– No lo sé -dije-. Dependerá de que su madre me deje.
Susan volvió a girarse y miró por la ventana.
– ¿Sabes? Si fueras tan buen marido como padre, nunca nos habríamos separado.
107
Siempre fui un desastre a la hora de no hacer nada. Y ahora era lo que se esperaba que hiciera durante un período indefinido. Después de pasar dos días encadenado a mi mesa, ya me había vuelto loco. Había papeleo que rellenar, pero no lo hacía. Sólo era capaz de contemplar el sombrío y grisáceo centro de Nueva York a través de la ventana del despacho. Y hacerme preguntas.
«¿Dónde diablos está?»
Los informes presentados eran cortos y poco favorables: no había señales de Nora en ninguna parte. Ni rastro. ¿Cómo diablos podía haber desaparecido?
La rutina era exasperante. Sonaba el teléfono de mi despacho, escuchaba los últimos datos y colgaba. El sentimiento de frustración me consumía, Llevaba un cartel muy claro colgado a la espalda: «¡Peligro! Material sometido a alta presión».
El teléfono sonó otra vez. Descolgué y me preparé para más de lo mismo.
– O’Hara -dije. El silencio por respuesta-. ¿Diga? -Nada-. ¿Hay alguien ahí?
– Te he echado de menos -dijo en voz baja. Me levanté de un salto-. Bueno, ¿es que no vas a decir nada? -preguntó Nora-. Y tú a mí, ¿me has echado de menos? ¿Ni siquiera en la cama? ¿Ni siquiera eso?
Estuve a punto de contestar, y ya había abierto la boca para soltarle una violenta perorata… pero me contuve. Necesitaba que Nora siguiera hablando. Pulsé la tecla de grabar de mi teléfono, seguido del botón para localizar la llamada. Respiré hondo.
– ¿Cómo estás, Nora?
Se rió.
– Oh, vamos, grítame al menos. Sabía que no eras de los que se dejan atrapar.
– ¿Te refieres a Craig Reynolds?
– No irás a esconderte detrás del Agente de Seguros, ¿verdad?
– Ese hombre no era real. Nada de todo eso lo era, Nora.
– Pero te gustaría que lo hubiera sido. Ahora mismo, estás hecho un lío. No sabes si lo que quieres es follarme o matarme.
– Eso lo tengo bastante claro -dije.
– Es tu orgullo herido el que habla -dijo-. Y hablando de heridas, ¿cómo te encuentras? La última noche no tenías muy buen aspecto.
– Gracias a ti.
– Te diré una cosa, O’Hara. Duele saber que nunca volveremos a vernos.
– Yo no estaría tan seguro de eso -mascullé entre dientes-. Créeme: te encontraré.
– Qué palabra tan graciosa, ¿verdad? «Creer.» Me imagino que últimamente tu mujer no la pronuncia demasiado. Vaya, odio pensar que tu matrimonio se haya roto por mi culpa.
– Puedes quedarte tranquila, llegaste un poco tarde para eso. Hace dos años que estamos divorciados.
– ¿De veras? Así que estás disponible, O’Hara…
Miré mi reloj. Llevábamos más de un minuto hablando. «Continúa así, O’Hara.» Cambié de tema.
– ¿Cómo te las arreglas sin dinero? -pregunté.
Se rió de mí.
– Hay mucho más allí donde lo obtuve. Está por todas partes.
– ¿Sólo se trata de eso? ¿De dinero?
– Lo dices como si fuese algo malo. Una chica tiene que preocuparse por su futuro, ¿no es así?
– Lo que tú hiciste va algo más allá de un plan de jubilación.
– Está bien, puede que también busque un poco de diversión. Estamos enfadadas, O’Hara. La mayoría de las mujeres estamos furiosas con los hombres. Despierta y verás que se te quema el desayuno, cielo.
Empezaba a parecer alterada. Quizás hubiera metido el dedo en la llaga. Un tanto en mi casillero.
– ¿Qué tienes contra los hombres, Nora?
– ¿Tienes una hora? Mejor varias.
– Las tengo. Tengo todo el tiempo que necesites.
– Pero me temo que yo no -dijo-. Es hora de irse.
– ¡Espera!
– No puedo esperar, O’Hara. Nos veremos en tus sueños.
