Выбрать главу

Y hablando por el móvil.

– Teléfono de emergencias…

Los satélites me habían captado. La ayuda llegaría en cuestión de minutos. Todo lo que tenía que hacer era decirles dónde diablos estaba. Le hablé a la operadora.

– Soy el agente O’Hara del FBI y estoy…

«¡Me están disparando!»

Oí la detonación y vi cómo se astillaba la madera de la puerta del cuarto de baño. Una bala rozó mi oreja e hizo pedazos la baldosa de la pared que había detrás de mí. Ocurrió en un instante, pero me pareció como si sucediera a cámara lenta.

Hasta que llegó el segundo disparo. Estaba viviendo una agonía. Había tenido suerte la primera vez, pero no tuve tanta la segunda: la bala me dio en el hombro y lo atravesó. Mis ojos se posaron en el agujero de mi camisa, mientras la sangre empezaba a brotar.

– Mierda, me ha dado.

El teléfono se me cayó de las manos y me quedé inmóvil durante medio segundo. De haber sido uno entero, estaría muerto. Sin embargo, mi instinto venció y giré hacia mi izquierda, lejos de la puerta y de la línea de fuego.

El tercer disparo de Nora atravesó la puerta y despedazó la baldosa de la pared donde había estado un segundo antes. Me habría alcanzado en el pecho.

– ¿Qué te parece, O’Hara? -gritó-. ¡Esta es mi póliza de seguros!

No contesté: hablar era dar pie a otro disparo. Esperé a que Nora dijera algo más, pero no lo hizo. El único sonido era la vocecilla amortiguada de la operadora de emergencias que llegaba a través de mi teléfono, tirado en el suelo a unos centímetros de mí.

– ¿Señor? ¿Está usted ahí? ¿Qué ocurre?

O algo por el estilo, no podría asegurarlo. Y tampoco me importaba. Lo único que importaba en ese momento no era precisamente el teléfono.

Despacio, doblé la pierna izquierda hacia mí y levanté el dobladillo de los pantalones. No había traído mi cepillo de dientes para pasar la noche, pero sí había cogido otra cosa. Desabroché la funda de mi pistola y saqué la Beretta de nueve milímetros. Si a Nora se le ocurría irrumpir, estaría preparado. Sostuve la pistola con ambas manos y esperé.

«¿Dónde estás, Nora, amor mío?»

99

La cabaña y hasta mi móvil estaban en silencio. En emergencias tenían mi nombre y, aunque no había llegado a decirles dónde estaba, podrían encontrarme vía satélite. Siempre que la operadora hiciera bien su trabajo. Alertaría al supervisor, el supervisor alertaría al departamento, éste captaría las coordenadas emitidas por el GPS de mi móvil y enviarían a la unidad de policía más cercana. Todo muy sencillo. Sólo tenía que asegurarme de seguir respirando cuando llegaran.

Lo que llevaba a la siguiente pregunta: ¿por qué no había devuelto los disparos a Nora?

Conocía la respuesta, pero no sabía qué hacer con ella.

Traté de levantarme del suelo del cuarto de baño sin hacer ruido. El dolor espantoso que sentía en el hombro no me ayudaba. Fui de puntillas hacia la puerta y me desplomé contra la pared. Con una mano sostenía la pistola mientras con la otra buscaba el pestillo en el tirador. Lo giré despacio.

Respiré hondo y pestañeé varias veces. No sabía si Nora aún estaba al otro lado de la puerta, pero tenía que averiguarlo. Mi única ventaja era que se abría hacia fuera.

Tres.

Dos.

Uno.

Con las fuerzas que me quedaban, le di una patada a la puerta y ésta se abrió de golpe.

Salí disparado a ras de suelo. Con el arma desenfundada, movía los brazos a derecha e izquierda atento a cualquier movimiento. Apunté a una lámpara. Luego estuve a punto de disparar contra mi propio reflejo, en el espejo de la entrada.

Ni rastro de Nora.

Caminando pegado a uno de los lados del recibidor, me dirigí a la cocina.

– No eres la única con un arma-grité-. No quiero matarte.

