Pero, ¿y si la policía ya había descubierto el Ford y el cadáver y lo estaban esperando? No, ¿por qué lo iban a esperar a él? Bueno, ¿y por qué no? A esa hora ya era posible que hubiesen ido a Fontana, y Carmen les habría informado que él, Ramiro, había sido la última persona que estuvo con Tennembaum.
Y además de todo eso, Araceli. Qué chica, mi Dios. Pero era peligrosa como mono con gillette. Y no lograba entenderla. Nunca entendería a las mujeres. Siempre se había dicho que eso era lo bueno, su imprevisibilidad, pero ahora eso mismo lo desesperaba; comprendía que ése había sido un criterio machista. Lo que verdaderamente no entendía era la condición humana. ¿Y qué era eso?, se preguntó. ¿Cómo podía ser tan petulante como para abarcar toda la dimensión de horror que cabía en un ser humano? Porque, pensaba, mirando el patio, a través de la ventana del comedor, ¿acaso la condición humana no era una demostración de lo infinito? ¿De qué no era capaz el hombre? ¿Es que alguien podía creer que existían los límites? Su propio caso era un buen ejemplo.
Sintió asco de sí mismo, un agudo remordimiento que a la vez se le mezclaba con una espantosa vanidad creciente. Sí, qué coño, él burlaría a todos y saldría de ésta. Aunque fuera porque no le quedaba otro camino. Ya no reconocía límites; era capaz de cualquier acción. Y aunque algo imprecisable le reprochaba esas ideas, por ominosas, no podía dejar de sentirse orgulloso.
Sí, la condición humana también era esa maravillosa capacidad de afrontar cualquier situación. De modificarlo todo. Ah, pero vanidad y horror son mala mezcla cuando andan juntas, se dijo. Ah, si no fuera por esa maldita ansiedad que sentía…
Casi no pudo comer, y se mantuvo en silencio. Cristina, su hermana, habló durante el almuerzo de su aversión por los alcohólicos, luego de que su madre comentó la desgracia de Carmen de tener un marido borracho. Ramiro pensó maldita puritana, no sabe nada de nada pero ella opina, siempre son los ignorantes los que opinan.
– Estás raro -dijo su madre un par de veces, mientras comían.
Él asintió y dijo cualquier cosa, para salir del paso.
– ¿Te sigue doliendo la cabeza?
– ¿Cuándo me dolió la cabeza?
– Esta mañana, cuando te levantaste. Dijiste que te sentías mal.
– No me hagas caso. Tuve un mal sueño -repensó sus palabras y agregó, irónico-: Fue una pesadilla, pero ya va a pasar.
Las dos mujeres levantaron los platos sucios, mientras él pelaba una naranja que no comió. En la cocina, Cristina hizo un comentario sobre lo linda que estaba Araceli; dijo que se preguntaba si ya tendría novio, porque vos sabés, mami, las chicas de ahora empiezan temprano.
"Ella opina; la estúpida tiene veintidós años pero opina" pensó Ramiro. Se preguntó si sentía celos.
Sonrió a nadie y se dijo que la condición humana era la imbecilidad de la gente.
Después le sirvieron un café. Lo estaba tomando, cuando sonó el timbre de la puerta de calle.
Cristina fue a atender. Volvió con una mueca de preocupación y los ojos entrecerrados.
– Ahí afuera hay un patrullero. Un policía pregunta por vos, Ramiro…
TERCERA PARTE
No somos de la clase de gente que traga camellos
sólo para hacer esfuerzos en los retretes.
NATHANAEL WEST
Miss Lonelyheart
XIII
El Falcon entró a la jefatura de Policía y se estacionó en el pequeño patio interior. Había otro patrullero estacionado, una camioneta con rejillas en la puerta trasera y otros dos Falcon, verdeclaros, sin patentes y con antenitas de radiocomandos. Ramiro reconoció esos temibles coches de los agentes parapoliciales.
Lo hicieron pasar a una pequeña oficina que estaba al final de un pasillo. Sólo tenía una puerta, que daba a la galería que enmarcaba el patio del edificio, que Ramiro recordó que había sido, muchos años atrás, la casa de gobierno del entonces Territorio Nacional del Chaco. Era un ambiente muy pequeño; todo el mobiliario eran dos sillas, un escritorio con una máquina de escribir viejísima, una "Underwood" cincuentenaria, y un almanaque de "Casa Amarilla" en la pared. Eso era todo.
