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– Yo no maté a nadie.

– Mi querido doctor Bernárdez, cuando digo que quiero que nos entendamos, quiero decir que nosotros sabemos que usted lo mató a Tennembaum. No lo estamos suponiendo. No está muy claro por qué lo hizo, y a mí, le voy a ser franco, me preocupa poco descubrirlo. Si realmente nos proponemos hacerlo hablar… -hizo una pausa- usted debe saber que podemos conseguirlo. Tenemos formas… ¿Ehé?

Ramiro sintió un escalofrío. Recordó las denuncias que había oído y leído en París, de los exiliados. Nunca había creído del todo en las barbaridades que se decían. Acorralado, decidió jugarse.

– ¿Me van a torturar, teniente coronel? Creí que esos métodos los reservaban para los guerrilleros. O para los que ustedes consideran subversivos.

– Yo lo pondría en otros términos, pero no es asunto para discutir con usted. Lo que quiero decir es que… -dudó un instante- es una lástima que tan luego usted se vea involucrado en este crimen.

– ¿Por qué “tan luego yo”?

– Porque esperábamos mucho de usted. No nos sobran hombres preparados y sin contaminación ideológica.

– ¿Qué quiere decir?

– Voy a ser claro nuevamente, doctor: usted no está siendo admitido en la universidad sólo por sus estudios, ni por sus títulos. En el proceso en el que estamos empeñadas las fuerzas armadas, ello no es posible, sin nuestro consentimiento. Usted viene a ser lo que yo llamaría un hombre de reserva, una persona en estudio. Que nos interesa mucho. Y hasta ahora sus antecedentes son impecables. ¿Se da cuenta? Y este…, digámoslo, este asesinato enturbia todo. Por eso quiero que nos entendamos, y se lo voy a decir de una buena vez, si usted confiesa, podemos ayudarlo.

– No creo entender lo que me propone, aún en el caso de que yo fuera el asesino -Ramiro luchaba por no cerrar los puños, por no aferrarse a la silla; estaba aterrado.

– Digo que si confiesa podemos arreglar las cosas. Atenuarlas en todo lo posible -subrayó el “todo”-. Usted se imagina que en cualquier crimencito, de los que acá suceden cada muerte de obispo, no viene el jefe de policía a hablar con el sospechoso, ¿no? Se dará cuenta que yo tengo otros asuntos que atender, de orden político, de interés nacional. De modo que si yo vengo a verlo es porque usted nos interesa. Nos interesa usted; no ese borracho. y porque puedo ayudarlo. Quiero ayudarlo. ¿Me entiende?

– Yo no maté a nadie.

– ¡Carajo, Bernárdez! -se acomodó el pañuelo del cuello-. Todo lo que tiene que hacer es confesar, y sale derecho. Yo lo arreglo. Y después charlamos, porque nosotros estamos empeñados en un proceso de largo plazo, entiéndalo. Un proceso en el que el verdadero enemigo es la subversión, el comunismo internacional, la violencia organizada mundialmente. Nuestro objetivo es exterminar el terrorismo, para instaurar una nueva sociedad. Y si le pido que confiese es porque también debemos ocuparnos de cualquier crimen, cualquiera sea su causa, porque necesitamos construir una sociedad con mucho orden. Pero se trata de un orden en el que no podemos permitir asesinatos, y menos por parte de gente que puede ser amiga. ¿Me entiende? Y además, un asesinato es una falta de respeto, es un atentado a la vida. Y la vida y la propiedad tienen que ser tan sagradas como Dios mismo.

– Pero yo no maté a Tennembaum. Y tampoco sé si colaboraría con ustedes.

– Eso habría que verlo. Porque en este país, ahora, o se está con nosotros o se está contra nosotros. No hay neutrales.

Ramiro hizo silencio. Gamboa Boschetti se acomodó el bigote con las dos manos, una para cada lado. Después sacó de un bolsillo un pañuelo perfumado, con olor a lavanda, y se secó la frente. Luego volvió a hablar, en torno amistoso:

– Mire, ahora el asunto es que usted confiese buenamente, y nosotros arreglaremos las cosas del mejor modo posible. Obviamente, no querríamos que usted quede manchado.

Ramiro se moría de ganas de preguntar qué pasaría en caso contrario, si no confesaba, pero eso hubiera sido delatarse. Estaba asombrado del discurso de ese hombre pulcro, seductor, confianzudo. Pero el miedo seguía siendo su sentimiento principal y, curiosamente, su mejor carta para seguir en silencio. Volvió a decirse que no podían probarle nada; era un hecho que mientras no encontraran un motivo, es decir, mientras no supieran lo sucedido con Araceli, no podrían sostener una acusación de asesinato. Probablemente él era la última persona, en el Chaco, que podía tener motivos para matar a Tennembaum. Claro que más tarde debería hablar con la muchacha sobre una necesaria discreción, pero ése era otro tema. Además, aunque ella lo enloquecía de excitación, no estaba seguro de que quisiera seguir esa relación. Pero todo eso quedaba para después. Ahora, seguiría negando, si bien Gamboa Boschetti había sido claro en su amenaza de hacerlo torturar.

