Ramiro debió reprimirse para no dar un brinco en la silla. Pero sintió que debajo suyo sus músculos se contraían. Pensó, para sí, que podría cortar un alambre con el culo.
– Somos amigos. De la familia. Cuando yo me fui del Chaco ella era muy chica. Sólo volví a verla anoche.
– Está muy linda, ¿no? -Almirón lo miraba, alzando una ceja. No sonreía, pero a Ramiro le pareció que sí.
– Sí, muy linda.
XVI
Otra vez se quedaron mirándose, durante unos instantes, hasta que Ramiro se reprochó que era estúpido seguir haciéndose el valiente. Debía aparentar naturalidad, pero no la encontraba. No podía encontrarla. Al menos, se recomendó, se haría el fastidiado: cruzó las piernas y se recostó en el respaldo.
– Hay una persona que quiere hablar con usted -dijo Almirón. Y se puso de pie y llamó al petiso. Le hizo una seña con la cabeza, que el otro entendió. Se fue, casi corriendo. Ramiro se asustó. Su corazón latía apresuradamente.
Enseguida llegó un hombre de estatura mediana, muy delgado, más que Almirón. Debía tener unos cincuenta años. Vestía un pantalón de hilo color crema, una camisa a rayas celestes y blancas impecablemente planchada y lucía un pañuelo de seda en el cuello. Era un tipo bronceado, de los que llevan muy buena vida, y sobre el labio superior, muy carnoso, se montaba un pequeño bigote con algunas canas, que hacían juego con las de las patillas. En el anular izquierdo llevaba un enorme anillo de sello, de oro macizo.
– ¿Sabe quién soy?
– No tengo el gusto.
– Teniente coronel Alcides Carlos Gamboa Boschetti.
Ramiro alzó una ceja.
– ¿No le dice nada?
– No, lo siento.
– Claro, usted es nuevo, acaba de llegar. Yo soy el jefe de Policía de la Provincia.
El tipo parecía fascinado consigo mismo.
– Mucho gusto -dijo Ramiro.
El hombre asintió varias veces. Después estiró los labios hacia adelante, mientras se acariciaba el mentón.
– Está usted en un problema muy serio, doctor Bernárdez.
– Me doy cuenta, pero qué quiere que le haga. Ya dije dos veces lo que tenía que decir, y parece que el inspector Almirón no me cree.
– Ése no es el tema -dijo el militar, en tono confianzudo, casi amistoso; y suspiró-: Se lo voy a poner muy clarito: nosotros sabemos que usted mató al doctor Tennembaum. Podría darnos más o menos trabajo probarlo, pero eso es lo de menos. Si acá la policía quiere probar algo, lo hace y listo, ¿me entiende? Porque no vaya a pensar que acá estamos en Francia, doctor; no, aquí estamos en un país en guerra, una guerra interna pero guerra al fin. ¿Mhjú? De modo que quiero que nos entendamos.
– Yo no maté a nadie.
– Mi querido doctor Bernárdez, cuando digo que quiero que nos entendamos, quiero decir que nosotros sabemos que usted lo mató a Tennembaum. No lo estamos suponiendo. No está muy claro por qué lo hizo, y a mí, le voy a ser franco, me preocupa poco descubrirlo. Si realmente nos proponemos hacerlo hablar… -hizo una pausa- usted debe saber que podemos conseguirlo. Tenemos formas… ¿Ehé?
Ramiro sintió un escalofrío. Recordó las denuncias que había oído y leído en París, de los exiliados. Nunca había creído del todo en las barbaridades que se decían. Acorralado, decidió jugarse.
– ¿Me van a torturar, teniente coronel? Creí que esos métodos los reservaban para los guerrilleros. O para los que ustedes consideran subversivos.
– Yo lo pondría en otros términos, pero no es asunto para discutir con usted. Lo que quiero decir es que… -dudó un instante- es una lástima que tan luego usted se vea involucrado en este crimen.
– ¿Por qué “tan luego yo”?
– Porque esperábamos mucho de usted. No nos sobran hombres preparados y sin contaminación ideológica.
– ¿Qué quiere decir?
