Walsh frunció el ceño. En casi todas las compañías, y especialmente en una agencia gubernamental, la mano derecha nunca sabe lo que hace la izquierda. Sin embargo, dada la situación, la falta de comunicación era sospechosa: la mano derecha ignoraba lo que estaba haciendo uno de sus propios dedos.
Walsh extendió el brazo y detuvo la grabadora. Junto con la cinta, se interrumpió su rigidez.
– Esta es la historia, Ed -comenzó-. El cuerpo especial contra el terrorismo de Nueva York ha estado trabajando con el equipo financiero de la división antiterrorista regular y con las fuerzas nacionales de seguridad para controlar el dinero con el que se trafica dentro y fuera del país. -Vointman abrió la boca como si fuese a decir algo, lo más probable: «¿Qué significa controlar?», pero Walsh le interrumpió-. No puedo decirte nada más al respecto, Ed, así que no te molestes. -Se aclaró la garganta-. En cualquier caso, se nos encendió la luz de alarma al enterarnos de la cuantiosa transferencia que se hizo desde la cuenta de un tal Connor Brown, en Westchester, hace un tiempo.
»A raíz de las sucesivas investigaciones, descubrimos una curiosa coincidencia: la prometida de aquel tipo, Nora Sinclair, había estado casada con un médico de Nueva York que murió de la misma forma que Brown y, además, era cardiólogo. Las buenas noticias eran que seguramente no se trataba de una terrorista. Las malas, que era probable que estuviera involucrada en ambas muertes.
Una vez más, Vointman abrió la boca, pues su anterior pregunta era fundamental. Como jefe de sección de la unidad de asesinos en serie, el caso debería haber derivado hacia él.
Al igual que antes, Walsh le cortó.
– Esta es la cuestión, Ed -dijo-: no podíamos pasarlo a tu grupo sin asegurarnos al cien por cien de que esa mujer, Nora, no actuaba como cebo para otra persona o, por improbable que pueda parecer, que era una agente. Para resumir esta larga historia: acudimos a O’Hara porque tiene experiencia con ambas situaciones. Durante cuatro años trabajó como agente secreto en el Departamento de Policía de Nueva York y su perfil encajaba. Incluso estaba trabajando al mismo tiempo en una misión relacionada con la nuestra. En otras palabras, tenía el perfil adecuado y, al menos eso creíamos, sabía usar la cabeza. -Se volvió para mirarme con expresión glacial-. Por supuesto, pensábamos en la que tiene por encima de la cintura. -Walsh volvió a extender la mano y encendió la grabadora-. Pero ya no estoy de acuerdo con eso -dijo.
A partir de ahí, todo fue cuesta abajo. Durante la siguiente hora, tuve que responder a preguntas sobre los aspectos de mi investigación de Nora Sinclair. Cada decisión que tomé y las que no había tomado, especialmente estas últimas. La comisión fue implacable. Me convertí en su piñata humana, y todos se aseguraron de asestar sus golpes.
Una vez terminado, Walsh dio las gracias a todo el mundo y los asistentes abandonaron la sala. Di por sentado que también yo podía marcharme. Sin embargo, me ordenó que me quedara donde estaba.
105
El resto de la comisión disciplinaria se había marchado y sólo quedábamos nosotros tres: Walsh, la grabadora y yo. Todo estaba muy silencioso. Durante veinte segundos, quizá treinta, se limitó a mirarme.
– ¿Se supone que debo decir algo? -pregunté.
Negó con la cabeza.
– No.
– ¿Se supone que usted debe decir algo?
– Seguramente no. Pero de todas formas voy a hacerte una pregunta. -Se recostó en su silla y cruzó los brazos delante del pecho. Tenía los ojos clavados en los míos-. Voy a recibir una llamada de arriba, ¿verdad?
Era un hombre muy extraño.
– ¿Qué le hace pensar eso?
– Digamos que es un presentimiento -dijo con un lento cabeceo-. Eres demasiado listo para ser tan estúpido.
– Supongo que he recibido cumplidos peores.
No hizo caso de mi sarcasmo.
