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Ramiro recordó las convulsiones de Araceli bajo la almohada, la energía que se le fue acabando, aquella sensación de gaviota herida e insumisa que había cedido a su presión. Sintió un escalofrío. Por el rabillo del ojo, vio que el médico lo miraba fijamente. Se sobresaltó. ¿Y si sabía? ¿Y si esto era una trampa y así como había sacado una botella de vino, ahora Tennembaum sacara un revólver? Sintió náuseas, un fuerte mareo.

Frenó el coche y se salió de la ruta, estacionándose a un costado. Abrió bruscamente la puerta y sacó la cabeza, para vomitar.

– Te sentís mal -dijo el médico.

– ¡Puta madre! -gritó Ramiro-. Es obvio, ¿no?

Y se quedó un rato así, con la cabeza inclinada. Sacó un pañuelo del pantalón y se limpió la boca. Pero siguió en esa posición, diciéndose que más que nada lo que tenía era miedo. Y que si se trataba de una trampa y el médico sabía lo de su hija, mejor que lo matara ahí mismo y chau.

V

El patrullero se estacionó detrás del Ford, y sobre el techo se le encendió un reflector cuyo haz dio directamente en Ramiro y en el médico. Tennembaum se echó un largo trago de vino, inclinando la cabeza hacia atrás.

– ¡Carajo, deje esa botella y quédese quieto!

– Me cago en la policía.

– ¡Pero yo no, pelotudo de mierda! -bramó Ramiro, en voz baja, gutural, quitándole la botella de las manos y tirándola al piso del coche-. ¡Quiere que nos caguen a balazos!

– No se muevan -les advirtió una voz, desde el patrullero. Era una voz serena, casi suave; pero autoritaria, muy firme.

Dos policías bajaron de las puertas traseras. Ramiro los observó por el espejo retrovisor. Un tercero abrió la puerta delantera derecha. Los tres rodearon velozmente el Ford, con las armas gatilladas. Dos portaban escopetas de caño recortado -Itakas, se dijo Ramiro- y el de adelante, que parecía mandar el operativo, debía tener una pistola 45, la reglamentaria.

– Mantengan las manos a la vista, por favor, y no hagan ningún movimiento sospechoso. Están rodeados.

– Todo en orden, oficial -dijo Ramiro, en voz alta, que procuraba parecer calma y segura-. Proceda nomás.

El policía se acercó a su ventanilla y miró dentro del coche. Ramiro se imaginó que los otros dos debían estar en las sombras, apuntándolos. Y el cuarto, el que manejaba, ya debía estar en contacto con el comando radioeléctrico. En cualquier momento podía aparecer una tanqueta del ejército. Así le habían contado que se vivía en el país, desde hacía un par de años.

– Dígame dónde tienen los documentos -dijo el oficial-; sin moverse.

– Yo tengo la cédula en mi cartera -dijo Ramiro-, en el bolsillo trasero del pantalón.

Los dos esperaron que el acompañante hablara. Tennembaum parecía dormitar.

– Es el doctor Braulio Tennembaum, de Fontana -explicó Ramiro-. Está borracho, oficial. Parece que se durmió.

– Bájese, por favor -el policía abrió la puerta con la mano izquierda, sin dejar de apuntarlo con la derecha. Era, en efecto, una 45. El oficial siguió-: Y ahora quédese parado y con las manos en alto.

Entonces llamó a otro de los policías, quien repitió la operación, para lo cual tuvo que sacudir a Tennembaum. Éste se bajó en completo silencio y también quedó a un par de metros del coche, con las manos levantadas.

El oficial revisó las cédulas de identidad de ambos, mientras el otro policía hurgaba dentro del coche, bajo los asientos y las alfombrillas, del lado oculto del tablero, en la guantera y en el baúl trasero.

Al cabo el oficial preguntó:

– ¿Por qué se detuvieron?

– El doctor Tennembaum y yo nos sentimos mal. Y aunque yo no tomé ni una sola copa, fui el que se descompuso -y señaló su vómito junto al automóvil-. Perdone…

– ¿Qué tengo que perdonarle?

– Eso, lo que acaba de pisar.

El oficial se sorprendió. Dio un par de taconazos sobre la tierra. Ramiro pensó que en otra circunstancia se hubiera sonreído.

