habían salido.

A mitad de camino, desde las sombras, se les acercó una figura. Ramiro se erizó cuando se dijo que alguien podía haberlos visto. Y se paralizó, espeluznado, cuando reconoció al inspector Almirón.

XV

– Buenas noches -dijo Almirón. Luego se dirigió a Araceli-. Buenas noches, señorita.

Ramiro y ella lo saludaron con bajadas de cabeza.

– Doctor, necesito que nos acompañe.

– ¿A esta hora, inspector?

– Sí, por favor -y nuevamente miró a Araceli-. Vaya nomás a su casa, señorita Tennembaum.

Araceli obedeció, sumisa, y se alejó sin despedirse de ninguno. Ni siquiera dirigió una mirada a Ramiro.

– ¿Es esto un arresto, inspector? ¿A qué se debe?

– Le pido que nos acompañe y luego hablaremos, en la jefatura.

– ¿Una cuestión rutinaria, otra vez?

– Doctor: estamos tratando de ser muy discretos.

– En este país, la discreción no suele ser la característica de la policía, inspector.

– Acompáñenos, por favor.

Almirón se dio vuelta y fue hacia un Falcon de color gris claro. Ramiro observó que no tenía patente. También vio que, del otro lado del camino, salía un sujeto bajo, regordete, enfundado en un lustroso traje de tela sintética azul marino. Los tres subieron al coche, que era maneja do por un tercer policía, un moreno enorme que estaba en mangas de camisa y tenía un pañuelo húmedo de sudor en la mano.

Viajaron a Resistencia en completo silencio. Ramiro prefirió no insistir con sus preguntas ni sus ironías. El ambiente en el Falcon era gélido, a pesar del calor de la noche, así que se dedicó a mirar la luna, desde la ventanilla. Estaba caliente; todo el país estaba caliente ese diciembre del 77. Recordó a Araceli, pensó en el lío en que se había metido y sintió pánico.

Cuando arribaron a la Jefatura, Almirón y el petiso lo llevaron a la misma habitación en la que habían estado al mediodía. Un foco de cien watts iluminaba brillantemente la estancia y producía mucho calor. Lo hicieron sentar en una silla. Almirón tomó la otra, adelantó el respaldo y empezó a mirarse las manos, como indicando que disponía de todo el tiempo del mundo. El otro se quedó en la puerta, semicerrada.

– Mire, doctor -dijo Almirón, dando un suspiro prolongado, que quiso ser dramático-, le voy a ser claro: en este asunto hay un montón de cosas que no concuerdan. Cuénteme de nuevo, con todos los detalles, qué hizo anoche.

Ramiro obedeció. Durante un largo rato, con voz firme, repitió todo lo que ya había contado. Amplió detalles, narró el encuentro con el patrullero y explicó de qué hablaron con Tennembaum: de la amistad del médico con su padre; de Foucault (Ramiro dio por hecho que Almirón no tenía idea de quién era, pero le sirvió para evocar una vez más su procedencia parisina); y concluyó diciendo que su madre podía certificar a qué hora había llegado a la casa. Cuando terminó, se sintió satisfecho de su relato.

– ¿Quiere que le diga la verdad, doctor? -dijo Almirón, asintiendo repetidas veces con la cabeza.

Ramiro lo miró, frunciendo el ceño.

– Creo que todo lo que cuenta es cierto en un 99 por ciento. Me preocupa el uno restante.

Ramiro siguió mirándolo, sin responder. Estaba acorralado, pero el silencio era su carta. Simplemente, se mantendría en esa versión. Podría repetirla veinte veces, y de ahí no lo sacarían. A medida que la dijera, por otra parte, él mismo se convencería aún más de que así habían sido las cosas. Y si lo acusaban directamente, su respuesta sería la negación. Negaría y negaría.

Almirón empezó de nuevo:

– Es llamativo que hay más huellas digitales suyas que de Tennembaum en el coche. En el volante y en la palanca de cambios.

– El que manejó casi todo el tiempo fui yo.

– Pero según su relato, usted no tiene por qué saber cuánto tiempo manejó Tennembaum -saltó el inspector.

Ramiro se dijo que era un idiota. No debía hablar de más.

– Usted me dijo que él se estrelló o lo que fuera. Tuvo que haber manejado lo suficiente, ¿no?

– Precisamente, por eso me llama la atención que haya tan pocas huellas de él. Como si lo hubieran dormido, de un golpe -y miró a Ramiro a los ojos-, y luego le hubiesen colocado las manos para imprimir sus huellas.

Ramiro se encogió de hombros. Pero tenía mucho miedo. Tragó saliva y miró el foco, para distraerse.

– Y otra cosa -Almirón hablaba despacio, como si estuviera muy cansado. Con cierta resignación-, porque a mí me da la espina de que a Tennembaum lo pusieron frente al volante. ¿Usted no vio si él subió a otra persona en el auto, después que lo dejó en su casa?

– No. Si así hubiera sido se lo habría dicho.

– Claro.

Almirón encendió otro cigarrillo. No le convidó.

– Y el forense dice que el cadáver tenía una magulladura, como un moretón, aquí, en el mentón -y se tocó el suyo, dándose dos palmadas-. Para mí que le pegaron para dormirlo, después lo pusieron frente al volante y echaron a andar el coche.

“Usted es muy imaginativo”; estuvo tentado de decir Ramiro. Pero se había juramentado a no hablar sino ante preguntas concretas. Sin embargo, alzó la cabeza y dijo:

– ¿Usted está pensando que yo lo maté?

Almirón lo miró y se sostuvieron las miradas durante unos segundos. Ramiro se dijo que ese hombre era muy astuto; no tenía un pelo de tonto.

– En algún lugar me da la espina que sí, qué quiere que le diga -el tipo parecía lamentarse de lo que decía-, pero no puedo probarlo. No encuentro el motivo que usted podría tener, aunque… Mire, usted es un hombre joven y brillante, estudió en Francia, eso no es común por estas tierras. Y regresa en un momento muy especial para el país. Tengo entendido que va a ser profesor en la universidad, carece de antecedentes, tiene muy buenas relaciones, contactos, no está contaminado por todo lo que está pasando… Además, hemos comprobado su vieja amistad con la familia Tennembaum. Entonces no me explico por qué razón querría matar a ese médico pueblerino. Aunque… ¿Qué relación tiene usted con la señorita Tennembaum?