En algún momento, a pesar de la música y el calor y la humedad, se quedó dormido. Hasta que lo despertó la voz del inspector Almirón, a través de la mirilla.
Ramiro no supo cuánto tiempo había dormido, pero le pareció que muy poco; la oscuridad era la misma. En esa celda se perdía la dimensión del tiempo, y él se sentía tan cansado como si en vez de dormir hubiera trabajado toda la noche. Y en cierto modo así había sido.
– ¿Qué quiere, ahora? -preguntó hacia la mirilla.
– Venga, acérquese.
Ramiro se puso de pie. Estaba entumecido; le dolían los huesos, se sentía mojado, sucio, gelatinoso. Hacía mucho calor. Fue hacia la puerta.
– Qué hay.
– Va a salir. Pero antes quiero hablar un par de cosas.
– ¿Por qué voy a salir? ¿Cambiaron de idea? ¿O encontraron al asesino?
– No se haga el chistoso; el asesino es usted. Yo no tengo ninguna duda, e incluso ahora creo que ya sé por qué lo hizo -Almirón se rió, mientras abría la puerta-. Y hasta creo que lo envidio. En cierto modo.
Ramiro salió, achicando los ojos con recelo. Puta madre, se dijo, otra vez volver a estar alerta. Otra vez el miedo producido por esta endemoniada situación en que se había metido.
Afuera estaba más claro. Le pareció que ya era de día. Lo preguntó. Almirón respondió que eran las siete y media y quiso saber cómo se sentía.
– Como el culo. Jodieron toda la noche con una radio.
– Y, los muchachos tuvieron mucho laburo.
Ramiro preguntó si podía ir al baño. Almirón lo llevó hacia una puerta, al final del pasillo al que daban todas las celdas. Lo esperó ahí, mientras él iba al mingitorio y luego se lavaba la cara y las manos y se mojaba el pelo. Cuando se dio vuelta para salir, Almirón sonreía. Le ofreció un cigarrillo, que aceptó.
– ¿De qué se ríe?
– Usted es un fenómeno, doctor.
Lo dijo en un tono divertido. A Ramiro le llamó la atención que en la ironía había también, sincero, un sentimiento de admiración.
– ¿Por?
– Usted dijo que su madre podía certificar que usted, volvió a su casa a las cuatro, ¿no?
Ramiro desconfió; su columna se puso rígida.
– Así es -lenta, cautelosamente.
– Sin embargo, la señorita Tennembaum dice que usted pasó toda la noche del crimen con ella. En su cama.
Ramiro abrió la boca, de pronto petrificado. Miró a Almirón sin verlo, dándose cuenta de que no iba a decir nada; sencillamente se le había caído la mandíbula.
– Por eso le dije que lo envidiaba, che -dijo el otro, confianzudo, jocoso-. Usted es un fenómeno. Pero para mí sigue en una situación de mierda.
Se puso serio y los ojos se le congelaron.
– Pero… -se alertó Ramiro, intuyendo una trampa-. Pero los policías del patrullero que nos detuvo confirmaron haberme visto con Tennembaum a las tres y pico.
– Así es. Pero ella dice que usted regresó a su habitación y que juntos vieron cómo Tennembaum se iba en el Ford, completamente borracho. Por supuesto, no le creemos ni una palabra, pero es una declaración y por ahora lo salva.
– ¿Por ahora?
– Claro -dijo Almirón, fría, lentamente-, porque me da en la espina que nos vamos a volver a ver. Salga.
XIX
En la guardia le devolvieron todas sus cosas, que recibió como un autómata. Cuando salió por la puerta que le indicó Almirón, se miraron unos segundos; el policía pareció decirle, con los mismos ojos fríos, que no se le ocurriera pensar que todo había terminado. Ramiro quiso decirle que no daba más, que estaba exhausto.
