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La pregunta era ineludible. Lástima que no tuviera la respuesta.

La información que tan generosamente me había proporcionado Steven Keppler, el abogado de horrible peinado, había sido transmitida a Susan. Esta se la había pasado a los genios informáticos de los ordenadores, quienes se introducirían en la cuenta que Nora tenía en el extranjero y seguirían el rastro de sus depósitos y transferencias. De todos ellos. ¿Quién sabía cuántos podía haber? Pondrían especial atención en todo aquello que estuviera relacionado con un tal Connor Brown, tanto antes como después de su muerte. «Dales veinticuatro horas -había dicho Susan-. Treinta y seis, como máximo.»

Mientras tanto, yo sólo tenía que hacer una cosa: mantenerme alejado de Nora. Y, sin embargo, ahí estaba ella, sentada junto a mí; más hermosa, más seductora y más embriagadora que nunca. ¿Era el último hurra? ¿Era una renuncia? ¿O locura temporal?

¿Había una parte de mí que deseaba que los genios informáticos no encontraran ningún enlace, que no encontraran nada de nada? ¿Que tal vez descubrieran su inocencia? ¿O quería que escapara con un asesinato a sus espaldas?

Me volví hacia ella.

– Lo siento… ¿qué?

Me estaba diciendo algo, pero el rugido del motor del Mercedes, y el aún más fuerte sonido dentro de mi cabeza, no me dejaban oír su voz. Lo intentó de nuevo.

– Te he preguntado si estás contento de haber venido.

– Todavía no lo sé -respondí casi gritando-. Sigo sin saber adónde vamos.

– Ya te he dicho que es una sorpresa.

– No me gustan las sorpresas.

– No -dijo ella-. Lo que no te gusta es no tener el control. Está bien saberlo.

Antes de que pudiera contestar, aceleró y giró bruscamente sin tocar el freno. Los neumáticos rechinaron mientras el coche daba bandazos, a punto de volcar. Nora echó la cabeza hacia atrás y se rió al viento de la noche.

– ¿No te sientes vivo? -chilló.

95

Fue necesario un semáforo en rojo para que al fin desacelerase. Después de conducir más de media hora, llegamos al pueblecito de Putnam Lake. El nuestro era el único vehículo que estaba detenido en el cruce. Faltaba poco para las nueve. Recuerdo cada detalle.

– ¿Estamos a punto de llegar? -pregunté.

– A punto -dijo-. Esto te va a gustar, Craig. Relájate.

Miré a mi derecha mientras ella jugueteaba con la radio; había un hombre mayor en una gasolinera Mobil, que llevaba una gorra de la Universidad de Connecticut y llenaba el depósito de su Jeep Cherokee. Por un instante, nuestros ojos se cruzaron. Se parecía un poco a mi padre. «Las cosas no siempre son lo que parecen.»

El semáforo cambió a verde y Nora volvió a pisar a fondo.

– ¿Tienes prisa?

– Sí. La verdad es que estoy bastante cachonda. Te he echado de menos. ¿Y tú a mí?

Recorrimos varios kilómetros sin decir nada, pues el estruendo de la radio competía con los ocho cilindros. Apenas podía identificar la canción, pero luego la distinguí: Hotel California. Por el modo en que Nora conducía, debería haber sido Life in the Fast Lane [1].

Volvimos a girar. No podía ver ninguna señal y la carretera era oscura y estrecha. Miré al cielo. La luz de la luna creciente se ocultaba ahora entre árboles enormes. Estábamos en el bosque.

– Creo que descartaré Disneylandia -dije.

Ella se rió.

– Ése será nuestro próximo viaje.

– Pero sabes adónde vamos, ¿no?

– ¿Acaso no confías en mí?

– Sólo preguntaba.

– Claro. -Hizo una pausa-. Tenía razón, por cierto.

– ¿Sobre qué?

– Realmente te molesta no tener el control.

Un minuto después se acabó el suelo asfaltado, pero nosotros seguimos adelante. Bajo las ruedas no había más que tierra y grava, y el camino se hizo aún más estrecho. El descapotable dio una horrible sacudida y, mientras se zarandeaba, miré a Nora de reojo.

– Falta poco -dijo con su inmutable sonrisa.

