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– Doctor… -Ramiro hizo una mueca; no supo si quiso que fuera una sonrisa-. Me asustó.

– ¿Tenés un cigarrillo, hijo?

– Sí, claro -se apresuró a ofrecerle el paquete. Después le pasó el encendedor.

– No podía dormir -dijo el médico, tosiendo con fuerza; luego se aclaró la garganta-. El calor es insoportable. Jé…, pero yo todas las noches me escapo.

Ramiro se desesperó: los borrachos, los cariñosos, son doblemente pesados. Se preguntó dónde habría estado el hombre durante…, bueno, durante lo que pasó. Evidentemente, no había visto ni escuchado nada. ¿Y si era una trampa? No, por borracho que estuviera, el tipo hubiese reaccionado de otra forma, no pidiéndole un cigarrillo. Pero, como fuera, él, debía irse. Urgentemente.

– Ya me iba.

– ¿Se arregló el coche? -el médico se recostó contra la ventanilla, y le hablaba tirándole su aliento asqueroso en la cara. Fumaba, con un pie apoyado en el zocalito de la puerta.

– Sí, creo que sí -se apuró, encendiendo el motor-. Debía estar ahogado.

– Llevame a dar una vuelta. Vamos a Resistencia, te acompaño, y allá nos tomamos un vinito en "La Estrella"

– No, doctor, es que…

– Que qué -enojado, le dio un golpecito en el hombro-. ¿Me vas a despreciar la invitación?

El hombre se apartó del coche, estuvo a punto de caer al suelo, mantuvo el equilibrio y caminó, inestable, por delante del coche y se metió por la otra puerta. Resopló al desplomarse en el asiento.

– Vamos -dijo.

– No, doctor, es que después no voy a poder traerlo.

Tengo que devolver el coche. Es de Juanito Gomulka. -¡Carajo, ya sé que es de Gomulka! -Pero tengo que devolverlo.

– No importa, me dejás por ahí. Me vuelvo a pata, tomo un micro, qué carajo, yo quiero tomar un vinito con vos. Por tu viejo, ¿sabés? Yo lo quise mucho a tu viejo

– pareció que iba a llorar-. Lo quise mucho.

– Ya lo sé, doctor.

– No me llamés doctor, che, decime Braulio. -Está bien, pero…

– Braulio, te dije que me digas Braulio… -y la voz se le apagaba en un eructo. El hombre estaba hecho una laguna de alcohol.

– Vea, don Braulio: créame que no puedo llevarlo. Tengo que hacer.

– ¿Qué mierda tenés que hacer a esta hora, che? Son como las… ¿Qué hora es?

– Las tres -mirando el reloj, Ramiro se sintió empavorecido. Era indispensable llegar a Clorinda antes del amanecer; no quería cruzar de día. Y aún le faltaba pasar por su casa, recoger el dinero, los documentos.

– Bueno, poné primera y vamos.

Ramiro arrancó, resignado, diciéndose que en Resistencia se desembarazaría del médico; ya encontraría la forma. Mientras, tenía que pensar bien sus pasos, para no perder más tiempo.

– Me alegra mucho verte, pibe -el otro hablaba arrastrando las palabras. Sacó una pequeña botella de vino. Ramiro se preguntó si ya la tenía en la mano o si la llevaba en el bolsillo del pantalón. Se fastidió porque se dio cuenta de que sería invitado y, al negarse, el médico se enojaría-. Mierda, cómo lo quise a tu viejo… Tomá un trago.

– No, gracias.

– Puta madre, mírenlo al abstemio. ¡Tomá, te digo! -y le encajó la botella en la cara. El coche se desvió unos metros. Ramiro pudo mantener la estabilidad.

– Gracias -dijo, tomando la botella.

La acercó a sus labios, pero sin dejar que entrara a su boca ni una sola gota. No era vino lo que necesitaba. Y además, era mejor no tomar. Iba a manejar de noche. Y quería estar lúcido para pensar. Cuando le devolvió la botella, decidió que no le vendría mal saber algo de las recientes actividades del médico.

– ¿Y usted, doctor, por dónde anduvo? Creí que se había ido a dormir.

– Todas las noches me escapo. Carmen es una vieja imbancable; dormir con ella es más feo que tragar una cucharada de mocos.

Rió de su chiste.

– Aguantarla es más difícil que cagar en un frasquito de perfume -entusiasmado, se reía, hipando, procazmente-. La pobre está gastada como chupete de mellizos.

Siguió riéndose. Era una risa repulsiva. -¿Y adónde va?

– ¿Quién?

– Usted. Cuando se escapa.

– Me pongo en pedo.

– ¿Y esta noche qué hizo?

– Te lo estoy diciendo, chamigo: me puse en pedo. Yo soy claro en lo que digo, ¿o no? Los hombres, hombres, y el trigo, trigo, como decía Lorca.

– Sí, pero dónde toma. No lo escuché.