En la recepción del edificio, sentadas en una larga banca de madera y recostadas contra la pared, estaban su madre y Carmen, las dos en silencio, llorosas, vestidas de negro. Junto a ellas, con las piernas cruzadas y fumando despreocupadamente, aunque con el aire circunspecto que le daba un traje Príncipe de Gales de poplín, estaba Jaime Bartolucci, un abogado amigo que había sido su compañero en la secundaria. De pie junto a una ventana que miraba a la calle, con sus vaqueros ajustados y una breve remera verde, de mangas cortas, que se apretaba a sus formas todavía incipientes, Araceli controlaba la puerta de la guardia con los brazos caídos, las manos cruzadas sobre el pubis y su mirada lánguida.
Cuando lo vio salir, pareció despertar. Corrió hacia él y se le colgó del cuello, besándolo y diciéndole “mi amor, mi amor”; en voz muy alta, que pareció encontrar un sonoro eco en el salón. Ramiro se quedó rígido, avergonzado. Carmen se largó a llorar histéricamente, sonándose con un pañuelito, y Jaime se puso de pie como impulsado, por un resorte. María fue hacia él, moviendo la cabeza:
– Qué hiciste, Ramiro… -se lamentó.
Mientras, Araceli se soltó, lo tomó del brazo y le explicó, en la misma voz alta, segura:
– Les dije toda la verdad, mi amor, que estuviste toda la noche conmigo y que estamos enamorados.
Ramiro tragó saliva y suspiró profundamente. Cuando salieron, supo que Almirón lo miraba desde algún lado, y le pareció recordar -o escuchar- vagamente un chamamé.
CUARTA PARTE
Y lo que no sabes es lo único que sabes, y lo que posees es lo que no posees.
Y donde estás es donde no estás.
T. S. ELIOT
Miércoles de ceniza
XX
Se pasó todo el día en la cama. El ruido del ventilador de pie lo ayudó con una ligera sensación de bienestar. Pero la somnolencia lo fue ganando. Durmió, tuvo pesadillas, se despertó, muchas veces. No quiso levantarse al mediodía para comer. Volvió a despertarse a las tres y media de la tarde, y a las cinco, y cada vez decidió seguir durmiendo.
Era el atardecer cuando encendió un cigarrillo y se quedó mirando cómo la luz del día se apagaba del otro lado de las persianas metálicas.
Se sentía deprimido. Momentáneamente se había salvado, sí, pero recordaba la advertencia de Almirón: “Usted sigue en una situación de mierda” Y tenía razón. Todo estaba en contra: en primer lugar, atrapado por Araceli, a la que no amaba ni mucho menos. En segundo lugar, no había evitado el escándalo, porque ya en los diarios de esa mañana -que había leído antes de dormirse- se lo vinculaba, elípticamente, al posible asesinato de Tennembaum. El Territorio y Norte, los dos diarios locales, daban mucho despliegue al caso. Nunca había crímenes resonantes en el Chaco, y éste era un asunto precioso para ellos. Era previsible que al día siguiente, aunque después se lo desvinculara, su nombre volvería a aparecer. ¿Y cómo explicarían, después, que estaba fuera del caso? ¿Y qué dirían Gamboa y Almirón, que ayer habían asegurado que estaban sobre pistas seguras y que de un momento a otro atraparían al asesino? ¿Qué asesino mostrarían a la prensa? Porque ellos habían descartado, también ante los periodistas, que se tratara de un accidente, mucho menos de un suicidio. No había una imputación desmesurada contra él, pero, de hecho, su nombre aparecía involucrado. Cierta cuota de escándalo era ya imparable. Resistencia no escatimaría lengua para un caso así.
En tercer lugar, aunque se desligara bien del asunto, para las autoridades universitarias eso podía ser definitivo. Peligraba, no podía ocultárselo, su nombramiento. Máxime porque no se había mostrado cooperativo, sino todo lo contrario, con Gamboa Boschetti. Y éste había sido claro: “Usted no está siendo admitido en la universidad sólo por sus estudios, ni por sus títulos”. ¿Qué diría, hoy, a los periodistas, el jefe de Policía? ¿Que se habían equivocado? Eso era ilusorio. No darían a la prensa la versión de Araceli, naturalmente, porque se trataba de una menor y porque la policía quedaría en ridículo. Pero ese temible teniente coronel era capaz de cualquier nuevo golpe bajo.