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Adoraba todo lo que había en aquel lugar. Había rastreado anticuarios, mercadillos y galerías de arte desde el SoHo hasta el Pacific Northwest, de Londres a París, pasando por pueblecillos de Italia, Bélgica y Suiza.

Sus piezas de colección llenaban el espacio. Varios tesoros de Hermès y al menos una docena de cuencos de plata, que le encantaban. Cristal decorado del francés Gallé y cajas de ópalo en blanco, verde y turquesa. Cuadros de un selecto grupo de prometedores artistas de Nueva York, Londres, París y Berlín…

Y, por supuesto, el dormitorio, con sus intensas paredes de color vino oscuro, perfectas para activar las ondas beta. Apliques y espejos dorados y, sobre la cabecera de la cama, un fragmento de pergamino antiguo con una inscripción: «Atrévete a resolver mi misterio, si puedes».

Nora cogió una botella de Evian del frigorífico y luego hizo unas cuantas llamadas, una de ellas a Connor, para no descuidar lo que ella denominaba su «mantenimiento marital». Poco después hizo otra llamada parecida, esta vez a Jeffrey.

Aquella misma noche, cuando acababan de dar las ocho, Nora entraba en el Babbo, en el corazón de Greenwich Village. Sí, definitivamente, se alegraba de estar en casa.

A pesar de que era lunes, el Babbo estaba a rebosar. Los sonidos de los cubiertos de plata, los vasos, los platos y la gente más moderna de la ciudad se confundían y colmaban los dos niveles del restaurante de un zumbido vibrante.

Nora divisó a Elaine, su mejor amiga, sentada junto a Alison, a la que también estaba muy unida. Estaban en la mesa que había junto a la pared del primer piso, el más informal. Pasó ante la camarera y siguió adelante. Besos en las mejillas para todas. Dios, adoraba a esas chicas.

– Alison se ha enamorado del camarero -anunció Elaine cuando Nora se unió a ellas.

Alison puso en blanco sus grandes ojos castaños.

– Sólo he dicho que era mono. Se llama Ryan, Ryan Pedi. Hasta su nombre es mono.

– Eso me suena a amor -dijo Nora, siguiendo el juego.

– ¡Ahí lo tienes, otro testigo que lo corrobora!

Elaine era abogada mercantil y trabajaba en Eggers, Beck y Schmiedel, una de las firmas más prestigiosas de la ciudad, especializada en cobros y facturas.

Hablando del rey de Roma. El camarero, alto, joven y moreno, hizo su aparición para preguntar si Nora quería algo de beber.

– Agua, por favor -respondió-. Con gas.

– No, esta noche vas a beber con nosotras, Nora. No se hable más. Tomará un Cosmopolitan.

– Enseguida.

Asintió con la cabeza, se volvió y se alejó.

Nora se cubrió la boca por un lado con la mano y susurró:

– Sí, es muy mono.

– Ya te lo dije -contestó Alison-. Lástima que casi no tenga ni edad de beber.

– Yo diría más bien de conducir -dijo Elaine-. ¿O es que nosotras nos estamos haciendo tan viejas que ellos nos parecen más jóvenes? -Bajó la cabeza-. Vale, ya me he deprimido.

– ¡Cambio de tema urgente! -declaró Nora, y se volvió hacia Alison-: Dinos, ¿qué novedades nos traerá este otoño?

– De algo puedes estar segura: se va a llevar el negro.

Alison era periodista de moda en W, o, como a ella le gustaba llamarla, la única revista que podría llegar a romperte un dedo del pie si te cayera encima. La dinámica del negocio era muy simple: «Las grandes fotos con modelos flacuchas llevando ropa de diseño nunca pasan de moda».

– ¿Y tú qué nos cuentas, Nora? -preguntó Alison-. Siempre pareces estar fuera de la ciudad. Eres una chica fantasma.

– Lo sé, es de locos. Acabo de regresar hoy mismo. Las segundas residencias causan furor.

Alison lanzó un suspiro.

– Ya tengo bastantes problemas para pagar la primera. Ah, por cierto, eso me recuerda… ¿os he hablado del tío que se ha mudado a mi rellano?

– ¿El escultor que pone esa estrambótica música new age? -preguntó Elaine.

