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Entonces…, sí, podía matarse. Encaminar el Ford, ese enorme carromato de ocho cilindros, convertido en un gigantesco, brilloso y restaurado ataúd de dos toneladas, a cien kilómetros por hora por el puente que cruzaba el Paraná hasta Corrientes. En lo más alto, un kilómetro después de la caseta de peaje, era cuestión de dar un violento volantazo. El coche rompería, a esa velocidad, las barandas de acero. Y caería, en un salto de cien metros, a la parte más profunda del río. Seguro, no podría sobrevivir… ¿No podría? ¿Y si acaso…? No, pero ése no era el problema. Sencillamente, no tenía valor para matarse. O no quería hacerlo. Si de algo estaba seguro era de que no se mataría. Al menos, conscientemente.

Bueno, se dijo, encendiendo otro cigarrillo, entonces lo único concreto en este momento es que tengo que huir. Y si voy a hacerlo, no hay mejor opción que rajarme al

Paraguay, porque en Corrientes, en Misiones o en cualquier provincia me agarrarían mañana mismo. Encima, con este coche indisimulable.

Decidió que sus próximos pasos serían pocos y veloces: pasaría por su casa a buscar otra camisa, recoger todo el dinero que pudiera, sus documentos, una botella de ginebra o algo bien fuerte y saldría a la carretera. En la ruta, cargaría nafta y no pararía hasta Clorinda. Cruzaría el río y se iría a Asunción. Se metería en un hotel y dormiría, dormiría todo lo que quisiera. Después…, después volvería a pensar.

Colocó la llave en la ignición, y en ese momento, espantado, sintió que se orinaba cuando una mano se posó en su hombro.

IV

– Ramiro… -el hombre lo zarandeó un poco.

Ramiro se dio vuelta; del otro lado de la ventanilla estaba el médico, mirándolo con una sonrisa. Tenía los ojos vidriosos, aguachentos, y aspiraba entre dos dientes, con fuerza, sacándose un resto de comida. Olía a vino tinto, a decenas de litros de vino tinto.

– Doctor… -Ramiro hizo una mueca; no supo si quiso que fuera una sonrisa-. Me asustó.

– ¿Tenés un cigarrillo, hijo?

– Sí, claro -se apresuró a ofrecerle el paquete. Después le pasó el encendedor.

– No podía dormir -dijo el médico, tosiendo con fuerza; luego se aclaró la garganta-. El calor es insoportable. Jé…, pero yo todas las noches me escapo.

Ramiro se desesperó: los borrachos, los cariñosos, son doblemente pesados. Se preguntó dónde habría estado el hombre durante…, bueno, durante lo que pasó. Evidentemente, no había visto ni escuchado nada. ¿Y si era una trampa? No, por borracho que estuviera, el tipo hubiese reaccionado de otra forma, no pidiéndole un cigarrillo. Pero, como fuera, él, debía irse. Urgentemente.

– Ya me iba.

– ¿Se arregló el coche? -el médico se recostó contra la ventanilla, y le hablaba tirándole su aliento asqueroso en la cara. Fumaba, con un pie apoyado en el zocalito de la puerta.

– Sí, creo que sí -se apuró, encendiendo el motor-. Debía estar ahogado.

– Llevame a dar una vuelta. Vamos a Resistencia, te acompaño, y allá nos tomamos un vinito en "La Estrella"

– No, doctor, es que…

– Que qué -enojado, le dio un golpecito en el hombro-. ¿Me vas a despreciar la invitación?

El hombre se apartó del coche, estuvo a punto de caer al suelo, mantuvo el equilibrio y caminó, inestable, por delante del coche y se metió por la otra puerta. Resopló al desplomarse en el asiento.

– Vamos -dijo.

– No, doctor, es que después no voy a poder traerlo.

Tengo que devolver el coche. Es de Juanito Gomulka. -¡Carajo, ya sé que es de Gomulka! -Pero tengo que devolverlo.

– No importa, me dejás por ahí. Me vuelvo a pata, tomo un micro, qué carajo, yo quiero tomar un vinito con vos. Por tu viejo, ¿sabés? Yo lo quise mucho a tu viejo

– pareció que iba a llorar-. Lo quise mucho.

