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– No me vas a dejar -dijo el médico, fríamente.

– Qué se propone -preguntó Ramiro, con miedo, cautelosamente, pero con voz sonora y grave.

– Seguir el pedo. Y hablar.

– Oiga, usted parece tener unas ganas que yo no tengo. Bájese.

– No me vas a dejar así nomás, hijo de puta -hablaba gélida, lentamente-. ¿Te creés que no te vi, esta noche, cómo mirabas a Araceli?

VII

Fue entonces que se asustó por la acusación de ese hombre y, sin pensarlo, le pegó un puñetazo en el mentón con toda su fuerza. Tennembaum no lo esperaba, y cayó hacia atrás, golpeando contra la puerta. Pero no se durmió; lanzó un ronquido, profirió unas maldiciones y se dispuso a pegar él también. Ramiro midió mejor la segunda trompada, que se estrelló en la nariz del otro. Y todavía le aplicó un tercer derechazo, en la base de la mandíbula. Entonces el médico perdió el conocimiento.

Diez minutos después el Ford corría a todo lo que daba, y aunque el viejo modelo no tenía velocímetro Ramiro calculó que fácilmente iba a 130 kilómetros por hora. Ese coche tan antiguo, de treinta años exactos, no podía ir más rápido, pero no estaba mal. Gomulka lo había restaurado obsesivamente, y el motor funcionaba como nuevo.

Perdido por perdido, falta envido, se dijo, ahora hay que darle para adelante porque estoy jugado. Jugado-fugado. Fugado-fogado. Fogado-tocado. Tocado-toquido. Toquido-ronquido. Ronquido de muerto. Ronquido-jodido. Bien jodido. Y el malabar de palabras era una manera de no pensar. Pero aunque procuraba no hacerlo, se convencía de la limpieza con que actuaba; no le había roto ningún hueso, ningún diente. Lo había dormido, sin dejar huellas. Su propia frialdad lo impresionó. Jamás había imaginado que un hombre, convertido involuntariamente en asesino, pudiera, de repente, vencer tantos prejuicios y tornarse frío, inescrupuloso.

Como aquella vez, muchísimos años atrás, cuando era niño y murió su padre, y por un tiempo decidieron abandonar la casa. Se fueron a vivir a lo de unos parientes, en Quitilipi, donde estaban en plena cosecha algodonera y eso parecía distraer a su madre del llanto cotidiano. Un fin de semana, él debió viajar a Resistencia para hacerse unos análisis por una enfermedad que no recordaba, y pasó por la casa. Su tío Ramón lo esperó en el coche, mientras él entraba a buscar unos vestidos de su madre. Pero ella no había tenido el debido cuidado de cerrar la casa, y por una ventana del comedor había ingresado una familia de gatos, que se instaló bajo la mesa. En esas pocas semanas, prácticamente se habían apoderado del comedor y de la cocina. Él sintió un profundo asco, una rabia intensa, cuando vio que dos enormes gatos huían al oírlo entrar. Y se quedó así, paralizado ante el cuadro que veía, de suciedad y repulsión, hasta que observó que cuatro pequeños gatitos se deslizaban, casi reptando, por debajo de la mesa, como buscando refugio en otro lado. Entonces, fríamente, cerró la ventana que daba al patio, la puerta que daba a la cocina y la que él mismo había abierto y que comunicaba con el resto de la casa. Excitado por su venganza, regresó al coche donde lo esperaba el tío Ramón. Casi un mes después, cuando volvieron a Resistencia, su madre y Cristina, su hermana menor, se horrorizaron ante los pequeños cadáveres descompuestos, cuyas pelambres estaban pegadas, como incrustadas en las baldosas. El olor era insoportable y él, después de negar toda responsabilidad, se fue al cine y se pasó la tarde viendo una misma película de Luis Sandrini.

"Frío, inescrupuloso'; le había dicho Dorinne, aquella tierna muchacha de Vincennes a la que había amado, cuando se lo contó. Ahora recordaba que después Dorinne no había querido hacer el amor, aquella noche. Frío, inescrupuloso, repitió para sí mismo, mirando a Tennembaum, que dormía profundamente en el otro asiento. Lo que estaba haciendo era horripilante, lo sabía, era completamente consciente. Pero no tenía opciones. Perdido por perdido… Sí, estaba jugado y ahora ya nada lo detendría.

