Mis escarceos con la acusada no eran nada en comparación con una cuestión más delicada y potencialmente más embarazosa. Si se llegaba a hacer pública algún día, claro.
Frank Walsh había hecho alusión a ello durante mi vista disciplinaria: el control del dinero con el que se trafica dentro y fuera del país. Evidentemente, dicho control no se ejercía mediante inspecciones voluntarias en el banco local. Si se llevaba a cabo era con acuerdos privados entre los cuerpos de seguridad nacional, el departamento y varios bancos internacionales. ¿El motivo? Si había algo más peligroso que un grupo terrorista, era un grupo terrorista con un sólido apoyo financiero. En principio, suponía que la lógica era simple: si se detiene su dinero, se los detiene a ellos. Y aún mejor es encontrar su dinero… para encontrarlos a ellos.
La única norma era que no había ninguna. Lo que equivale a decir qué gran parte de todo aquello era, en una palabra, ilegal. Nadie podía considerarse a salvo o por encima de recriminaciones. Desde los casinos a las organizaciones benéficas y desde las grandes compañías a los pequeños comerciantes. Ningún lugar ni nadie en el mundo. Los hacíamos pedazos a todos. Si se movía dinero, nosotros vigilábamos. Y si el dinero se movía en aparente secretismo, vigilábamos de cerca. De repente, las cuentas privadas estaban en el punto de mira. Y aquí entraban Connor Brown y Nora Sinclair.
– Así que se trata de eso, ¿no? -dije a Susan.
– ¿Qué más puedo decirte? Nora representa para ellos la opción menos mala. -Sonrió con complicidad-. Quiero decir, ¿qué es la muerte de un puñado de tipos ricos comparado con salvar el mundo, la democracia o lo que sea? La van a dejar libre, O’Hara. Por lo que sé, tal vez ya lo hayan hecho.
114
Nora condujo el Mercedes a toda prisa por la parte baja de Manhattan, hasta que se aseguró de que nadie la seguía. Ni la prensa, ni la policía. Nadie. Luego aceleró por la decrépita montaña rusa conocida como la autopista de West Side y puso rumbo al norte, camino de Westchester. Necesitaba pasar un tiempo a solas.
Enseguida se sintió a sus anchas, conduciendo el descapotable a más de ciento cuarenta. Dios, estaba libre, y la sensación era fantástica. Era lo mejor que le había ocurrido. Se quedaría unos días en la casa de Connor, luego vendería los muebles y, después, planearía su próximo movimiento.
Le hacía gracia pensar que tal vez le hubiera llegado el momento de sentar la cabeza: casarse de verdad con alguien y tener uno o dos niños. La idea le hizo reír, pero no la descartaba. Cosas más extrañas le habían pasado… como, por ejemplo, salir de la cárcel.
Antes de que se diera cuenta, el Mercedes se había detenido frente a la casa de Connor; la escena del crimen, ni más ni menos. Qué sensación tan extraña y deliciosa: era completamente libre, había escapado a las acusaciones de asesinato. Y, de hecho, sus pocos días en la prisión, en la famosa isla Riker junto al aeropuerto de LaGuardia, lo hacían todo aún más especial. Realmente extraordinario.
Nora salió del coche y le pareció oír un ruido, lo cual le recordó a Craig, o más bien a O’Hara. ¿Qué había sido todo aquello? Aún no lo sabía, pero había sentido una atracción intensa, real y muy emocional.
Pero ahora ya había superado lo de Craig, ¿no era así?
«Ya lo has superado.»
Al entrar, Nora comprobó que la casa estaba húmeda y polvorienta, aunque su estado no era alarmante. De todas formas, sólo tendría que quedarse un tiempo. Podría soportar algunas privaciones.
Se dirigió a la cocina y abrió la puerta del frigorífico, un Traulsen. ¡Oh, Dios, qué desastre! Estaba llena de verduras y quesos en descomposición. Cogió una botella de Evian que estaba delante de todo y cerró la puerta de la nevera rápidamente, antes de que le dieran náuseas.
«Qué cosa tan asquerosa, por favor.»
