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Después que tomaron el desvío, abandonando la ruta 16, Araceli le pidió que se detuviera. Ramiro sintió que los músculos de su cuello se contraían.

– No, hoy no, nena, ¿eh? Pará un cacho.

No frenó el coche; siguió a la misma velocidad.

– Quiero -dijo ella, con voz de niñita perdida en un aeropuerto-. Lo quiero ahora.

Su respiración era entrecortada, ronca. Ramiro se dijo que no podía ser, que era insaciable; debía tener fiebre uterina y se la desperté yo, no puede ser, me va a exprimir, no quiero, y empezó a balbucear y a temblar, de su propia excitación, cuando sintió la mano de ella sobre su pantalón.

– Hoy no, te lo juro, estoy cansado -retirando la mano de ella y procurando no perder el control del auto-. Llevo dos noches sin dormir.

– Dormiste todo el día -dijo ella, como si se le hubiera roto su muñeca predilecta.

– Igual estoy cansado, Araceli, por favor, entendelo.

Y se quedaron en silencio y él siguió manejando, pero la espió por el rabillo del ojo y le pareció que ella hacía un puchero, como si estuviera por llorar. Los ojos le brillaban.

– No te enojes y entendeme, estoy muy cansado -dijo él.

Pero en realidad lo que tenía era miedo. Esa chiquilla era absolutamente imprevisible. Lo aterraba el darse cuenta en manos de quién estaba. ¿Cuánto duraría esa coartada, que ella misma le había dado esa mañana, para sacarlo de la policía? ¿Cuánto tiempo podría aguantar él esa situación, junto a esa muchacha que lo excitaba hasta hacerle perder toda conciencia? ¿Y de qué forma podría controlarla a ella?

Araceli gimió, o se tragó unos mocos; él no supo precisarlo. Respiró agitada, caliente, y volvió a poner una mano sobre su sexo, que respondió erigiéndose como un mástil, como independizado de su voluntad. Ramiro sintió pánico. Estaba tan caliente como la luna, que otra vez brillaba sobre el camino. Quiso quitar nuevamente la mano, pero ella se echó sobre él y empezó a besarle el cuello y a gemir en su oído, llenándolo de saliva, una nueva Catón discurseando “Carthaginum esse delendam”, pero Cartago era él, y no podía contenerla y sí, carajo, efectivamente iba a ser destruido. Y entonces tuvo que parar, a un costado del camino, porque el 600 zigzagueaba y él ni siquiera dominaba el volante.

Frenó en la banquina, cerca de la alambrada, y trató de separarse de Araceli, que estaba colgada de su cuello. Ella estiró una mano y apagó las luces del coche y movió la llave para cerrar el contacto. Y empezó a roncar, como una gatita en celo:

– Hacémelo, mi amor, hacémelo -y frenéticamente le descorrió el cierre del pantalón y se prendió de su sexo con una mano, mientras con la otra, tropezando, desesperada, se alzaba la pollera de jean. Y Ramiro volvió a ver, a la tenue luz de la luna que ingresaba al coche, los vellos brillosos sobre las piernas de color mate, y el minúsculo calzoncito blanco sobre el que se empenachaban los pelos de su pubis, y supo que no podía resistirse, que había llegado a la condición de marioneta. Profirió unas palabrotas cuando ella, en su excitación, le mordió el sexo y entonces la agarró de la cabellera y la alzó, poniéndola a la altura de su cara y empezó a besarla, sintiéndose furioso y desbordado, reconociendo otra vez a la bestia en que se había convertido y se recostó un poco en el asiento y montó a la muchacha, enhorqueteada sobre él, arrancándole de un tirón el calzoncito. La penetró con violencia, y ella en ese momento lanzó un grito y se largó a llorar, embrutecida de placer, de hambre. Y se zarandearon con torpeza, abrazándose, golpeándose en los hombros para incitar más al otro, y todo el cochecito se meneaba. Y así siguieron hasta que alcanzaron un orgasmo frenético, animal.

Y el 600 dejó de menearse.

XXII

Pasó un camión con acoplado, cargado de rollizos de quebracho, haciendo ruido, y el piso pareció temblar. Ramiro sintió que despertaba en ese momento. Tenía a Araceli montada sobre él; sus labios seguían pegados a su cuello pero ya no succionaban. Su pelo olía a un champú de limón; era un pelo espeso. Sus cuerpos estaban transpirados y, por sobre la espalda de ella, él alcanzó a ver su trasero y un pedazo de calzón. Se lo había destrozado. Se quedó así, mirándola, y luego contempló la noche más allá del parabrisas, mientras se regularizaba su respiración. Se sentía amargado; peor que esa tarde.