– En la cocina. En mi casa siempre hay vino. Mucho vino. Todo el vino del mundo para el doctor Braulio Tennembaum, médico clínico, mención honorífica de mi generación en la Facultad de Medicina de Rosario -se sonó la nariz, con la mano, y se la limpió en los pantalones-…que vino a parar a este pueblo de mierda.

Ramiro aceleró al llegar al pavimento. El Ford bramaba en la noche, quebrándola; los ocho cilindros respondían perfectamente. Gomulka era un gran mecánico, se dijo, llegaría a tiempo a Clorinda. Se preguntó, repentinamente alarmado, si los papeles del coche estarían en regla, pues debía cruzar el río Bermejo para entrar a la' provincia de Formosa, y ahí había un puesto de Gendarmería. Se estiró al costado, buscó en la guantera y los encontró. Todo marcharía bien. Pero debía desprenderse de Tennembaum.

– ¿Y Araceli, che? -preguntó éste.

Ramiro se crispó, alerta. No respondió, pero supo

que el otro lo miraba.

– Está linda mi hija, ¿eh? Va a ser una mujer del carajo. Ramiro apretó el volante y se mantuvo en su empecinado silencio. Ya se veían las luces de Resistencia.

– Si alguna vez alguien le hiciera daño -continuaba Tennembaum-, yo lo mataría. A quien fuera, lo mataría.

Ramiro recordó las convulsiones de Araceli bajo la almohada, la energía que se le fue acabando, aquella sensación de gaviota herida e insumisa que había cedido a su presión. Sintió un escalofrío. Por el rabillo del ojo, vio que el médico lo miraba fijamente. Se sobresaltó. ¿Y si sabía? ¿Y si esto era una trampa y así como había sacado una botella de vino, ahora Tennembaum sacara un revólver? Sintió náuseas, un fuerte mareo.

Frenó el coche y se salió de la ruta, estacionándose a un costado. Abrió bruscamente la puerta y sacó la cabeza, para vomitar.

– Te sentís mal -dijo el médico.

– ¡Puta madre! -gritó Ramiro-. Es obvio, ¿no?

Y se quedó un rato así, con la cabeza inclinada. Sacó un pañuelo del pantalón y se limpió la boca. Pero siguió en esa posición, diciéndose que más que nada lo que tenía era miedo. Y que si se trataba de una trampa y el médico sabía lo de su hija, mejor que lo matara ahí mismo y chau.

V

El patrullero se estacionó detrás del Ford, y sobre el techo se le encendió un reflector cuyo haz dio directamente en Ramiro y en el médico. Tennembaum se echó un largo trago de vino, inclinando la cabeza hacia atrás.

– ¡Carajo, deje esa botella y quédese quieto!

– Me cago en la policía.

– ¡Pero yo no, pelotudo de mierda! -bramó Ramiro, en voz baja, gutural, quitándole la botella de las manos y tirándola al piso del coche-. ¡Quiere que nos caguen a balazos!

– No se muevan -les advirtió una voz, desde el patrullero. Era una voz serena, casi suave; pero autoritaria, muy firme.

Dos policías bajaron de las puertas traseras. Ramiro los observó por el espejo retrovisor. Un tercero abrió la puerta delantera derecha. Los tres rodearon velozmente el Ford, con las armas gatilladas. Dos portaban escopetas de caño recortado -Itakas, se dijo Ramiro- y el de adelante, que parecía mandar el operativo, debía tener una pistola 45, la reglamentaria.

– Mantengan las manos a la vista, por favor, y no hagan ningún movimiento sospechoso. Están rodeados.

– Todo en orden, oficial -dijo Ramiro, en voz alta, que procuraba parecer calma y segura-. Proceda nomás.

El policía se acercó a su ventanilla y miró dentro del coche. Ramiro se imaginó que los otros dos debían estar en las sombras, apuntándolos. Y el cuarto, el que manejaba, ya debía estar en contacto con el comando radioeléctrico. En cualquier momento podía aparecer una tanqueta del ejército. Así le habían contado que se vivía en el país, desde hacía un par de años.

– Dígame dónde tienen los documentos -dijo el oficial-; sin moverse.

– Yo tengo la cédula en mi cartera -dijo Ramiro-, en el bolsillo trasero del pantalón.

Los dos esperaron que el acompañante hablara. Tennembaum parecía dormitar.

– Es el doctor Braulio Tennembaum, de Fontana -explicó Ramiro-. Está borracho, oficial. Parece que se durmió.

– Bájese, por favor -el policía abrió la puerta con la mano izquierda, sin dejar de apuntarlo con la derecha. Era, en efecto, una 45. El oficial siguió-: Y ahora quédese parado y con las manos en alto.

Entonces llamó a otro de los policías, quien repitió la operación, para lo cual tuvo que sacudir a Tennembaum. Éste se bajó en completo silencio y también quedó a un par de metros del coche, con las manos levantadas.