Y no podía huir. ¿Volver a París? Imposible: no tenía dinero. Y aunque lo tuviera, Gamboa y Almirón lo harían seguir en Buenos Aires, por la Federal, y le obstruirían la revalidación del pasaporte. Francia no era un país limítrofe, precisamente. Pero sobre todo, estaba claro que mientras no tuvieran un asesino -y no lo podían tener- él iba a seguir en la mira. Lo había dicho ese hombre: lo tenían todo controlado.
¿Y Araceli? ¿Por qué había hecho todo eso? Estaba loca esa chica. Una especie de Mefistófeles, de veras, y no era para reírse. ¿Por qué lo había salvado, con esa coartada indestructible, si evidentemente ella sabía que él había matado a su padre? ¿Era un monstruo, esa muchacha?
Loca o monstruo, se dijo, era de temer, porque lo tenía atrapado. Porque evidentemente ella lo sabía todo; y ahora lo salvaba, sí, pero él jamás podría confiar en ella. De hecho, estaba entrampado. ¿Y si estuviera haciendo todo eso, justamente para vengar la muerte de su padre y la violación de que había sido objeto? Podría ser… ¿Y como se vengaría? ¿Qué le haría a él? ¿Matarlo? Bueno, él sabía, ahora, que Araceli era capaz de cualquier cosa, y todas imprevisibles. El doctor Fausto estaba perdido.
Además, debía odiarlo. Sí, por más que fuese lasciva, caliente, insaciable, debía odiarlo. Aunque no, porque si así fuera, ¿le haría el amor de ese modo tan brutal, salvaje, desesperante con que siempre quería que él la poseyera? ¿Y si se había enamorado? Estaba loca. No la entendía. Eso era lo único cierto respecto de ella. Increíble: una adolescente, apenas una niña hiperdesarrollada, corrompida prematuramente, lo tenía en sus manos. Y él, sin escapatoria. Todavía no terminaba de olvidar a Dorinne. Habían sido felices; él lo había sido, hasta que… Bueno, pero ése era otro tema. Ahora estaba atrapado.
Pero, ¿querría casarlo ella? ¿Querría cazarlo? Dios, era una idea abominable, absurda. Él estaba en la plenitud de su vida, y aunque todavía se sentía enamorado de Dorinne, aquella encantadora francesita de Vincennes, no le disgustaba su actual soltería, y menos ante la perspectiva de relevancia social, en su tierra, donde era reconocido y hasta admirado. No, claro que no quería casarse, y menos con esa muchachita aterradora. Sí, lo calentaba desmesuradamente; lo excitaba hasta perder todo control, y era maravilloso hacerle el amor. En su vida había conocido a una mujer tan fogosa, pero… ¡tenía sólo trece años! Era una situación ridícula. Araceli era insaciable. ¡Y apenas estaba empezando! Carajo, se dijo, va a ser muy puta y yo seré un cornudo toda la vida, quién le aguanta el tren. Se removió en la cama, suspirando. Y un cornudo infeliz, para colmo.
No, no se iba a casar. Punto.
Pero no encontraba escapatoria. Se sentía como un gato detrás de la heladera, acosado y con miedo. Sí, seguía en una situación diabólica.
XXI
A las ocho y media de la noche, Araceli lo llamó por teléfono y le dijo que estaba en casa de una amiga, en Resistencia, y que quería que él la llevara a Fontana. Ramiro no pudo decirse, después, cuando lo pensó de nuevo, que la voz de ella hubiera sido perentoria, pero sí que su tono tenía una cierta firmeza indiscutible. No, no era urgencia; era firmeza. Él no tenía ganas de verla esa noche. Pero la voz de Araceli contenía una incitación irrebatible.
En la casa estaba el novio de Cristina, un muchacho mofletudo y de anteojos de metal, muy miope, que no fue capaz de negarse cuando Ramiro le pidió el coche. Tampoco quiso hacer eso: pedir otro coche prestado. Pero no pudo evitarlo. Araceli le pedía que fuera a buscarla y él iba, así de sencillo, se dijo, cuando arrancó el pequeño Fiat 600, soy un pelotudo.