– No, ése no. Ese se marchó hace meses -dijo con un ademán despectivo-. El que digo acaba de comprar el apartamento de la esquina.

– ¿Y cuál es el veredicto? -preguntó la abogada que Elaine llevaba dentro.

– Soltero, adorable y oncólogo -dijo Alison, y se encogió de hombros-. Supongo que hay cosas peores que casarse con un médico rico.

En cuanto pronunció aquellas palabras, Alison se llevó una mano a la boca con gesto apremiante. Se hizo el silencio.

– Chicas, no pasa nada -dijo Nora.

– Lo siento mucho, cariño -dijo Alison, avergonzada-. Lo he dicho sin pensar.

– De veras, no tienes por qué disculparte.

– ¡Cambio de tema urgente! -declaró Elaine.

– Sois unas bobas. Escuchadme: que Tom fuese médico no significa que nunca más podamos volver a hablar de ellos. -Nora cubrió la mano de Alison con la suya-. Cuéntanos algo más sobre tu oncólogo.

Alison le hizo caso y las tres siguieron charlando, conscientes de que, después de tanto tiempo de amistad, no podían permitir que un instante embarazoso se interpusiera entre ellas.

El joven camarero llegó con el Cosmopolitan de Nora y recitó las sugerencias del menú. Las tres amigas bebieron, comieron, rieron y chismorrearon. Nora parecía estar realmente a gusto. Cómoda y relajada. Tanto, que ni Alison ni Elaine se dieron cuenta de dónde tuvo la cabeza durante el resto de la velada: en la muerte de su primer marido, el doctor Tom Hollis.

O, más bien, en su asesinato.

10

Un gran vaso de agua y una aspirina. Era su receta preventiva tras tomarse unas copas después de cenar con Elaine y Alison. Nora nunca se emborrachaba, pues detestaba la idea de perder el control. Pero, gracias al buen humor y a la buena compañía de Elaine y Alison, se había achispado un poco.

Dos vasos de agua y dos aspirinas.

Luego se puso uno de sus pijamas de algodón favoritos y abrió el cajón inferior de su enorme vestidor. Enterrado bajo varios jerséis de cachemira de Polo había un álbum de fotografías. Nora cerró el cajón y apagó todas las luces, excepto la lamparilla de noche. Se metió en la cama y abrió el álbum por la primera página.

– Donde todo comenzó -murmuró para sí misma.

Las fotografías estaban en orden cronológico, como un recorrido en imágenes por su relación con el primer amor de su vida, el hombre al que llamaba «doctor Tom». Su primer fin de semana juntos en los Berkshires, un concierto en Tanglewood, instantáneas de los dos en la suite del Gables Inn, en Lenox…

Después de éstas, imágenes de la boda, celebrada en el invernadero del jardín botánico de Nueva York. A estas páginas las seguían las de su luna de miel en Nevis. Fueron días maravillosos, una de las mejores semanas de su vida.

Además, había otros recuerdos de su vida juntos: fiestas, cenas y muecas divertidas posando para la cámara, como la de Nora tocándose la nariz con la lengua o la de Tom torciendo el labio superior para parecerse a Elvis. ¿O era a Bill Clinton?

Ahí terminaban las fotografías. En su lugar había recortes de prensa. En aquellas últimas páginas del álbum no había más que noticias de periódicos. Varios artículos y una nota cronológica, amarilleada por el paso del tiempo. Nora lo había guardado todo.

«Prestigioso doctor de Manhattan muere por negligencia médica», rezaba el New York Post. «Víctima de su propia medicina», declaraba el Daily News. En cuanto al New York Times, no publicó ninguna hipérbole; sólo una sencilla nota necrológica con un titular que se ceñía a los hechos: «El doctor Tom Hollis, reconocido cardiólogo, ha muerto a la edad de cuarenta y dos años».

Cerró el álbum y se tumbó en la cama, a solas con sus pensamientos sobre Tom y lo que había ocurrido. El principio de todo; el inicio de su vida. La mente de Nora saltó de forma natural hacia Connor y Jeffrey. Bajó la mirada hacia su mano izquierda, que en aquel momento no lucía ninguno de sus anillos. Sabía que debía tomar una decisión. Instintivamente, Nora comenzó a elaborar una lista mental. Metódica y concisa. Todo lo que le gustaba de cada uno de ellos en comparación con el otro.