Corrí a abrazarlos. En aquel momento estaba tan abstraído que ni siquiera oí el teléfono. Mitch Cravens sí lo oyó. Fue hacia él y, cuando estaba a punto de contestar, su padre le detuvo. Will Cravens se llevó el dedo índice a la boca para indicarle que guardase silencio. Luego apretó el botón de manos libres.
– Vaya, tengo una buena audiencia -dijo la voz de Nora.
Todos los que estaban en la habitación volvieron la cabeza. Efectivamente, Nora tenía una audiencia entregada que la escuchaba con absoluta e inquebrantable atención, especialmente yo. Pero no era conmigo con quien quería hablar en esta ocasión.
– Sé que está ahí, señora O’Hara -dijo con el mismo tono calmado-. Sólo quería que supiera una cosa. Me he estado follando a su marido. Que tenga una feliz noche.
Nora colgó.
La habitación se sumió en un silencio mortal mientras yo miraba a mi mujer a los ojos. En realidad, mi ex mujer desde hacía dos años. Ella sacudió la cabeza.
– ¿Y aún te preguntas por qué nos divorciamos, cabrón?
QUINTA PARTE. La huida
103
Eso fue todo. Así de sencillo. El final.
– Hey, Fitzgerald, no te había reconocido sin tu inseparable mochila -dijo el Turista.
– Muy gracioso, O’Hara. Aún no te he dado las gracias por salvarme el pellejo en Grand Central. Te lo agradezco mucho. Creo que me las podría haber arreglado sola, pero tal vez no.
El Turista se había reunido con la chica de la mochila en un restaurante del aeropuerto de LaGuardia. El chantajista, el vendedor, llegaría en cualquier momento. Si todo salía bien.
– Esto es una locura, ¿eh? ¿Crees que aparecerá? Me refiero al vendedor -preguntó ella.
O’Hara bebió un sorbo de su Coca-Cola extragrande del McDonald's.
– Sí, si quiere su dinero, y me apuesto lo que sea a que lo quiere. Tiene dos millones de razones para dejarse ver.
Fitzgerald frunció el ceño y sacudió la cabeza.
– Supongamos que el vendedor aparece. ¿Cómo sabemos que dejará todo lo que tiene? ¿Que nos dará todas las copias y no intentará engañarnos?
– ¿Quieres decir como lo que hicimos nosotros a la salida de Grand Central? O más bien debería decir a su emisario.
– Oye, O’Hara, él es el malo, ¿recuerdas?
– Creo que lo apunté en algún sitio. Él es el malo, él es el malo… -O’Hara empezó a hablar por el auricular-. Está entrando. Sabemos quién es. Esta vez ha venido en persona.
Fitzgerald todavía no le veía.
– ¿Y por qué ha venido? ¿No ha pensado que podría ser una trampa?
Un hombre de treinta y pocos años con traje azul, gafas de sol de aviador y maletín se sentó a su mesa. Fue directo al grano.
– Así pues, ¿tenéis mi dinero esta vez?
O’Hara negó con la cabeza.
– No. Nada de dinero. Hemos infestado el restaurante. Te estamos haciendo fotos para el USA Today y la revista Time. «Las noticias de la cárcel.»
– Estás cometiendo un grave error, amigo mío. Estás bien jodido -dijo el tipo del traje mientras hacía ademán de levantarse.
O’Hara le obligó a sentarse otra vez.
– Obviamente, nosotros no pensamos lo mismo. Y, ahora, escúchame, porque te diré cuál es el trato. No recibirás ningún dinero por el archivo que robaste e intentaste vendernos otra vez. Pero puedes salir de ésta. Por supuesto, dejarás el maletín y las copias que hayas hecho. Sabemos quién eres, agente Viseltear. Si vuelves a complicarnos la vida, o si algo de todo esto sale algún día a la luz, acabaremos contigo. Para siempre. Este es el trato. No está mal, ¿eh? -O’Hara miró largo y tendido al tipo del traje, Viseltear, que era analista de la base militar de Quántico, además de ladrón-. ¿Me sigues? ¿Lo has entendido?
