– En algún lugar del cuarto de baño de la entrada. También tendrás que cerrar los fogones de la cocina -dije.
Mitch hizo un gesto a su padre con la cabeza.
– Enseguida vuelvo.
Cuando se dirigía hacia el interior de la vivienda, recordé que Nora me había dicho que la cabaña era suya y que se la había dejado un antiguo cliente.
– Oiga, Will, hasta es posible que conozca a Nora -dije-. La cabaña es suya, se la regaló un cliente al fallecer.
– ¿Es eso lo que le dijo? -Por el modo en que me había hecho la pregunta, supe lo que vendría luego-. ¿Mencionó el nombre de su supuesto cliente? -volvió a preguntar.
– No. Pero tenía las llaves.
Will sacudió la cabeza.
– Este sitio pertenece a un tipo llamado Dave Hale. Haya sido o no cliente de esa mujer, le aseguro que está vivito y coleando.
– ¿Es rico, por casualidad?
Se encogió de hombros.
– Supongo. Sólo le he visto un par de veces. Vive en Manhattan. ¿Por qué? ¿Cree que está en peligro?
– Ayer, puede que lo estuviera -dije-. Pero creo que hoy puede considerarse a salvo.
Mitch regresó del interior de la cabaña con mi teléfono en la mano.
– Lo encontré.
Lo cogí y lo abrí de una sacudida. Estaba a punto de llamar a Susan cuando sonó. Se me había adelantado.
– ¿Sí?
– Has jodido a la chica equivocada -afirmó la voz-. Has metido la pata hasta el fondo, O’Hara.
Me equivocaba: no era Susan.
No parecía histérica; al contrario, estaba muy tranquila. Demasiado tranquila. Y, por primera vez, tuve miedo de Nora Sinclair.
– Ahora seguiré haciéndote daño, pero en tu casa, O’Hara… en tu verdadera casa -dijo-. ¿Sabes pronunciar «Riverside»?
Clic.
El teléfono se me cayó de las manos. Cuando me puse en pie con las piernas temblorosas, los dos policías acudieron en mi ayuda.
– ¿Qué pasa? -preguntó Mitch.
– Mi familia -dije-. Va a por mi familia.
101
Lo entendieron de inmediato. Cualquier policía lo habría hecho, pero los agentes Will y Mitch Cravens, padre e hijo, lo entendían un poco mejor. Ya no podíamos quedarnos a esperar la ambulancia. Prefería desangrarme hasta morir que pasar un minuto más en medio del bosque.
Me senté en el asiento de atrás de su coche patrulla. Con los reflejos propios de un hombre joven, Mitch condujo con las sirenas resonando y Will llamó por radio para que la policía de Riverside se presentara en la casa cuanto antes. Al mismo tiempo, llamé desde mi móvil.
– Vamos, vamos, vamos -murmuré mientras escuchaba los tonos de llamada.
Sonaba, sonaba y sonaba.
– ¡Mierda! ¡Nadie contesta!
Al final saltó el contestador y dejé un mensaje desesperado a mi ex mujer, avisándole de que se marchasen a la casa de los vecinos y esperasen allí a la policía.
Los pensamientos más lúgubres y espantosos cruzaban mi mente a toda velocidad. Tal vez Nora ya estuviera allí. ¿Cómo conocía la existencia de esa casa?
Will dejó la radio y se volvió hacia mí.
– La policía de Riverside llegará a su casa en unos minutos. -Señaló mi teléfono con un gesto-. ¿No ha habido suerte con la llamada?
– No -dije.
– ¿No tienen un teléfono móvil?
– Sí, ahora iba a intentarlo.
Pulsé el botón de marcado rápido, pero saltó de inmediato el buzón de voz. Dejé el mismo mensaje, con la misma introducción funesta. Parecía una película. «Soy John. ¡Si tú y los chicos estáis en la casa, salid ahora mismo! Si vais de camino allí, deteneos.»
Eché la cabeza hacia atrás y solté un grito de frustración. El torniquete parecía retener mi adrenalina. Volvía a sentirme mareado. Intenté tranquilizarme y no pensar en lo peor, pero era imposible.
– ¡Más deprisa, chicos!
Ya íbamos a más de cien. Habíamos cruzado el límite de Connecticut e íbamos directos a Riverside por el sur. Estaba totalmente desesperado cuando se me ocurrió una idea: llamar a Nora.