Quería fumar. Intentó separar a la chica para buscar sus cigarrillos, amarrados en el cenicero del coche. Pero cuando lo hizo, ella se aferró a él nerviosamente, dijo "no, no" y empezó a lamerle nuevamente el cuello, y a mover la cadera muy despacio, muy sensual. Él todavía estaba dentro de ella. Su sexo estaba más laxo, pero no del todo adormecido. Frunció el ceño y se preguntó qué más podía querer ella. Él ya no quería seguir. O sí, pero acaso no podía. O quería y podía pero a la vez no quería. Era el miedo. Tantas veces los juegos de palabras ocultan el miedo.

Entonces, para detenerla, le dijo lo que tanto ansiaba y temía decir:

– Araceli -en voz muy baja, hablándole al oído-, vos creés que yo maté a tu papá, ¿no?

– No quiero hablar -murmuró ella, despacito, con su voz aniñada-. Quiero seguir haciéndolo, estoy muy caliente… Dame más…

Y se movía rítmicamente, llevando sus caderas a los costados, y apretando su vagina, completamente mojada, palpitante sobre el sexo de Ramiro. Por momentos ella sufría como ataques de temblores, accesos espasmódicos. Como escalofríos. Ramiro observó que su sexo volvía a responder. Estaba exhausto, y no entendía qué más podía desear. Se sentía vacío, pero su sexo se erguía otra vez, respondiendo a esa muchacha ardorosa, hirviente.

– Tenemos que hablar -dijo, quejoso.

– ¡Mierda! -ella dio un salto, alzando el torso pero sin separar las ingles. Y comenzó a golpearlo con sus puños cerrados en el pecho, mientras corcoveaba sobre él-. ¡Dame más, dame más!

Ramiro la tomó de las muñecas y la apartó. La empujó con toda su fuerza hacia el otro asiento y la estrelló contra la puerta. Pero ella se agarró del respaldo con una mano, y con la otra del espejo retrovisor, y volvió a erguirse. Él apenas la vio, por un segundo, con los ojos desorbitados, y le pareció ver un hilillo de sangre que le caía de la boca. En silencio, pero jadeantes, forcejearon hasta que ella, que tenía más fuerza que la que él había calculado, se le tiró encima, le arrancó la camisa y se prendió de una tetilla, que mordió con fuerza. Él sintió una aguda punzada y se encolerizó. Brutalmente, le encajó un puñetazo en la nuca, que hizo que ella se soltara. Y entonces fue que la agarró del cuello y empezó a apretar.

Y apretó con toda su alma, mientras se decía que otra vez estaba loco, loco porque estaba atrapado, porque se había arruinado la vida, porque de todos modos era un asesino. Y apretó más porque la odiaba, porque no podía dejar de poseerla cada vez que ella quería, y así, lo sabía, sería toda la vida, y porque tenía miedo, pánico, y ya nada le importaba en ese momento. Y mientras pensaba y apretaba se largó a llorar.

Y vio la luna, o sus reflejos, que volvían a entrar para estacionarse, eternizados, en la piel de Araceli, que abrió los ojos desesperada y cerró sus manos sobre las muñecas de él, arañándolo, clavándole las uñas y haciéndole saltar la sangre, pero sin impedir que él siguiera cada vez con más precisión. Y él apretó y apretó y vio el rostro morado de ella, que comenzó a tener convulsiones y a emitir ruidos guturales de pecho que poco a poco se fueron haciendo más oscuros, más profundos, hasta que en un momento acabaron. Cuando acabó su resistencia.

Pero Ramiro, que lloraba también convulsivamente, acezante y aterrado por su propia violencia, no dejó de apretar. Nunca sabría cuánto tiempo estuvo así, pero no dejó de oprimir ni por un instante, mucho después de que Araceli se relajó totalmente, con el cuello quebrado y caído hacia un costado, como un clavel que cuelga de un tallo partido. Mucho después de que, sudoroso, agobiado por el calor, y todavía con su llanto carcajeante, casi silencioso, observó la rotación de la luna. Por sobre el cuerpo doblegado de Araceli, y de su cara amoratada que él tenía entre sus manos, la vio entera. Por fin la luna llena, la luna caliente de diciembre, la luna hirviente, ígnea, del Chaco.

Y volvió a horrorizarse cuando se dio cuenta de que estaba excitado; de que su sexo se había endurecido, como su corazón. Como un pedazo de granito.

Y eyaculó así, mirando esa luna candente.

XXIII

Se bajó del coche, luego de poner en posición neutra la luz interior. Abrió la puerta derecha y sacó el cuerpo de Araceli. Lo arrastró hacia la banquina, alejándolo de la carretera, llevándolo de las muñecas. La abandonó junto a un poste de la alambrada de un campo sembrado de algodón.