– ¿Qué me dice? -preguntó el militar.

– No sé qué espera que le diga, teniente coronel.

– ¿Va a confesar?

– No tengo nada que confesar.

– Es testarudo, ¿eh? -el tipo parecía divertirse con ese asunto-. Pero mire que nosotros tenemos otras cartas para hacerlo hablar, Bernárdez. Y no sólo las que usted se imagina; ésas pueden esperar… Tenemos un camionero, por ejemplo…

XVII

Ramiro volvió a sentir el fruncimiento debajo suyo. El corazón pareció detenérsele. Pero como ya estaba tenso, pensó que no aparentaría estarlo más por el golpe bajo del militar. Si le hubiesen medido la adrenalina en ese momento, se dijo, casi habría suplantado a la sangre. Paralizado, trató de no respirar, mientras Gamboa indicaba que trajeran al testigo.

El hombre entró a la oficina, seguido de Almirón. Era más bajo que lo que Ramiro había pensado, pero igualmente fuerte y musculoso. Sus brazos eran impresionantes y el tatuaje un corazón con iniciales. Vestía una camisa de brin, de mangas cortas, un jean gastadísimo y alpargatas. Llevaba en la mano un sombrero tirolés, de tela impermeable y con una plumita al costado, absolutamente ridículo para esa noche tan caliente de verano. Tenía miedo, se notaba que tenía miedo de estar en la jefatura de Policía.

– Buenas -dijo, con voz melindrosa.

Gamboa, desde el escritorio en que seguía sentado, y sin dejar de mover una pierna, le espetó:

– ¿Conoce a este hombre? -señalando a Ramiro.

El tipo manoseó el sombrerito que tenía contra su estómago. Encogió un poco los hombros y miró a Ramiro, estudiándolo. Éste también lo miró, diciéndose perdido por perdido, estoy jugado. Alzó el mentón, con cierta altanería, y confió en que su aspecto de universitario, con ropa limpia y bien peinado, podía amilanar al camionero.

– No estoy seguro.

– Párese -ordenó Gamboa a Ramiro, con voz seca. Ramiro se puso de pie.

– Dé una vuelta al escritorio.

Ramiro lo hizo. Gamboa volvió a dirigirse al camionero.

– ¿Y, lo reconoce?

– Es parecido, señor, pero… la verdad, no estoy seguro. Estaba muy oscuro y yo venía distraído.

– Carajo, estuvo sentado un rato al lado suyo, ¿no? Con que sea parecido no ganamos nada. Es o no es.

El camionero parecía tan aterrorizado como Ramiro. No dejaba de jugar, histéricamente, con su sombrerito tirolés. Sacó la lengua, se la pasó por los labios.

– Quizá si el señor hablara…

– Diga algo -ordenó Gamboa a Ramiro.

– No sé qué es lo que quiere que diga, teniente coronel -Ramiro eligió las palabras y las pronunció con exactitud, casi académicamente-. Nunca en mi vida he visto a este hombre, y no sé qué es lo que usted se propone.

Cuando terminó, se sintió orgulloso de su discursito.

– ¿Y? -urgió Gamboa al camionero.

– No, señor, la persona que llevé era paraguayo. El señor se le parece, pero no habla como el que llevé.

– Cualquiera imita a los paraguayos -intervino Almirón, desde atrás del camionero, que se dio vuelta, asustado como si hubiese escuchado la voz de Dios.

– Olvídese de cómo habla -dijo Gamboa, mirando al sujeto a los ojos, muy fríamente-. ¿Diría que es la persona que llevó, o no?

– Pues… Me parece que era de otra condición. Este señor…

– Pudo estar sucio y cansado -dijo Almirón-. Usted simplemente tiene que decir si lo reconoce o no. Y no tenga miedo, mi amigo, la verdad no ofende.

El hombre agradeció con los ojos.

– ¿Sí? -Gamboa hizo un círculo con el pulgar y el índice, y lo agitó de arriba abajo-. ¿O no?

– Estéee… Creo que sí, señor.

– Gracias -Gamboa sonrió, satisfecho-. Que se retire, Almirón.

Los dos salieron y Gamboa encendió un cigarrillo. Se puso de pie y caminó alrededor de Ramiro. Se detuvo a sus espaldas.

– Está perdido, Bernárdez.

XVIII

Después lo dejaron solo, y él escuchó que Gamboa daba órdenes de que a primera hora de la mañana se le tomara una declaración formal, reproduciendo el interrogatorio de Almirón. Más tarde, el petiso que hacía guardia habló algo con un agente de uniforme que entró y se hizo cargo de él. En silencio, y con un trato indiferente, éste lo condujo a la guardia, donde un tercer policía le tomó los datos y le pidió la cédula, que depositó en un cajón. Luego, le sacaron el reloj, el cinturón y los cordones de los zapatos. También tuvo que dejar su billetera, y finalmente le revisaron los bolsillos, que estaban vacíos.