– Voy a ser claro nuevamente, doctor: usted no está siendo admitido en la universidad sólo por sus estudios, ni por sus títulos. En el proceso en el que estamos empeñadas las fuerzas armadas, ello no es posible, sin nuestro consentimiento. Usted viene a ser lo que yo llamaría un hombre de reserva, una persona en estudio. Que nos interesa mucho. Y hasta ahora sus antecedentes son impecables. ¿Se da cuenta? Y este…, digámoslo, este asesinato enturbia todo. Por eso quiero que nos entendamos, y se lo voy a decir de una buena vez, si usted confiesa, podemos ayudarlo.
– No creo entender lo que me propone, aún en el caso de que yo fuera el asesino -Ramiro luchaba por no cerrar los puños, por no aferrarse a la silla; estaba aterrado.
– Digo que si confiesa podemos arreglar las cosas. Atenuarlas en todo lo posible -subrayó el “todo”-. Usted se imagina que en cualquier crimencito, de los que acá suceden cada muerte de obispo, no viene el jefe de policía a hablar con el sospechoso, ¿no? Se dará cuenta que yo tengo otros asuntos que atender, de orden político, de interés nacional. De modo que si yo vengo a verlo es porque usted nos interesa. Nos interesa usted; no ese borracho. y porque puedo ayudarlo. Quiero ayudarlo. ¿Me entiende?
– Yo no maté a nadie.
– ¡Carajo, Bernárdez! -se acomodó el pañuelo del cuello-. Todo lo que tiene que hacer es confesar, y sale derecho. Yo lo arreglo. Y después charlamos, porque nosotros estamos empeñados en un proceso de largo plazo, entiéndalo. Un proceso en el que el verdadero enemigo es la subversión, el comunismo internacional, la violencia organizada mundialmente. Nuestro objetivo es exterminar el terrorismo, para instaurar una nueva sociedad. Y si le pido que confiese es porque también debemos ocuparnos de cualquier crimen, cualquiera sea su causa, porque necesitamos construir una sociedad con mucho orden. Pero se trata de un orden en el que no podemos permitir asesinatos, y menos por parte de gente que puede ser amiga. ¿Me entiende? Y además, un asesinato es una falta de respeto, es un atentado a la vida. Y la vida y la propiedad tienen que ser tan sagradas como Dios mismo.
– Pero yo no maté a Tennembaum. Y tampoco sé si colaboraría con ustedes.
– Eso habría que verlo. Porque en este país, ahora, o se está con nosotros o se está contra nosotros. No hay neutrales.
Ramiro hizo silencio. Gamboa Boschetti se acomodó el bigote con las dos manos, una para cada lado. Después sacó de un bolsillo un pañuelo perfumado, con olor a lavanda, y se secó la frente. Luego volvió a hablar, en torno amistoso:
– Mire, ahora el asunto es que usted confiese buenamente, y nosotros arreglaremos las cosas del mejor modo posible. Obviamente, no querríamos que usted quede manchado.
Ramiro se moría de ganas de preguntar qué pasaría en caso contrario, si no confesaba, pero eso hubiera sido delatarse. Estaba asombrado del discurso de ese hombre pulcro, seductor, confianzudo. Pero el miedo seguía siendo su sentimiento principal y, curiosamente, su mejor carta para seguir en silencio. Volvió a decirse que no podían probarle nada; era un hecho que mientras no encontraran un motivo, es decir, mientras no supieran lo sucedido con Araceli, no podrían sostener una acusación de asesinato. Probablemente él era la última persona, en el Chaco, que podía tener motivos para matar a Tennembaum. Claro que más tarde debería hablar con la muchacha sobre una necesaria discreción, pero ése era otro tema. Además, aunque ella lo enloquecía de excitación, no estaba seguro de que quisiera seguir esa relación. Pero todo eso quedaba para después. Ahora, seguiría negando, si bien Gamboa Boschetti había sido claro en su amenaza de hacerlo torturar.
– ¿Qué me dice? -preguntó el militar.
– No sé qué espera que le diga, teniente coronel.
– ¿Va a confesar?
– No tengo nada que confesar.