En efecto, al cabo de unos diez metros llegamos a un claro. Intenté distinguir la silueta que tenía ante mí: era una especie de casita y, detrás, había un lago o un estanque. Nora se detuvo cerca de la escalera de entrada, donde aparcó.

– ¿No es increíblemente romántico?

– ¿De quién es esto? -pregunté.

– Mío.

Observé la cabaña. Mis ojos empezaban a adaptarse y, con ayuda de los potentes faros del Mercedes, pude distinguir los largos y gruesos troncos que constituían la estructura. Era rústico pero estaba bien conservado; sin embargo, nunca hubiera dicho que Nora poseía un lugar como aquél.

– ¡Sorpresa! -dijo-. Es una bonita sorpresa, ¿no? ¿No te gusta mi casita del lago?

– Claro. ¿Cómo no iba a gustarme?

Apagó el motor y salimos del coche. Sí, era un hermoso lugar, casi perfecto. Pero ¿para qué?

– No he traído el cepillo de dientes.

– No te preocupes, lo tengo todo controlado. Incluso a ti te tengo controlado, Craig.

Pulsó el mando a distancia y el maletero del coche se abrió al instante. Hasta el más mínimo espacio de carga que ofrecía el descapotable estaba aprovechado: no quedaba ni un centímetro cuadrado libre.

– Has venido preparada -dije, mientras miraba una bolsa y una nevera portátil.

«¿Preparada para qué?»

– Llevo todo lo necesario para una fantástica cena tardía. Además de algunas chucherías… incluido, sí señor, un cepillo de dientes de emergencia para ti. Así que, ¿qué esperas?

«Poder marcharme», quise responder.

Cogí la bolsa y la nevera portátil y ambos subimos unos cuantos viejos peldaños de madera. Una vez dentro, sacudí la cabeza y sonreí. Desde el exterior, la cabaña parecía la casa donde podría haber vivido Abraham Lincoln de niño. Por dentro, parecía sacada de una revista de decoración. Debería haberlo adivinado.

– Este sitio perteneció a un antiguo cliente -dijo Nora mientras desempaquetábamos la comida-. Yo sabía que le había gustado la forma en que lo decoré, pero me sorprendió que me lo dejara a mí. -Se acercó y me rodeó con sus brazos. Como siempre, su olor embriagaba mis sentidos y su tacto era aún mejor-. Pero ya basta de hablar del pasado. Hablemos del futuro; como, por ejemplo, sobre qué deberíamos hacer primero: ¿sexo o cena?

– Mmm… es una decisión difícil -dije muy serio.

Por supuesto, se suponía que no lo era. Ella lo sabía y yo también. Lo que ella ignoraba era que lo decía muy en serio. Tarde o temprano, el sexo tenía que terminar.

«No puedes seguir haciendo esto, O’Hara.»

Era más fácil decirlo que hacerlo. Su cuerpo estaba pegado al mío. Las ideas se agolpaban en mi cabeza y la tentación era difícil de resistir.

– Creerás que estoy loco, pero no he comido nada desde esta mañana -dije.

– De acuerdo, estás loco, pero cenaremos primero. Sólo hay un pequeño problema.

– ¿De qué se trata?

Se volvió y miró la cocina. Funcionaba con leña, pero allí no había ningún tronco.

– Afuera, en la parte de atrás. Está a unos cinco metros de la cabaña. ¿Podrías hacer los honores?

Cogí una linterna de la estantería que había frente a la puerta de entrada y me dirigí adonde se apilaba la leña. La luz de la linterna no bastaba para iluminarme, estaba muy oscuro. No me asusto fácilmente, pero al oír un crujido entre los arbustos no me acordé precisamente de Bambi.«¿Dónde diablos estará la leña? ¿Por qué tengo que estar aquí fuera?»

Por fin la encontré. Apilé en mis brazos algunos troncos, suficientes para pasar la noche, y me dirigí hacia la cabaña. De nuevo tuve miedo. Tal vez era el viejo que había visto en la gasolinera del pueblo. Fuera lo que fuese, no pude evitar volver a pensar en mi padre. «Las cosas no siempre son lo que parecen.»

96

Volví cargado de leña y encendimos los fogones. Luego pregunté a Nora qué más podía hacer para ayudar.

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[1] Viviendo por la vía rápida», canción de los Eagles. (N. de la T.)