No daba señales de vida.

Llegué a la puerta del salón. Me asomé un segundo para mirar.

Ningún movimiento. Ni rastro de Nora.

La cocina estaba a unos pasos de distancia. Me pareció oír algo. Un crujido, unas pisadas… Estaba ahí, esperándome.

Abrí la boca para decir algo, pero no me salió ni una palabra. Estaba mareado y me apoyé en la pared para intentar sostenerme. Mis rodillas parecían de goma.

Todavía podía escuchar el crujido. ¿Se estaba acercando? Levanté el brazo y apunté con el arma. El cañón temblaba. Más crujidos. Sonaban cada vez más fuertes.

«¡Dios, O’Hara!»

Entonces lo comprendí. El crujido era un chisporroteo, y me di cuenta gracias a un desagradable olor. Algo se estaba quemando.

Avancé hasta el marco de la puerta de la cocina. Eché un vistazo rápido. Vi una cacerola en el fuego y el humo que salía de ella. El arroz derramado se chamuscaba en los fogones y se consumía.

Tomé aire y di un salto: acababa de oír una puerta que se cerraba, afuera. ¿Intentaba Nora escaparse?

Salí de la cabaña a trompicones cuando el motor del Mercedes comenzaba a rugir. Di un paso en falso al pisar la escalera de madera y me caí hacia delante, aterrizando sobre un costado. El golpe me impidió respirar y sentí un dolor increíble.

Nora puso el vehículo en marcha mientras yo intentaba levantarme. Por un instante, miró por encima de su hombro y nuestros ojos se encontraron.

– ¡Nora, detente!

– Sí, claro, O’Hara. ¿En nombre del amor?

Levanté el brazo, pero temblaba demasiado. Apunté a la parte de atrás del descapotable, en la medida en que la luz de la luna me lo permitía.

– ¡Nora! -volví a gritar.

Estaba a la entrada del claro, a punto de desaparecer por el camino de tierra. Finalmente apreté el gatillo; lo apreté otra vez y luego otra vez más, la de la buena suerte.

Entonces todo se volvió oscuro.

100

El arroz que se quemaba en la cocina no era nada comparado con las sales de olor.

Cuando sacudí la cabeza y abrí los ojos, me encontré en el suelo mirando a dos policías. El mayor me estaba aplicando un torniquete improvisado en el hombro, mientras que el más joven -de unos veintidós años- me contemplaba incrédulo. No hacía falta saber leer la mente para adivinar lo que estaba pensando.

«¿Qué demonios te ha pasado, amigo?»

También yo tenía una pregunta, y era más importante.

– ¿La habéis cogido? -pregunté arrastrando las palabras.

– No -respondió el de más edad-. Aunque tampoco estamos seguros de a quién buscábamos exactamente. Lo único que tenemos es un nombre, no sabemos nada de nada sobre su aspecto ni el vehículo que conduce.

Poco a poco, les di los detalles: una descripción completa de Nora y del Mercedes descapotable y su dirección en Briarcliff Manor. O al menos la de Connor Brown. De cualquier modo, era improbable que volviera allí. No se atrevería a hacerlo, ¿verdad?

El policía joven cogió la radio y transmitió la información. También preguntó qué pasaba con la ambulancia; mi ambulancia.

– Ya debería estar aquí -dijo.

– Nunca he sido una prioridad -bromeé.

Mientras tanto, su compañero terminó con el torniquete.

– Ya está, esto aguantará hasta que lleguen los de la ambulancia.

Le di las gracias; se las di a los dos. De repente, se me ocurrió que parecían padre e hijo. Se lo pregunté y, en efecto, lo eran: los agentes Will y Mitch Cravens, respectivamente. Si existía un ejemplo mejor de lo idílica que puede ser la vida en un pueblecito, nunca lo había visto hasta entonces.

Empecé a incorporarme.

– Hey, hey, hey… -exclamaron al unísono.

Lo único que tenía que hacer era quedarme tumbado y descansar, me dijeron.

– Necesito mi teléfono.

– ¿Dónde está? -preguntó Mitch Cravens-. Iré a buscarlo.