– Te han pillado en bragas, y nunca mejor dicho, pero algo me dice que todavía tienes las espaldas cubiertas.
No contesté enseguida. Quería ver si continuaba hablando y tal vez me revelaba la fuente de su «presentimiento». Pero no fue así.
– Estoy impresionado, Frank.
– No lo estés -dijo-. Lo llevas todo escrito en la cara.
– Recuérdeme que nunca juegue al póquer con usted.
– Aún puedo hacer que esto sea extremadamente duro para ti.
– Soy consciente de ello.
– Nada puede cambiar lo que hiciste, hasta qué punto la cagaste.
– De eso también soy muy consciente.
Cerró su carpeta.
– Puedes irte. -Me puse en pie-. Ah, otra cosa, O’Hara.
– ¿Qué? -pregunté.
– Lo sé todo sobre tu otra misión. Lo supe desde el principio. Estoy en el ajo. Sé que eres el Turista.
106
Cuando entré en el despacho de Susan unos minutos más tarde, ésta estaba de pie junto a la ventana contemplando la llovizna de aquella tarde nublada. No era difícil darse cuenta del simbolismo de su postura, de espaldas a mí.
– ¿Cómo ha ido de mal? -preguntó sin darse la vuelta.
– Mucho, la verdad.
– ¿Del uno al diez?
– Dieciocho o diecinueve.
– No, en serio.
– Un nueve, quizá -dije-. No sabré nada hasta dentro de una semana.
– ¿Y hasta entonces?
– Me encadenarán las piernas a la mesa de mi despacho.
– En realidad, deberían encadenarte otra cosa.
– Para tu información, es la segunda broma sobre mi polla que me hacen hoy.
– ¿Y qué esperabas?
– No lo sé, pero me gustaría no tener que conversar con tu espalda.
Susan se volvió. Era una mujer dura de roer y casi siempre implacable, pero en aquel momento nadie lo hubiera dicho, a juzgar por la expresión de su rostro. Su preocupación y decepción eran evidentes.
– Me has hecho quedar mal, John.
– Lo sé -dije enseguida.
Demasiado deprisa.
– No, quiero decir realmente mal.
Bajé la mirada durante largo rato.
– Lo siento -dije en voz baja.
– Mierda, sabías que, para empezar, trabajar en esto a través de mi departamento ya suponía violar las reglas.
No respondí. Conociendo a Susan como la conocía, sabía que intentaba sacar a la superficie toda su ira, frustración y desengaño. Imaginé que necesitaría soltar un buen grito antes de poder moverse.
– ¡Maldita sea, John, no entiendo cómo has podido ser tan jodidamente idiota!
Ahí estaba.
Cuando los cimientos del edificio dejaron de temblar, recobró la calma y la compostura habituales en ella. Había una asesina en serie que todavía andaba suelta y era necesario atraparla. Por desgracia, los informes presentados se mostraban poco optimistas: Nora parecía haberse evaporado.
– ¿Y nuestra gente de las islas Caimán? -pregunté.
– Nada -dijo Susan-. Ni en el Caribe, ni en Briarcliff Manor, ni en su apartamento de la ciudad ni en los puntos intermedios; nadie la ha visto en ningún sitio.
– Dios, ¿dónde estará?
– Es la pregunta del millón. -Susan bajó la mirada hacia un trozo de papel que había en su mesa y donde estaba garabateada la suma de dinero congelado en la cuenta de Nora-. O, más bien, la pregunta de los dieciocho millones cuatrocientos veintiséis mil dólares.
Era una cifra asombrosa.
– Lo que me recuerda una cosa -dije-. ¿Qué hay del abogado financiero, Keppler?
– ¿Al que pusiste contra las cuerdas?
– Prefiero decir que me lo camelé.
– Sea como sea, Nora no se ha puesto en contacto con él.
– Tal vez podría hacerle otra visita a ese tipo y…
Me interrumpió.
– Estás encadenado a tu despacho, ¿recuerdas? Y quién sabe lo que va a ocurrirte después. -Dibujó una leve sonrisa-. Aunque, mirándolo desde el lado positivo, si te suspenden temporalmente quizá puedas pasar más tiempo con tus hijos.