Su cuerpo todavía estaba ahí, tumbado junto a la encimera. Cerca de ella había una botella de agua rota, cuyos pedazos se esparcían por el suelo. Un fotógrafo de la policía empezó a tomar instantáneas, y sus flashes me parecieron explosiones.
– Vaya, alguien se la tenía jurada. -Shaw se acercó y se detuvo junto a mí-. La han envenenado. ¿Alguna idea brillante?
Negué con la cabeza. No tenía nada que se pareciera en lo más mínimo a una idea brillante.
– No, ninguna. Pero algo me dice que no vamos a esforzarnos demasiado para intentar resolver este caso.
– Ha recibido su merecido, ¿no es eso?
– Algo así. Aunque es una forma terrible de morir.
Me aparté de Shaw para evitar darle un empujón, quizás incluso de reventarle los faros del coche, algo que no se merecía. Fui a ver a Nora.
Me deshice del fotógrafo.
– Déjeme un minuto.
Me agaché, me preparé lo mejor que pude y miré su rostro. Había sufrido mucho al final, eso era evidente, pero aún seguía siendo hermosa, aún seguía siendo Nora. Incluso reconocí la blusa de lino blanco que llevaba, y su pulsera de diamantes favorita alrededor de la muñeca.
No sé lo que tenía que sentir en aquel momento, pero estaba increíblemente triste por ella y tenía un nudo en la garganta. También estaba un poco triste por mí mismo, por Susan y por nuestros hijos. ¿Cómo diablos había ocurrido todo aquello? No sé cuánto rato me quedé mirando el cuerpo de Nora, pero cuando por fin me volví para levantarme me di cuenta de que la cocina se había quedado en silencio y todo el mundo me miraba.
Inapropiado, lo sabía. «Debería ser mi segundo nombre.»
117
Regresé a Manhattan aquella misma tarde. El volumen de la radio estaba bastante alto, pero no me importaba demasiado. Mi mente estaba en otra parte. Sabía exactamente lo que deseaba hacer en aquel momento; lo que necesitaba hacer. La muerte de Nora me había aclarado varias cosas. Incluso estaba seguro de que nunca la había amado: nos habíamos utilizado el uno al otro y el resultado había sido terrible.
De vuelta a mi oficina, sólo me quedé el tiempo suficiente para coger un informe: había otro despacho por el que tenía que pasarme enseguida. Al final de la escalera, donde estaban los peces gordos.
– Le verá ahora -dijo la secretaria de Frank Walsh.
Entré y tomé asiento delante del imponente escritorio de roble de Walsh.
– John, ¿a qué debo este placer?
– Necesito hablar con usted sobre ciertos asuntos. Nora Sinclair ha muerto.
Walsh pareció sorprendido y me pregunté si era sincero. Pocas cosas le afectaban, y seguramente por eso había sobrevivido tantos años en el departamento de Manhattan.
– Eso simplifica las cosas, supongo -dijo-. ¿Estás bien?
– Estoy bien, Frank.
Se tensó los delgados y nudosos dedos.
– Pero no demasiado, ¿me equivoco? ¿Qué ocurre?
– Quiero una excedencia. Pagada, Frank. He estado trabajando demasiado. Con turnos dobles y esas cosas.
Vaya, al menos aún había algo capaz de sorprender a Frank Walsh.
– Uauh -dijo al fin-. Antes de que deniegue tu petición, John, ¿hay alguna otra cosa que desees decirme?
Negué con la cabeza.
– Hice una copia -dije.
Entonces le mostré el informe.
– ¿Quieres decirme qué hay ahí?
– Lo mismo que había en un maletín bastante viajero, Frank. También llevaba algo de ropa, pero supongo que estaba ahí sólo como relleno, o quizá por si lo abría la persona equivocada.
Walsh sacudió la cabeza.
– Y, al parecer, lo abrió la persona equivocada.
– O tal vez la adecuada. Susan dijo que todo esto tenía algo que ver con salvar al mundo, con controlar los fondos de los terroristas que entran y salen del país y con vigilar las cuentas ilegales en paraísos fiscales. Así es como dimos con Nora, accidentalmente. Hizo una transferencia importante, de una sola vez, y la cogimos.