El sargento que lo acompañó hasta allí se quedó en la puerta, fumando, y pocos minutos después se retiró, cuando entró a la habitación un sujeto alto, flaco, de pelo corto pero más largo que lo habitual en los policías del régimen militar. Vestía un pantalón azul y camisa celeste de mangas largas arremangadas, y una corbata con el nudo descorrido. El saco del traje lo había dejado en otro lado.
– Mucho gusto, doctor Bernárdez -le dijo, tendiéndole una mano.
Ramiro le dio la suya y asintió con la cabeza. Se había recomendado extrema prudencia y no pensaba hablar sino lo indispensable.
– Mire, voy a ir al grano, doctor: espero que disculpe que lo hayamos molestado, pero hemos encontrado el cadáver de una persona amiga suya, el doctor Braulio Tennembaum… -hizo una pausa, para encender un cigarrillo, y lo observó fijamente por encima del humo.
– ¿El cadáver? -repitió Ramiro, con voz aflautada, sosteniendo la mirada del otro y quedándose con la boca semiabierta.
– Así, es. Parece haber sido un accidente, pero usted comprenderá que tenemos que verificarlo. ¿Fuma?
– Sí, gracias -Ramiro tomó el paquete y extrajo un cigarrillo. Estaba muy nervioso y se permitió estarlo. Fingiría una fuerte impresión: mejor, se dijo, que el otro lo creyera-. ¿Dónde fue? ¿Qué tipo de accidente?
– Encontramos el cuerpo dentro de un Ford de 1947. Aparentemente perdió el control y se cayó a un brazo del río Negro, en la ruta 11. Y tenemos ent…
– Carajo -lo interrumpió Ramiro meneando la cabeza.
– Qué pasa.
– Todo -pasándose la mano por los cabellos, como desesperado-: yo soy amigo de la familia y supongo que ustedes me buscaron por eso. Anoche estuve cenando con ellos. Pero además ese coche me lo habían prestado a
mí. Y que a uno lo busque la policía en estos tiempos… ¿Le parece poco?
– Nos interesaría que nos diera algunas informaciones.
– Sí, claro -Ramiro seguía fingiendo azoramiento. Y acaso pena, pensó, dolor, porque después de todo la situación, la suya, era completamente dolorosa.
– Comprendo su impresión, pero tengo que hacerle unas preguntas.
– Pregunte nomás, señor…
– Almirón. Inspector Almirón.
– ¿Qué quiere saber, inspector?
– Tenemos entendido que usted fue la última persona que estuvo con él.
– Supongo que sí. No sé con quién estuvo después.
– Quisiera que me explique, lo más detalladamente, qué hizo usted anoche.
Ramiro hizo silencio, diciéndose que dudar un poco no le venía mal; tampoco era cuestión de desembuchar enseguida su discurso. Almirón agregó:
– Entienda, doctor, que esto es casi rutinario -subrayó el "casi"
– Sí, sí, estoy recapitulando… Bueno, vea: fui invitado a cenar por los Tennembaum. A eso de la medianoche, me iba a retirar pero el coche, el Ford que usted menciona, que me lo había prestado un amigo, Juan Gomulka, no quiso arrancar. Supongo que se habrá ahogado, no sé. Entonces, me invitaron a dormir en Fontana; el mismo Tennembaum insistió en que podía descomponerse el coche en el camino. Me pareció razonable porque era muy tarde, más de la medianoche. Me quedé, pero no podía dormir. El calor, usted sabe, es infernal también en las noches y yo vengo del invierno europeo… Y no era mi cama, no sé, el caso es que decidí intentar si arrancaba el coche…
– ¿Recuerda a qué hora fue eso?
– Sí… Bueno, no exactamente, pero habrán sido como las dos y media o tres de la mañana.
– Continúe, por favor.
– Afuera, justo cuando conseguí poner en marcha el coche, apareció el doctor Tennembaum. Me dio un buen susto, incluso, porque creí que él dormía. Me invitó a tomar un vino, él estaba… bastante, muy borracho, y no acepté pero él se subió al auto y me pidió que lo llevara a Resistencia. No pude negarme, usted sabe, no quise contrariarlo tanto; la gente, cuando está tomada…
– ¿Qué sucedió luego? -Almirón no le quitaba los ojos de encima.
– Bueno, yo me descompuse. Del estómago, pero no por el alcohol. Y paré el coche para vomitar. Apareció un patrullero y nos identificamos. No sé a qué hora habrá sido eso. Y después, llegamos a mi casa y Tennembaum me pidió el coche prestado. Otra vez no pude negarme, de lo que ahora me arrepiento. Pero no pude. ÉI estaba nervioso, pesado. Y se fue.