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Después de cruzar el triángulo carretero de la salida occidental de Resistencia, pasó el puente sobre el río Negro y el desvío de la ruta 16. Poco más adelante, llegó a un riachuelo que no tenía indicador de nombre. Se acercó a la banquina unos doscientos metros antes de cruzar el puentecito. Frenó suavemente, procurando no dejar huellas de violencia en el pavimento y se dijo que debía proceder muy rápidamente, como lo había planeado cuando Tennembaum se puso pesado y debió pegarle. No iría a Paraguay ni a ningún otro lado que no fuera su casa.

Rogó que no pasara ningún coche, aunque a esa hora, las cinco de la mañana, era bastante improbable que hubiera tránsito. La ruta estaba totalmente despejada. Apenas si se había cruzado con dos camiones, un coche que venía del norte (con probable destino a Buenos Aires, Pues de ahí era la patente) y un ómnibus de la "Godoy" que hacía la línea Resistencia-Formosa. Se bajó y empujó el cuerpo de Tennembaum hasta ponerlo frente al volante. Dudó un segundo sobre si debía quitar sus huellas digitales, pero descartó la idea. Era obvio que él había manejado ese coche. Eso no era lo importante. Pero sí colocó las manos del médico en el volante y sobre la palanca de cambios. Todos pensarían que Tennembaum, borracho, había hecho un disparate. Supondrían que él mismo había violado a su hija para luego, desesperado, suicidarse en ese paraje absurdo, en ese puente contra el que él, Ramiro, había decidido lanzar el viejo Ford.

Claro que después debería enfrentar situaciones incómodas, pero sabría sortearlas. Ahora estaba convencido de que era capaz de muchas más acciones que las que antes suponía. Un hombre en el límite es capaz de todo. Y él había llegado al límite. El médico se había puesto pesado, fastidioso, y acaso le estaba tendiendo una trampa. No tenía opción, por eso le había pegado hasta dormirlo y ahora lo iba a matar. Perdido por perdido… Y además, ya sabía lo que tendría que decir: que Tennembaum, borracho como una cuba, lo había despertado a las… ¿a qué hora? Sí, a las tres se le había acercado, cuando él fumaba en el coche. Bueno, pues a las tres menos cuarto lo había despertado y él, Ramiro, no pudo resistir la invitación. El doctor era mi anfitrión, diría, me había tratado espléndidamente, una cena magnífica, después de tantos años, porque era amigo de mi padre… Y explicaría que él fue quien manejó porque el doctor estaba borracho, y muy pesado, nervioso, como si le hubiese pasado algo, pero yo no podía saber qué le habría pasado, creí que estaba en un pedo triste, nomás, qué iba a saber que había violado a su hija; y nos íbamos a "La Estrella" a tomar unos vinos. Y hasta nos paró un patrullero, diría, y sonrió mientras maniobraba con el cuerpo del médico y recordaba qué

bien le había venido aquel encuentro. Los policías admitirían que sí, que los habían abordado, y confirmarían la hora, y ratificarían que el médico estaba borracho hasta más no poder y que Ramiro estaba sobrio.

Entonces se puso la bolsita de nylon dentro de la camisa, se sentó sobre el cuerpo del otro y arrancó. Aceleró al máximo, pasando los cambios con premura, enfiló hacia el puente y, unos metros antes, aterrado, profiriendo un grito espantoso que él mismo desconoció en su garganta, saltó del coche un segundo antes de que se estrellara contra la baranda con un horrible estrépito de acero y cemento. El coche pareció montarse sobre el borde del puente, se inclinó sobre el lado izquierdo y cayó por el terraplén elevado sobre la orilla, dando tumbos.

Ramiro golpeó contra la tierra y fue detenido por un tacuruzal. Se levantó presuroso, antes que las hormigas pudieran repeler ese cuerpo extraño. De pie, y lamentándose del dolor en un codo, corrió para ver el coche, semihundido en el agua. Se tranquilizó cuando se dio cuenta de que, si bien no se había provocado el incendio que deseaba, el Ford había quedado con las ruedas hacia arriba. La cabina estaba bajo el agua; el médico moriría ahogado.

Todo salió bien, se dijo. Y se espeluznó de su propia certeza, de la repugnante serenidad de su comentario.

VIII

Eran las cinco y veinte de la mañana y aún no empezaba a amanecer. Habían pasado sólo minutos desde que corriera alejándose del puente, rumbo al sur, a la ciudad. Ya dos automóviles y un camión habían sobrepasado su línea -Ramiro se apartó de la carretera, al escuchar los ronquidos de los motores, escondiéndose entre unos arbustos- lo que indicaba que nadie se detenía en el puentecito roto. Las obras públicas en mal estado no sorprendían a nadie. De modo que pasaría un buen rato hasta que se descubriera el Ford semihundido.