Viseltear asintió lentamente.
– No deseáis que comparezca en un tribunal -dijo-. No podéis permitir que esto acabe en un juicio.
O’Hara se encogió de hombros.
– Si vuelves a complicarnos la vida, acabaremos contigo. Es lo único que necesito que entiendas. -Le dio un puñetazo a Viseltear en plena mandíbula. Casi le tiró al suelo-. Igual que tú intentaste acabar conmigo con tu repartidor de pizzas en Pleasantville. Y ahora lárgate de aquí. Y deja el maletín.
Sin dejar de frotarse la barbilla, Viseltear se levantó de la mesa y se alejó tambaleándose; todo había terminado.
Aunque no del todo, se corrigió O’Hara, puesto que sabía demasiado sobre lo que había ocurrido, ¿no era así? Había husmeado en el maletín, mirado el contenido de la memoria Flash y leído el artículo de la sección de moda del Times. Había sumado dos más dos hasta llegar casi al billón y medio.
Pero quizá, y sólo quizá, pudiera sacar algún partido de aquello. O quizá no.
«Las cosas no siempre son lo que parecen.»
104
– Hola, O’Hara.
– Susan, me alegro de verte.
– ¿A pesar de las circunstancias?
– Siempre, sean cuales sean.
Nos dirigíamos hacia el despacho de Frank Walsh, en la duodécima planta del edificio del FBI del centro de Manhattan. Susan y yo trabajábamos bajo la supervisión de Walsh, aunque solíamos hacerlo en secciones separadas; Frank Walsh controlaba varios departamentos de la oficina de Nueva York.
– Hola, Susan. Hola, John -dijo, y nos mostró la dentadura cuando llegamos a su despacho.
Walsh siempre sonríe, habla mucho y estrecha la mano de la gente, pero eso no significa que sea tonto. Después de todo, es mi jefe y el de Susan.
Trasladamos la reunión a la sala de juntas.
– Me encantaría charlar un rato con vosotros, artistas del enredo, pero hoy ando mal de tiempo. Tal vez podamos cenar una noche en el Neary's. Susan, tú no puedes entrar, lo siento.
– Claro -dijo Susan.
Ella no piensa que Walsh sea tan listo como yo creo, pero le tolera.
– Bueno, vayamos al grano -dijo Walsh mientras él y yo entrábamos en la sala contigua-. La vista empezará de un momento a otro.
En la habitación se respiraba cierto aire incómodo, tenso y acusador. El tipo de ambiente que de entrada anunciaba alto y claro, sin necesidad de que se pronunciara una sola palabra: «La has jodido, O’Hara».
Me senté en la solitaria silla que había frente a la comisión disciplinaria. Desde la noche de la desaparición de Nora, había pasado del hospital al banquillo de los acusados, con un intervalo de una semana para recuperarme de mi herida en el hombro. Por no mencionar el trabajillo que había terminado en el aeropuerto de LaGuardia. Empezaba a suponer que la comisión había esperado a que me recuperara antes de darme la patada en el culo.
Frank Walsh decidió empezar por un breve repaso de mi curriculum. La comisión escuchaba atentamente mientras, delante de Frank, un magnetófono grababa cada palabra.
– Agente John Michael O’Hara: anteriormente capitán del ejército de Estados Unidos, antiguo miembro del Departamento de Policía de Nueva York, donde recibió dos condecoraciones; en la actualidad, agente especial de la brigada antiterrorista del FBI, concretamente de la sección de operaciones financieras terroristas, asignado para llevar a cabo numerosas misiones secretas.
– ¿Frank? -dijo una voz. Era un hombre mayor que estaba sentado en el extremo derecho de la mesa. Además de su participación en el comité disciplinario, su trabajo cotidiano se desarrollaba en la unidad de asesinos en serie. Se llamaba Edward Vointman-. ¿Podrías hacer el favor de explicar ante todo la implicación del agente O’Hara en la investigación del caso Sinclair?
Sonreí entre dientes. La Interpelación de Vointman era la forma políticamente correcta de preguntar lo que en realidad quería saber: «¿Por qué diablos no se me informó de ello?»