– ¿Cómo estás?
– Bien -ella hablaba sin quitarle la vista de los ojos. Estaba hermosa.
– No sé qué decirte, Araceli… -y de veras no sabía; ella lo escuchaba, en silencio, magnetizada ante su presencia y sus palabras-. Anoche me volví loco. Quisiera que me disculpes si estuve brutal, ¿sabés? Es tonto que te lo diga, chiquita, pero… no quise hacerte daño.
Ella lo miraba. Ramiro era incapaz de definir qué había en esa mirada.
– ¿Cómo viniste?
– Me trajo mamá.
– ¿Y dónde está ella?
– Buscando a papá; anoche desapareció.
– ¿Y sabe dónde buscarlo?
– Se habrá emborrachado, como siempre; debe estar en lo de algún amigo.
– Ahá -Ramiro se tranquilizó un poco; todavía no había aparecido el cadáver-. Decime… ¿hablaste con tu mamá de lo de anoche?
Ella se sonrió. Lo miró fijo, y a Ramiro le parecieron unos ojos bellísimos: enormes, muy negros, con el brillo recobrado. La piel aceitunada, y aún ese moretón en el pómulo, le daban a ese rostro delgado un aire de madonna renacentista.
– ¿Le dijiste?
– ¿Cómo creés eso? -le dijo apenas moviendo los labios, carnosos, húmedos, sin dejar de mirarlo.
Se quedaron en silencio. Era una situación embarazosa, y Ramiro le exigía a su cerebro una velocidad que no tenía.
– Dame un beso -pidió ella, con la voz aniñada.
Él abrió los ojos todo lo grandes que pudo. Su cerebro era el de un mosquito. Ella cerró los ojos y acercó su cara, con la boca entreabierta, para recibir el beso, y Ramiro se dijo que no era posible que fuese tan inocente y tan hermosa. Pero a la vez, alejando apenas su torso, sintió que había algo provocativo, pecaminoso, abominable, que le produjo miedo. En ese momento sonó el teléfono, y Ramiro dio un brinco.
Su madre atendió antes que él.
– Es para vos, Ramiro. Juan Gomulka.
Ramiro agarró el tubo. Se mordió el labio inferior, pensativo, antes de responder:
– Hola, Polaco…
– Hermano, esta tarde voy a necesitar el coche. ¿A qué hora lo paso a buscar?
– Eh, sí, Polaco, estéee…
– ¿Qué te pasa, che?
– No, es que recién me levanto, ¿sabés? Pero… No, lo que sucede es que no lo tengo, se lo llevó… -no quería decir el nombre.
– ¿A quién se lo diste, che? -alarmado, Gomulka. -Al doctor Tennembaum -no tenía opción-; a don Braulio.
– ¡Puta madre, che, te lo presté a vos! ¡Y ahora decime que encima estaba borracho!
– Sí, hermano, como un beduino. Disculpame.
– Pero ese tipo vive en pedo, che. ¿Cómo mierda me hacés esto? ¡Vos sabés que yo soy maniático de mi Ford!
– Disculpame, Polaco. Voy a ver si lo busco y te lo traigo ahora mismo. ¿A qué hora lo querés?
– A las seis. Voy a ir a tu casa -y colgó, furioso. Ramiro se dirigió a la cocina, y le pidió a su madre que les llevara café.
– ¿Y vos, de qué tenés que hablar con esa chiquilina?
– Es que quiere estudiar abogacía. Y anoche me pidió que le contara de París…
Abrió la heladera, como buscando algo. El asunto era no tener que mirar a su madre a los ojos. Pero sabía que ella esperaba una respuesta más convincente.
– Pobre -agregó Ramiro-, estas pibas provincianas creen que París queda aquí a la vuelta, y que cualquiera va. Y salió de la cocina, sintiéndose un miserable por lo que acababa de decir.
Regresó a la sala y se sentó en otro sillón, enfrente de la muchacha. Ella no dejaba de mirarlo. Parecía un animalito, un gato, eso, tenía la curiosidad de un gato. Y el mismo sigilo.
– ¿Para qué viniste?
– Tenía que verte -en voz baja, tímida, endemoniadamente seductora.
– Yo no quise hacerte daño -y se sintió idiota, ¿cómo le decía eso? Era como preguntarle por qué no se había muerto. Cómo carajo hizo para no morirse. O por qué no le avisó que no estaba muerta. Todo hubiera sido distinto. Sintió rabia. Pero ella dijo, siempre mirándolo:
– No me hiciste daño. Me gustó. Y quiero hacerlo de nuevo; quiero que vengas esta noche -y entonces bajó los ojos, como mirándose la vagina. Ramiro también miró.
XI
La madre trajo los cafés y comentó que hacía demasiado calor, peor que anoche, Dios mío no se puede estar, y luego preguntó por los padres de Araceli y dijo algo sobre la entrañable amistad del finado con el doctor. Eran otros tiempos, claro, y después preguntó a Ramiro qué quería que le preparara para comer al mediodía, así iba a hacer las compras.
