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– Elige tú por los dos, cielo -dijo Nora.

Jordan Mauch, magnate del negocio inmobiliario de Dallas, había nacido para decidir. La decisión que le había hecho ganar más dinero fue la de apostar antes que nadie por Scottsdale, Arizona, como el próximo Palm Beach oeste. En cuanto a la última, había afectado a su vida personal. ¡Qué gran idea había tenido al contratar a Nora Sinclair para decorar su nueva casa de las afueras de Austin, y recompensarla luego con un viaje al Caribe!

Volvió a llamarla desde el interior del dormitorio tras encargar la comida.

– Cariño, ¿te das cuenta de que estás ahí fuera medio desnuda?

Nora replicó, medio en broma:

– Intento borrar las marcas de mi bronceado. -Escuchó cómo él se reía-. Además, estamos en la parte francesa de la isla, cielo -dijo.

Unos días antes, ella y Jordan habían puesto rumbo a la playa virgen de Orient Point, pasando por Grand Case. De haber podido elegir, Nora se hubiera desnudado y quedado allí mismo, sin hacer nada de nada. Pero Jordan no. Esta era una costumbre local de la que él no tenía ninguna intención de participar. Nora ni siquiera intentó proponérselo: ya había comprendido que los hombres muy ricos con cuentas en paraísos fiscales nunca se quitaban la ropa en público. Sin lugar a dudas, tendría algo que ver con la protección de sus atributos.

Nora volvió al interior del chalé y se cubrió con una de las suaves y blancas batas del hotel. Sintió el tacto sedoso contra su piel. Se metió en la cama junto a Jordan y se arrimó a su ancho pecho.

Pero había un problema: no podía quitarse a John O’Hara de la cabeza. Su olor, su sabor, el modo en que parecía haberse metido dentro de ella como ningún hombre que hubiera conocido hasta entonces…

Y eso le irritaba. No quería tener esos pensamientos, no quería estar entre los brazos de Jordan Mauch o de cualquier otro y encontrarse pensando en O’Hara. Era demasiado doloroso. «¿Qué demonios me está pasando? Yo nunca me enamoro.»

– La Tierra llamando a Nora… -dijo Jordan.

Al instante, ésta cambió su expresión abstraída.

– Lo siento, cielo -dijo-. Sólo estaba pensando en lo perfecto que es todo.

Él sonrió.

– Otro día en el paraíso.

Mientras se besaban, fueron interrumpidos por alguien que llamaba a la puerta. La comida estaba lista. Jordan se levantó de la cama y abrió.

– Gracias -dijo mientras los camareros del servicio de habitaciones arrastraban su larga mesa.

Llevaban su habitual calzado náutico con pantalones cortos, camisas de lino y grandes sombreros de paja.

De repente, se quitaron los sombreros.

– Hola, Nora. Ya te dije que volveríamos a vernos -dijo O’Hara.

– ¡Ni te atrevas a hablar con ella! -interrumpió Susan. Empuñaba su pistola y apuntaba a Nora, que estaba en la cama-. ¡Quedas arrestada, zorra!

Se volvió hacia Jordan Mauch.

– Y usted… usted es el hombre más afortunado del mundo.

112

Aquella tarde sucedió un hecho agradable e inesperado: tenía tiempo libre e iba a pasarlo con Susan. Sabiamente, decidimos ver qué tal estaba la larga, amplia y resplandeciente playa de arena blanca de La Samanna. Incluso se distinguían los restos de un antiguo naufragio, un poco más abajo de la costa.

– ¿Estás seguro de que podemos fiarnos de la gente de aquí? -le pregunté a Susan mientras absorbíamos algunos rayos de sol.

– Te comportas como si fueran unos patosos ineptos -dijo ella.

Me refería a la gendarmerie, la policía de Saint-Martin, que se encargaba de la custodia de Nora hasta que terminara el papeleo para su extradición a Nueva York.

– A lo mejor es cosa mía -dije-, pero resulta difícil tener fe en unos policías que visten pantalón corto. Y ni siquiera son unos pantalones normales. ¿Les has echado un vistazo? Eran tan ceñidos que podría adivinar la religión de cada uno.