– Deben tener más cuidado; en estos tiempos y a esta hora, cualquier movimiento sospechoso del personal civil, lo hace pasible de estos operativos.

Ramiro se preguntó qué tenía de sospechoso detenerse en la carretera para vomitar, y no pudo evitar un sentimiento de repulsión por ser tratado como "personal civil" Pero así estaba el país en esos años, le habían contado. No dijo nada; su corazón parecía saltar dentro del pecho. La noche avanzaba y la luna no dejaba de estar caliente, pero el cadáver de Araceli, en su dormitorio, debía estar enfriándose. Tuvo ganas de llorar.

– Pueden continuar -dijo el oficial, llamando a los suyos y regresando al patrullero, que arrancó y se fue.

Subieron al Ford, en silencio, y mientras volvía a ponerlo en marcha, Ramiro sintió que dos lágrimas le caían por las mejillas.

VI

El médico habló primero. Lo hizo con voz suave, pero todavía arrastrando las palabras:

– Este país es una mierda, Ramiro. Era hermoso, pero lo convirtieron en una completa mierda.

Ramiro no supo si se le había pasado la borrachera. La voz del médico era amarga, pero sobre todo triste, muy triste.

– Aquí se dio vuelta el principio griego -siguió Tennembaum-: la aritmética es democrática porque enseña relaciones de igualdad, de justicia; y la geometría es oligárquica porque demuestra las proporciones de la desigualdad. Lo dice Foucault. ¿Leíste a Foucault?

– Algo, en la universidad.

– Pues nos dieron vuelta el principio, che: ahora somos un país cada vez más geométrico. Y así nos va.

– ¿Dónde lo dejo, doctor?

– No me vas a dejar.

La voz del médico sonó muy firme, como una orden. Ramiro recuperó rápidamente el miedo. ¿Y sí sabía lo de su hija? ¿Era, nomás, una trampa? ¿Cuándo terminaría todo esto?

Instintivamente, cambió de rumbo y en lugar de dirigirse al centro de la ciudad, se desvió hasta la casa de su madre, donde vivía desde que llegara de París. Aceleró hasta el límite de velocidad urbana. No quería otro encuentro con la policía. Tampoco estaba dispuesto a soportar más al médico. Ya vería qué hacía con él.

Al llegar, estacionó el coche, le dijo a Tennembaum que lo esperara un momento y, sin esperar respuesta, entró a la casa. Juntó rápidamente, y en total silencio, lo que necesitaba: su pasaporte, varios miles de pesos nuevos, quinientos dólares que aún no había cambiado, y un pantalón y una camisa que envolvió en una bolsita de supermercado. Salió de la casa con mucho sigilo, como si fuera un extraño, sin pensar siquiera en mirar a su madre ni a su hermana menor.

Ya en el coche, se dirigió hacia el centro. Eran las cuatro y veinte de la mañana y de todas maneras llegaría a la frontera siendo de día. Una lástima. Pero quería, al menos, llegar bien temprano; no podía perder más tiempo. Estaba cansado, harto, con sueño, confuso por todo lo que no quería ni imaginar que le esperaba. Tenía, secretamente, la convicción ya irreversible de que era un fugitivo, un asesino que sería buscado por toda la frontera. Ni siquiera el Paraguay era seguro, pero no había otro camino. Debía cruzarlo y llegar a Bolivia, a Perú, al Amazonas. A la mierda, se dijo, pero ahora mismo.

Frenó bruscamente en la esquina de Güemes y la avenida 9 de julio.

– Bueno, doctor, hasta aquí llego. Dónde lo dejo.

– ¿Y vos, a dónde vas? -la voz se le había aclarado. Ramiro pensó que esos minutos de espera los había dormido. O habría orinado. Siempre les hace bien a los borrachos.

– Voy a pescar.

– ¿A esta hora?

– Mire, viejo: acábela, ¿quiere? Me voy a donde se me canta el culo, y me voy ya, ¿estamos? -después de todo, se dijo, irritado, era obvio que jamás volvería a ver a Braulio Tennembaum. Al contrario, siempre trataría de poner la mayor distancia entre los dos pues la cacería, precisamente, la desencadenaría ese hombre, cuando pocas horas después descubriera el cadáver de su hija.