Él respondió que no sabía si comería en casa, que no se preocupara, y ella comentó, para Araceli, pero más para sí misma, que Ramiro la tenía abandonada, que después de tantos años de faltar no paraba ni un minuto en casa, claro que ella comprendía, imaginate querida, porque para eso son las madres, para comprender a los hijos, y fíjate que todas las noches está llegando tardísimo y duerme muy poco, te vas a consumir, mi querido, y sirvió los cafés.
– Mamá, y anoche, ¿me escuchaste llegar? -preguntó él, con tono casual.
– Ay, sí, eran como las cuatro. ¿No te digo, querida?
Ramiro sintió alivio; sólo lo había oído cuando entró a buscar sus cosas. Ella ofreció unas galletitas, que rechazaron, y salió del living diciendo que se iba al mercado y vuelvo en un rato y si viene Cristina que empiece a pelar las papas para hacerlas al horno y contale de París, nene, qué maravilla la Torre Eiffel.
Bebieron en silencio y la escucharon salir. Entonces, Araceli se recostó contra el respaldo del sillón y descruzó las piernas. Ramiro la miró, excitado, porque la respiración de ella parecía levemente agitada y alzaba sus pechitos; Araceli empezó a jugar con el botón de su camisa que estaba exactamente sobre el seno.
Se miraron. Los dos respiraban, sibilantes, nerviosos, con las bocas abiertas.
– Hacémelo -dijo ella, con voz de niña-. Ahora.
XII
Al mediodía, Carmen Tennembaum pasó a buscar a su hija. Vestía un traje sastre de lino azul y una blusa blanca con volados. Tenía la cara demacrada y parecía olvidada del calor; las ojeras y el rimmel corrido no los producía la temperatura sino el llanto. Esa mujer había llorado mucho.
– No lo encontramos, María -dijo a la madre de Ramiro, pasándose un pañuelito por la nariz-, no sé qué pensar, estoy desesperada.
– Vamos, Carmen, andará por ahí. No es la primera vez -la calmó María, sin convicción.
– ¿No fue a la policía, señora? -terció Ramiro.
– Todavía no. Tengo miedo de ir.
Araceli se apartó del grupo y se acercó al 504 de los Tennembaum.
– ¿Qué hicieron anoche, Ramiro? -sonándose los mocos.
– En realidad, nada. Don Braulio me invitó a tomar algo, pero yo no acepté. El coche ya se había compuesto, posiblemente sólo se había ahogado, y me pidió que lo trajera a Resistencia. Se subió y… la verdad, no pude impedirlo.
– Siempre es así. Cuando se le pone una cosa en la cabeza…
– Y entonces vinimos y me dejó en casa. Me pidió el coche y, otra vez, no pude negarme. Incluso, ahora estoy preocupado porque ese auto no es mío, usted sabe, y no sé qué le voy a decir a Juan Gomulka.
– ¿Y a qué hora salieron?
– No sé, habrán sido como las tres de la mañana. Yo no podía dormir por el calor -titubeó, forzándose a no mirar a Araceli, que estaba recostada contra la puerta del 504 y los miraba- y decidí levantarme y salir. Me lo encontré afuera, muy…
– Borracho.
– Sí.
– Qué calvario, Dios mío… -pareció que iba a llorar de nuevo, pero se recompuso rápidamente-. Bueno, nos vamos. Voy a seguir buscándolo; todavía me falta pasar por lo de Romero y lo de Freschini.
Y se dirigió al Peugeot, y ella y Araceli subieron. Cuando se marcharon, la muchacha lo miró con su mirada lánguida y lo saludó con la mano. Ramiro se dijo que no entendía nada.
Después se recostó sobre su cama, para meditar. Estaba nervioso, tenía mucho miedo. De hecho, no era posible mantener por demasiado tiempo la incertidumbre; también los temores de los demás eran una forma de presión sobre él. Y a las seis iría a su casa el Polaco Gomulka y qué le iba a decir. Gomulka era un maniático de su Ford del 47, y encima, se dijo Ramiro, un maniático pobre, no un coleccionista rico. Éste es de los peores. Seguro, Gomulka movilizaría a la policía en procura de su coche; perder su amistad, ciertamente, era lo de menos.
Pero eso no era todo, pensó, fumando en la semipenumbra de la habitación, donde el calor apenas parecía atenuarse. Quizá él debía ir al puente y ver exactamente cómo había quedado el coche. ¿Por qué no lo habían descubierto? Una súbita creciente del río era absolutamente improbable; el Negro es un río prácticamente muerto. Y él había visto, aunque estaba muy oscuro, que las ruedas giraban en falso sobre la superficie del agua. ¿Suelo pantanoso y que se hubiera hundido lentamente, después? Lo creía difícil, pero no era imposible. Quizá debía ir, pero le horrorizaba la idea. Además, por supuesto, necesitaba una muy buena, excelente excusa para pasar a esa hora de la siesta -puesto que iría después de comer- por aquel lugar, en las afueras de la ciudad. No tenía ninguna excusa, ni buena ni mala. Y no tenía coche; por lo tanto debía pedir prestado otro, o ir en un taxi, lo que era ridículo.