Entonces, cuando calculó que había caminado lo suficiente, se dispuso a hacer dedo, sin dejar de caminar, ahora más calmado, aunque el cansancio empezaba a dificultarle la marcha.

Un minuto después, un enorme "Bedford" con acoplado, con patente de Santa Fe, se detuvo ante sus señas.

– ¿A dónde vas? -le preguntó el conductor desde la cabina; era un moreno que viajaba con el torso desnudo y asomaba un brazo que parecía un guinche portuario y tenía un tatuaje borroso, por la oscuridad, en el bíceps. Ramiro se dijo que ese tipo podía tutear a cualquiera, sin temor.

– Pa'onde le quede 'iéen, chamigo -respondió Ramiro, con acento aparaguayado, pero sin mirarlo a los ojos.

– Voy a Resistencia a descargar y después sigo a Corrientes.

– Tá ién, me bajo ái, n'el centro.

– Bueno, subite.

Ya en la cabina, en tono casual y mirando hacia afuera por la ventanilla, con su evidente tonada paraguaya dijo que se le había descompuesto su coche unos kilómetros antes, en un desvío de la carretera. Iba a agregar que había decidido caminar hasta que alguien lo llevara, que buscaría un mecánico y que luego seguiría a Santa Fe, cuando se dio cuenta de que el camionero era uno de esos tipos capaces de hacer gauchadas, pero hosco y solitario. Sólo movió la cabeza, como indicando que no le interesaban las explicaciones ni los problemas ajenos. El tipo quería pensar en sus cosas, y le importaba un pepino la historia que le pudiera contar. Ramiro se lo agradeció desde lo más profundo de su corazón, y se recostó en el asiento.

Recordó velozmente todo lo que había pasado esa noche y se preguntó si no era sueño, si no era algo que le estaba pasando a otro. Abrió los ojos, sobresaltado, y no: lo que veía era el paisaje chato del norte chaqueño, con sus palmeras dibujadas en la noche en la dirección del río Paraná; con su selva sucia, agrisada, a las veras del camino. Y ese calor inaguantable, persistente, que casi se podía tocar.

Espió al camionero, que manejaba muy concentrado, mordiendo un escarbadientes que parecía deshilachado y mirando fijamente el camino. No, no era un sueño. Volvió a cerrar los ojos y, escuchando el ronroneo del diesel, se relajó unos minutos.

Cuando el camión se detuvo ante el semáforo de las avenidas Ávalos y 25 de Mayo, Ramiro, dijo "gracia, mestrro, aquí me bajo" y abrió la puerta y saltó, tratando de ocultar su cara al camionero, quien por su lado sólo gruñó y dijo algo así como "chau, paragua", mención que a Ramiro le pareció hermosa de escuchar. Ese tipo no sería de cuidado. Venía con suerte.

Pero miró su reloj y se alarmó: eran ya las seis menos diez y empezaba a clarear. Debía caminar unas ocho cuadras hasta su casa; lo peligroso era que su familia lo escuchara entrar.

Cuando llegó, abrió la puerta con mucho sigilo, tras mirar la calle y comprobar que nadie lo miraba por las ventanas, nadie salía de sus casas. Se quitó los zapatos en el zaguán y se erizó cuando sintió el tún-tún de su corazón. Cruzó el living en completo silencio y entró a su dormitorio, cerrando la puerta tras de sí. Le pareció escuchar que, en el otro cuarto, Cristina hacía sus ejercicios matutinos. Luego iría a la cocina a calentarse el café. Su madre estaba en el baño. Por segundos, todo había salido bien.

Se desvistió, vigilante y con mucho cuidado, y se durmió preguntándose si en París hubiese pensado que él, Ramiro Bernárdez, alguna vez iba a ser capaz de tanta sangre fría. Habría jurado que no. Pero ahora, después de semejante noche, sabía que cualquier cosa era posible.

IX

Cuando abrió los ojos, observó que el sol se filtraba por entre las rendijas de las persianas de metal. El ventilador de pie producía un sonido monótono y ensoñador, sobre todo cuando se iba totalmente hacia la izquierda y el buje debía girar una vuelta completa sobre sí mismo para iniciar el camino hacia la derecha. Le llamó la atención ese ventilador. Seguramente, su madre lo había encendido. Se asombró de no haberse despertado, pero claro, se dijo, la vieja tiene pies de lana. Sólo una madre puede entrar así a la habitación de un asesino, sin que éste reaccione.

Asesino, repitió, moviendo los labios, pero sin pronunciar la palabra. Sintió un súbito dolor de cabeza y se relajó; acababa de darse cuenta de que estaba completamente tenso.