¡Clic!
Giré la muñeca y clavé la mirada en la manecilla grande de mi reloj. «Por favor», murmuré. Llamé a los técnicos.
– ¡Decidme que la habéis localizado!
El silencio inicial me desgarró los oídos.
– Lo siento -me dijeron-. La hemos perdido.
Cogí el teléfono, base incluida, y lo estrellé contra la pared. Se rompió en pedazos.
«Nos veremos en tus sueños.»
108
El cretino de pelo gris que vino a la mañana siguiente a instalarme un teléfono nuevo miró las piezas esparcidas del anterior. Luego me miró a mí con expresión comprensiva, propia del que ha visto de todo.
– Se cayó de la mesa, ¿eh?
– Cosas más extrañas ocurren -dije-. Puede creerme.
Minutos más tarde, el teléfono nuevo ya funcionaba. Al menos había una cosa que lo hacía. Yo permanecía encadenado a mi despacho atormentado por el aburrimiento, por no hablar de las dudas sobre mí mismo y el sentimiento de culpabilidad, que me salían por las orejas.
El teléfono nuevo sonó.
Lo primero que pensé fue que Nora deseaba mantener otra conversación, que buscaba la ocasión de dar otra vuelta de tuerca. Pero, al pensarlo mejor, comprendí que cada palabra de su llamada anterior indicaba que no habría una segunda oportunidad.
Descolgué. En efecto, no era Nora. Era la otra mujer que también me la tenía jurada. Huelga decir que Susan y yo no estábamos precisamente en muy buenas relaciones. Aun así, manteníamos nuestra profesionalidad.
– ¿Se sabe algo del laboratorio de audio? -pregunté.
La grabación de mi conversación con Nora estaba siendo analizada, a la búsqueda de posibles ruidos de fondo que sugirieran al menos una localización general, ya que no podía ser específica. El sonido del mar, un idioma extranjero que hablara un transeúnte… Que no se oyera no quería decir que no estuviera ahí.
– Sí, he recibido el informe -dijo Susan-. No han captado nada.
Técnicamente eran malas noticias, pero el modo en que me las comunicó, como si fuesen irrelevantes, me dio a entender otra cosa: Susan sabía algo.
– ¿Qué sucede? -pregunté.
– ¿Que qué sucede? Sigues siendo increíble y jodidamente estúpido, John. Si aún pudieras herirme, me habrías roto el corazón de nuevo.
Me ocultaba algo.
– Eso ya lo sé, Susan. Pero hay algo más.
Soltó una risita ante mi afinada intuición.
– ¿Cuánto tardas en llegar a mi despacho?
109
Veinte minutos más tarde, Susan y yo salíamos a toda velocidad por el norte de la ciudad de Nueva York, y después de una hora y cincuenta minutos de carretera entrábamos en los terrenos del centro psiquiátrico Pine Woods de Lafayetteville, pertenecientes al estado de Nueva York.
– Esto te resultará interesante -dijo Susan cuando salíamos de mi coche y nos dirigíamos al edificio principal-. Conocerás a la mamá de Nora, O’Hara. Vive aquí.
Le dediqué una media sonrisa. Hubiera jurado que Susan disfrutaba con aquello.
Poco después nos encontrábamos sentados en una pequeña sala de juntas de la última planta del centro psiquiátrico. Frente a nosotros estaba la enfermera jefe de la división de los internos más problemáticos.
No podía asegurar si aquella corpulenta mujer estaba asustada o sólo nerviosa. En cualquier caso, parecía extremadamente incómoda. Hablar con un par de agentes del FBI causa ese efecto sobre algunas personas.
– Agente O’Hara, le presento a Emily Barrows -dijo Susan, que ya había contactado antes con el personal de Pine Woods.
Me dirigí hacia la mujer y le tendí la mano.
– Es un placer -dije.
– Creo que Emily puede proporcionarnos información muy valiosa sobre Nora -dijo Susan.
Estaba más expectante que un niño la víspera de Navidad. Ni una sola vez aparté los ojos de aquella mujer, que llevaba pantalones blancos y una sencilla blusa del mismo color, y el cabello peinado hacia atrás y recogido con horquillas. Práctica y funcional desde la cabeza hasta la suela de goma de sus zapatos.