Limpió la botella con un trapo, la abrió y se bebió casi la mitad. ¿Y ahora, qué? ¿Un baño caliente, tal vez? ¿Unos largos en la piscina? ¿Una sauna?
De repente, Nora se sujetó el estómago y se sintió incapaz de sostenerse en pie. «Me arde el estómago», pensó mientras su mirada erraba por la cocina… aunque allí no había nadie.
El dolor se expandió hasta su garganta; le costaba respirar. Tenía ganas de vomitar, pero tampoco podía hacerlo. Se desplomó, incapaz de detener su propia caída.
Podría haberse golpeado la cara con las baldosas del suelo, pero ni siquiera le importaba. Lo único que contaba era aquel fuego increíble que la consumía desde el interior. Se le nubló la visión. El peor de los dolores que había sentido en toda su vida se estaba apoderando de su cuerpo, la estaba poseyendo.
Entonces Nora oyó algo… unos pasos que se aproximaban a la cocina.
En la casa había alguien más.
115
Nora necesitaba desesperadamente averiguar quién estaba ahí. ¿Quién era? No podía ver muy bien, todo estaba borroso. Tenía la sensación de que el cuerpo se le estaba desintegrando.
– ¿O’Hara? -llamó-. ¿Eres tú, O’Hara?
Alguien entró en la cocina. No era O’Hara. ¿Quién, entonces? Una mujer alta y rubia, cuyo aspecto le resultaba vagamente familiar. «¿Qué?» Finalmente, se detuvo junto a Nora.
– ¿Quién eres? -susurró Nora al tiempo que un terrible ardor abrasaba su garganta y su pecho.
La mujer extendió el brazo… y se quitó la cabeza. ¡No! Era el cabello… se había quitado una peluca.
– ¿Mejor así, Nora? -preguntó-. ¿Me reconoces ahora?
Llevaba el pelo corto, que era de una tonalidad rubia rojiza… y entonces Nora supo quién era.
– ¡Tú! -jadeó.
– Sí, yo.
Elizabeth Brown. Lizzie, la hermana de Connor.
– Te he seguido durante mucho tiempo, Nora. Sólo para asegurarme de lo que hacías. ¡Asesina! Ni siquiera estaba segura de que me recordaras -dijo-. A veces no causo gran impresión.
– Ayúdame -susurró Nora. Aquel horrible calor se había instalado en su cabeza, en su rostro, en todas partes, y era espantoso, el peor dolor que uno pudiera imaginarse-. Por favor, ayúdame -suplicó-. Por favor, Lizzie…
Nora dejó de ver el rostro de la hermana de Connor, pero oía sus palabras.
– Ni en sueños, Nora. Irás directa al infierno.
116
Alguien había llamado a la comisaría de policía de Briarcliff Manor y había dejado un misterioso mensaje: «He atrapado a la asesina de Connor Brown. Ahora está en casa de Brown, vengan a buscarla».
La policía se puso en contacto conmigo en Nueva York y me planté en Westchester en un tiempo récord, tras cuarenta minutos de temeraria conducción a través de la ciudad, luego por la carretera de Saw Mill y, finalmente, por la traicionera carretera 9.
Había media docena de vehículos de la policía local y estatal aparcados en tropel en la entrada circular de la casa de Connor Brown. También había una ambulancia del Westchester Medical Center. Respiré hondo, solté el aire lentamente y me apresuré a entrar. Dios, estaba temblando como un flan.
Tuve que enseñarle mi placa al policía que estaba de guardia en el vestíbulo.
– Están en la cocina. Es ahí…
– Sé dónde está -dije.
Me di cuenta de que no estaba preparado para aquello en cuanto atravesé la sala de estar y el comedor camino de la cocina. Todo lo que había allí me resultaba familiar y tal vez lo hacía más difícil, aunque no estoy seguro de ello. A pesar de que me encontraba allí, en cierto modo estaba en otra parte, como si me viera a mí mismo en una terrible pesadilla.
Los médicos forenses ya se habían puesto manos a la obra, lo que significaba que los detectives habían terminado. Reconocí a Stringer y a Shaw, de la oficina de White Plains. Había trabajado con ellos cuando montamos el chanchullo del seguro para intentar atrapar a Nora,