Él no había querido matar a Araceli. Dios, claro que no, había querido amarla, pero… Bueno, ella se resistió, sí, y él en realidad no debió… pero bueno, mejor no pensar. Perdido por perdido, bien jodido, el polvo más costoso de mi vida, se dijo. Se espantó de su propio chiste. Soy un monstruo, súbitamente un monstruo. La culpa había sido de la luna. Demasiado caliente, la luna del Chaco. Sobre todo, después de ocho años de ausencia. Perdido por perdido. Estaba jugado.

Después de cruzar el triángulo carretero de la salida occidental de Resistencia, pasó el puente sobre el río Negro y el desvío de la ruta 16. Poco más adelante, llegó a un riachuelo que no tenía indicador de nombre. Se acercó a la banquina unos doscientos metros antes de cruzar el puentecito. Frenó suavemente, procurando no dejar huellas de violencia en el pavimento y se dijo que debía proceder muy rápidamente, como lo había planeado cuando Tennembaum se puso pesado y debió pegarle. No iría a Paraguay ni a ningún otro lado que no fuera su casa.

Rogó que no pasara ningún coche, aunque a esa hora, las cinco de la mañana, era bastante improbable que hubiera tránsito. La ruta estaba totalmente despejada. Apenas si se había cruzado con dos camiones, un coche que venía del norte (con probable destino a Buenos Aires, Pues de ahí era la patente) y un ómnibus de la "Godoy" que hacía la línea Resistencia-Formosa. Se bajó y empujó el cuerpo de Tennembaum hasta ponerlo frente al volante. Dudó un segundo sobre si debía quitar sus huellas digitales, pero descartó la idea. Era obvio que él había manejado ese coche. Eso no era lo importante. Pero sí colocó las manos del médico en el volante y sobre la palanca de cambios. Todos pensarían que Tennembaum, borracho, había hecho un disparate. Supondrían que él mismo había violado a su hija para luego, desesperado, suicidarse en ese paraje absurdo, en ese puente contra el que él, Ramiro, había decidido lanzar el viejo Ford.

Claro que después debería enfrentar situaciones incómodas, pero sabría sortearlas. Ahora estaba convencido de que era capaz de muchas más acciones que las que antes suponía. Un hombre en el límite es capaz de todo. Y él había llegado al límite. El médico se había puesto pesado, fastidioso, y acaso le estaba tendiendo una trampa. No tenía opción, por eso le había pegado hasta dormirlo y ahora lo iba a matar. Perdido por perdido… Y además, ya sabía lo que tendría que decir: que Tennembaum, borracho como una cuba, lo había despertado a las… ¿a qué hora? Sí, a las tres se le había acercado, cuando él fumaba en el coche. Bueno, pues a las tres menos cuarto lo había despertado y él, Ramiro, no pudo resistir la invitación. El doctor era mi anfitrión, diría, me había tratado espléndidamente, una cena magnífica, después de tantos años, porque era amigo de mi padre… Y explicaría que él fue quien manejó porque el doctor estaba borracho, y muy pesado, nervioso, como si le hubiese pasado algo, pero yo no podía saber qué le habría pasado, creí que estaba en un pedo triste, nomás, qué iba a saber que había violado a su hija; y nos íbamos a "La Estrella" a tomar unos vinos. Y hasta nos paró un patrullero, diría, y sonrió mientras maniobraba con el cuerpo del médico y recordaba qué

bien le había venido aquel encuentro. Los policías admitirían que sí, que los habían abordado, y confirmarían la hora, y ratificarían que el médico estaba borracho hasta más no poder y que Ramiro estaba sobrio.

Entonces se puso la bolsita de nylon dentro de la camisa, se sentó sobre el cuerpo del otro y arrancó. Aceleró al máximo, pasando los cambios con premura, enfiló hacia el puente y, unos metros antes, aterrado, profiriendo un grito espantoso que él mismo desconoció en su garganta, saltó del coche un segundo antes de que se estrellara contra la baranda con un horrible estrépito de acero y cemento. El coche pareció montarse sobre el borde del puente, se inclinó sobre el lado izquierdo y cayó por el terraplén elevado sobre la orilla, dando tumbos.