Tal vez fuera eso lo que ella esperaba. Tal vez (ojalá) su amenaza no fuera más que eso, una amenaza, y su única intención fuera aterrorizarme para que continuara el juego. La llamaría y se reiría con maldad. Riverside no era más que un cebo. Estaba a kilómetros de distancia en la otra dirección.
«Ojalá.»
Marqué el número. Lo dejé sonar diez veces. Ni Nora, ni el buzón de voz.
De repente, la radio irrumpió con sus interferencias. Estábamos entrando en el área de un agente de Riverside que se encontraba en el exterior de la casa. Las puertas estaban cerradas y había algunas luces encendidas; por lo que él podía ver, allí no había nadie.
Miré mi reloj. Eran las nueve y diez. Tenían que estar: los chicos se iban a dormir a las nueve. Will pulsó el transmisor para poder hablar.
– ¿No hay señales de que hayan forzado la entrada?
– Negativo -oímos.
– ¿Habéis mirado en las casas vecinas? -preguntó Mitch mientras aminoraba para tomar una curva cerrada.
Los cuatro neumáticos chirriaron al mismo tiempo.
– Seguramente se habrá ido con los Picotte, en la acera de enfrente -añadí-. Mike y Margi Picotte. Son amigos nuestros.
– Ahora vamos -dijo el policía-. ¿Estáis muy lejos, chicos?
– A diez minutos -dijo Will.
– Agente O’Hara, ¿está usted ahí? -preguntó el hombre.
– Sí, aquí estoy -respondí.
– Me gustaría echar abajo una de las puertas de la casa. ¿Le parece bien? Sólo para asegurarnos de que no haya nadie dentro.
– Por supuesto -dije-. Utilice un hacha si es necesario.
– Entendido.
Su voz se cortó con más ruido de interferencias. Fuera del coche patrulla, las sirenas aullaban al viento de la noche. En el interior, el silencio. Dos policías de un pequeño pueblo, Will y Mitch Cravens, y yo.
Miré a Mitch a los ojos a través del espejo retrovisor.
– Lo sé, lo sé -dijo-. Más rápido.
102
Mitch aceleró y recorrió en cinco minutos lo que habría llevado diez. Al llegar frente a mi casa, dio un frenazo y el automóvil derrapó a lo largo de quince metros. La calle estaba iluminada por las luces de los coches patrulla, destellos azules y rojos revoloteando por todas partes y desvaneciéndose en la oscuridad de la noche. Los vecinos se amontonaban para mirar desde sus parcelas de césped, preguntándose qué ocurría en casa de los O’Hara.
Por el momento, poca cosa.
Me precipité a través de la puerta abierta y encontré a cuatro policías hablando en el recibidor. Acababan de registrar todas las habitaciones.
– Nada -me dijo uno de ellos.
Fui a la cocina. Había algunos platos en el fregadero y un rollo de film transparente sobre la encimera. «Habían terminado de cenar.» Comprobé el teléfono que había junto al frigorífico. La luz de los mensajes parpadeaba, pero sólo había uno: el mío.
Todos los policías, incluidos Will y Mitch, se habían reunido en la habitación contigua. Fui con ellos.
– Necesitamos un plan -dije-. Yo no tengo ninguno. Ahora mismo no estoy en mi mejor momento.
Un agente bajito y con el pelo oscuro llamado Nicolo tomó las riendas. Era muy eficiente y dijo que ya habían emitido un comunicado público sobre el Mercedes rojo de Nora en un área que cubría tres estados. Los de seguridad del aeropuerto también habían sido informados. Me estaba diciendo que quería utilizar la casa como centro de operaciones cuando me di cuenta de una cosa: el Mercedes rojo, un coche, el garaje… No había mirado si todavía estaba el monovolumen.
Apenas había dado dos pasos cuando oí a mis espaldas un gran suspiro de alivio colectivo. Me volví para saber qué habían visto.
De pie, en la entrada de la cocina, estaban Max y John júnior, seguidos de su madre. Cada uno de ellos llevaba un helado en la mano. Habían ido al centro a comprarlos. Se quedaron con la boca abierta al ver el despliegue policial. Pero al verme a mí, maltrecho, la abrieron el doble, si es que eso era posible.