– Ya lo sé, doctor.

– No me llamés doctor, che, decime Braulio. -Está bien, pero…

– Braulio, te dije que me digas Braulio… -y la voz se le apagaba en un eructo. El hombre estaba hecho una laguna de alcohol.

– Vea, don Braulio: créame que no puedo llevarlo. Tengo que hacer.

– ¿Qué mierda tenés que hacer a esta hora, che? Son como las… ¿Qué hora es?

– Las tres -mirando el reloj, Ramiro se sintió empavorecido. Era indispensable llegar a Clorinda antes del amanecer; no quería cruzar de día. Y aún le faltaba pasar por su casa, recoger el dinero, los documentos.

– Bueno, poné primera y vamos.

Ramiro arrancó, resignado, diciéndose que en Resistencia se desembarazaría del médico; ya encontraría la forma. Mientras, tenía que pensar bien sus pasos, para no perder más tiempo.

– Me alegra mucho verte, pibe -el otro hablaba arrastrando las palabras. Sacó una pequeña botella de vino. Ramiro se preguntó si ya la tenía en la mano o si la llevaba en el bolsillo del pantalón. Se fastidió porque se dio cuenta de que sería invitado y, al negarse, el médico se enojaría-. Mierda, cómo lo quise a tu viejo… Tomá un trago.

– No, gracias.

– Puta madre, mírenlo al abstemio. ¡Tomá, te digo! -y le encajó la botella en la cara. El coche se desvió unos metros. Ramiro pudo mantener la estabilidad.

– Gracias -dijo, tomando la botella.

La acercó a sus labios, pero sin dejar que entrara a su boca ni una sola gota. No era vino lo que necesitaba. Y además, era mejor no tomar. Iba a manejar de noche. Y quería estar lúcido para pensar. Cuando le devolvió la botella, decidió que no le vendría mal saber algo de las recientes actividades del médico.

– ¿Y usted, doctor, por dónde anduvo? Creí que se había ido a dormir.

– Todas las noches me escapo. Carmen es una vieja imbancable; dormir con ella es más feo que tragar una cucharada de mocos.

Rió de su chiste.

– Aguantarla es más difícil que cagar en un frasquito de perfume -entusiasmado, se reía, hipando, procazmente-. La pobre está gastada como chupete de mellizos.

Siguió riéndose. Era una risa repulsiva. -¿Y adónde va?

– ¿Quién?

– Usted. Cuando se escapa.

– Me pongo en pedo.

– ¿Y esta noche qué hizo?

– Te lo estoy diciendo, chamigo: me puse en pedo. Yo soy claro en lo que digo, ¿o no? Los hombres, hombres, y el trigo, trigo, como decía Lorca.

– Sí, pero dónde toma. No lo escuché.

– En la cocina. En mi casa siempre hay vino. Mucho vino. Todo el vino del mundo para el doctor Braulio Tennembaum, médico clínico, mención honorífica de mi generación en la Facultad de Medicina de Rosario -se sonó la nariz, con la mano, y se la limpió en los pantalones-…que vino a parar a este pueblo de mierda.

Ramiro aceleró al llegar al pavimento. El Ford bramaba en la noche, quebrándola; los ocho cilindros respondían perfectamente. Gomulka era un gran mecánico, se dijo, llegaría a tiempo a Clorinda. Se preguntó, repentinamente alarmado, si los papeles del coche estarían en regla, pues debía cruzar el río Bermejo para entrar a la' provincia de Formosa, y ahí había un puesto de Gendarmería. Se estiró al costado, buscó en la guantera y los encontró. Todo marcharía bien. Pero debía desprenderse de Tennembaum.

– ¿Y Araceli, che? -preguntó éste.

Ramiro se crispó, alerta. No respondió, pero supo

que el otro lo miraba.

– Está linda mi hija, ¿eh? Va a ser una mujer del carajo. Ramiro apretó el volante y se mantuvo en su empecinado silencio. Ya se veían las luces de Resistencia.

– Si alguna vez alguien le hiciera daño -continuaba Tennembaum-, yo lo mataría. A quien fuera, lo mataría.