Susan me miró con una expresión de incredulidad que ya había visto muchas otras veces.

– Cállate y tómate tu bebida, John.

Tenía razón. Como siempre. Nuestro trabajo allí había terminado. Nora se encontraba bajo custodia y el caso estaba cerrado. Incluso habíamos llamado a casa a John júnior y a Max para ver qué tal les iba con sus abuelos, los padres de Susan, que todavía me tenían aprecio, a pesar de todo.

Aunque fuese sólo un rato, Susan y yo nos merecíamos un descanso. El uno junto al otro, sentados en las confortables tumbonas de aquel complejo turístico increíblemente lujoso, mientras contemplábamos cómo la puesta de sol se recortaba contra un cielo de un precioso color anaranjado. Diablos, hasta nos habíamos dado un baño juntos. Extendí el brazo con la que sujetaba mi mai-tai.

– A la salud de la enfermera Emily Barrows.

Susan brindó con su piña colada. Me recosté en la tumbona y solté un profundo suspiro. Me sentía satisfecho y aliviado a partes iguales. Pero también sentía una punzada de algo más, algo que no podía especificar pero que me resultaba incómodo… Llamémoslo culpabilidad.

Miré a Susan, que estaba increíblemente hermosa y serena. Le había hecho mucho daño y me sentía fatal por ello. Se merecía algo mejor. Le cogí la mano y se la apreté con suavidad.

– Lo siento muchísimo.

Ella me devolvió el apretón.

– Lo sé -dijo en voz baja.

Y eso fue todo. Un final feliz como nunca lo haya habido. Con un mai-tai en una mano y la primera mujer a la que realmente había amado en la otra. Y Nora Sinclair a punto de cumplir cadena perpetua por los asesinatos que había cometido.

Por supuesto, debería haber tenido más datos.

113

El viernes siguiente, me encontraba en el despacho de Susan, en Nueva York, adonde me había convocado. Acababa de hablar por teléfono con Frank Walsh.

– O’Hara, ni siquiera sé cómo decirte esto.

– Directamente, supongo. Me lo he buscado, ¿no es así?

– No es eso, John. Es que… han desestimado el caso contra Nora Sinclair.

La noticia fue como un puñetazo en la nariz. Seco, doloroso e inesperado. Me llevó varios segundos poder construir una frase.

– ¿Qué significa que han desestimado el caso?

Susan me miraba sin pestañear desde el otro lado de la mesa. La decepción se reflejaba en sus ojos, pero sabía controlar su enfado.

No como yo, que me puse a caminar arriba y abajo mientras profería todas las amenazas que pasaban por mi cabeza, empezando por ir al New York Times.

– Siéntate, John -dijo.

No podía sentarme.

– No lo entiendo. ¿Cómo han podido? Aquella mujer ha matado a sangre fría.

– Sé lo que ha hecho. Es una serpiente despreciable, una psicópata.

– Entonces, ¿por qué la dejamos marchar?

– Es complicado.

– ¿Complicado? Y una mierda. Es inaceptable.

– No diré que no -afirmó Susan con un tono comedido-. Y si gritar y desahogarte va a hacer que te sientas mejor, adelante. Pero cuando termines, nada habrá cambiado. La decisión se ha tomado desde arriba.

Odiaba que Susan tuviera razón. Como la vez que me dijo que estaba demasiado ocupado conmigo mismo para salvar nuestro matrimonio. Sabía dar en el blanco.

Me senté y respiré hondo.

– De acuerdo, ¿por qué?

– En el fondo, ya sabías que pasaría esto.

Otra vez tenía razón. Era consciente de que los cargos presentados contra Nora podían representar un serio problema para «los muchachos», cosa que me contrariaba pero al mismo tiempo me hacía gracia. Mi comportamiento saldría a la luz durante el juicio y a los altos mandos del departamento no les debía de complacer demasiado la perspectiva de verse humillados. Con todo, hubieran pasado por el aro, de haber sido aquél el único problema.

Comprendí que había más, mucho más. Diablos, me había involucrado en aquel asunto mientras trabajaba en secreto como el Turista. El maletín, formaba parte de ello. La lista de nombres y cuentas que contenía, también.