Esa casa quedaba a menos de quince cuadras, sobre la avenida Sarmiento. Ramiro tocó dos breves bocinazos, que sonaron aflautados, y Araceli salió. Estaba realmente hermosa: llevaba una pollera de tela de jean y una camisa escocesa con el botón abierto en medio de sus pechos. Calzaba unas sandalias de cuero, de taco bajo, y el largo pelo negro, suelto, le caía sobre los hombros y la hacía parecer una niña juguetona, impaciente. Cuando Ramiro la vio caminar hacia el coche, con esa coquetería natural, no preparada, no pudo evitar morderse los labios. Verdaderamente, Araceli estaba espléndida, joven, fresca como una frutilla de Coronda.
En cuanto cerró la puerta, él arrancó. Sin que le preguntara nada, y después de darle un beso en la boca, muy húmedo, ella contó que había pasado todo el día con esa amiga porque el ambiente en su casa era insoportable, mamá lloró y lloró y va a seguir llorando, y mis hermanos están deshechos, y además no veía la hora de verte, hablé varias veces a tu casa y tu mamá me dijo que dormías; me atendió mal tu mamá, ya no le gusto, y se rió, con una carcajada sonora.
Ramiro se preguntó de qué estaba hecha esa muchacha. Evidentemente, no había llorado ni un segundo.
– Araceli, creo que tenemos que hablar, ¿no?
Ella lo miró, frontalmente, sentándose sobre sus propias piernas. Él conducía, pero se dio cuenta de que ella lo escrutaba. Le pareció que de pronto se había puesto muy seria.
– ¿De qué?
– Bueno…, de todo lo que pasó. Pasaron muchas cosas.
– Yo no tengo nada que hablar de eso. No quiero hablar.
– ¿Por qué no?
– No quiero porque no quiero.
Y encendió la radio del coche, sintonizada en una emisora brasileña que pasaba una canción de María Creuza. Ramiro frunció el ceño pero no dijo nada. Manejó en silencio, y atravesó el centro de la ciudad. Ella se movía, en el asiento, al compás de los temas que pasaban por la radio.
– ¿Adónde te llevo?
– A donde quieras. Salgamos de la ciudad. -¿A Fontana?
– A donde quieras -y siguió moviéndose, ahora con un tema de Jobim.
Ramiro enfiló hacia el triángulo carretero. Vio pasar las parrillas de las que venían esos exquisitos olores a asados y achuras, los mal iluminados restaurantes para camioneros, y al rato estuvieron en la ruta. La noche estaba clara, iluminada por la luna llena. A velocidad regular, Ramiro tomó el camino a Makallé; de ahí pasaría por Puerto Tirol y llegaría a Fontana en una media hora.
Después que tomaron el desvío, abandonando la ruta 16, Araceli le pidió que se detuviera. Ramiro sintió que los músculos de su cuello se contraían.
– No, hoy no, nena, ¿eh? Pará un cacho.
No frenó el coche; siguió a la misma velocidad.
– Quiero -dijo ella, con voz de niñita perdida en un aeropuerto-. Lo quiero ahora.
Su respiración era entrecortada, ronca. Ramiro se dijo que no podía ser, que era insaciable; debía tener fiebre uterina y se la desperté yo, no puede ser, me va a exprimir, no quiero, y empezó a balbucear y a temblar, de su propia excitación, cuando sintió la mano de ella sobre su pantalón.
– Hoy no, te lo juro, estoy cansado -retirando la mano de ella y procurando no perder el control del auto-. Llevo dos noches sin dormir.
– Dormiste todo el día -dijo ella, como si se le hubiera roto su muñeca predilecta.
– Igual estoy cansado, Araceli, por favor, entendelo.
Y se quedaron en silencio y él siguió manejando, pero la espió por el rabillo del ojo y le pareció que ella hacía un puchero, como si estuviera por llorar. Los ojos le brillaban.
– No te enojes y entendeme, estoy muy cansado -dijo él.
Pero en realidad lo que tenía era miedo. Esa chiquilla era absolutamente imprevisible. Lo aterraba el darse cuenta en manos de quién estaba. ¿Cuánto duraría esa coartada, que ella misma le había dado esa mañana, para sacarlo de la policía? ¿Cuánto tiempo podría aguantar él esa situación, junto a esa muchacha que lo excitaba hasta hacerle perder toda conciencia? ¿Y de qué forma podría controlarla a ella?