Walsh volvió a sacudir la cabeza y sonrió. Era aquella sonrisa aduladora lo que le delataba; insincera y bastante nerviosa.
– Eso es lo que ocurrió, John.
– Algo parecido -dije-, pero no exactamente. Susan se creyó su historia, Frank, pero yo tengo algunas dudas. ¿Y si, mientras siguen el rastro de los fondos terroristas, el FBI y el cuerpo de seguridad nacional violaran algunas leyes aquí y allá? Seguramente, el público lo comprendería… -Frank Walsh ya no sonreía, sino que escuchaba con gran atención-. Así que, en efecto, miré el interior del maletín. Cuando lo hice, se me ocurrió que podría necesitar un empujoncito algún día, y que tal vez lo que había dentro podría ayudarme. Puro interés. No tenía ni puñetera idea. Abra el sobre marrón, Frank, y eche un vistazo. Prepárese porque va a alucinar. O tal vez no.
Suspiró profundamente, pero luego lo abrió.
Lo que encontró dentro era más o menos del tamaño de un dedo índice. Era una pequeña memoria Flash, uno de esos dispositivos de almacenamiento externos USB que se pueden acoplar a cualquier ordenador. Cuesta unos 99 dólares en una tienda de informática. Aquél era mi copia del original.
– También hay una lista en el informe. Pero es gracioso: no son fondos terroristas, Frank.
– ¿No? -preguntó Walsh, y sacudió tranquilamente la cabeza-. ¿Y qué es, John?
Tuve que sonreír.
– ¿Sabe? No estoy muy seguro, y empezaré por decir que no soy un fanático de ningún partido político. A lo largo de los años me han gustado algunos presidentes, tanto de un bando como del otro. ¿Sabe en qué me convierte eso? En un agnóstico.
– ¿Qué hay en la lista, John?
– Yo creo que hay lo siguiente: alguien en el departamento ha estado siguiendo la pista del dinero que entraba y salía de varias cuentas en el extranjero. Gente que intentaba ocultar dinero, un montón de dinero, casi un billón y medio de dólares. Y me atrevería a decir, Frank, que todos los de la lista son contribuyentes o «amigos» del partido de la oposición. ¿Qué le parece?
Habría sido muy comprometedor, tanto para el departamento como para el partido que está en el poder, que eso hubiera salido a la luz durante el juicio de Nora Sinclair. Se habría considerado contrario a la ley, y sobre todo a la ética. Peor incluso que tirarse a Nora Sinclair, de lo que estoy profundamente avergonzado, por cierto.
Al levantarme, me di cuenta de que las piernas me temblaban un poco. Por alguna extraña razón, tendí la mano a Frank Walsh y nos dimos un apretón, quizá porque ambos sabíamos que le estaba diciendo adiós.
– Excedencia pagada -dijo Frank-. Es tuya, John. Te la mereces.
Entonces salí por la puerta camino de mi casa… en Riverside, junto a Max, John júnior y Susan, si ella me aceptaba. Y, a decir verdad, durante todo el camino hacia Connecticut recé por que lo hiciera.
Y Susan, mi maravillosa e increíble Susan, lo hizo al fin.
James Patterson
James Patterson nació en Newburgh, Nueva York, en 1947; es indiscutiblemente el autor de thriller más vendido en todo el mundo. Tiene una extensa obra a sus espaldas y ha recibido diversos galardones: el Edgar, el BCA Mystery Guild's Thriller of the Year y el International Thriller of the Year Award, además del Thriller Master Award concedido por la International Thriller Writers. Además ha escrito otro tipo de géneros, incluido novelas románticas.
La serie de Alex Cross, de la que se han vendido más de sesenta millones de ejemplares en todo el mundo, ha dado lugar a adaptaciones cinematográficas como El coleccionista de amantes, o La hora de la araña, con Morgan Freeman en el papel de Cross. Su otra serie más famosa, El Club de las Mujeres contra el Crimen ha sido llevado a la pequeña pantalla por la cadena de televisión norteamericana ABC.
Vive en Florida con su mujer y su hijo.