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Realizaba unas compras para Constance McGrath, una de sus principales clientes. Constance -definitivamente no era el tipo de mujer a la que la gente llamaba Connie- acababa de mudarse de su exquisito apartamento de dos habitaciones en East Side a otro aún más exquisito en Central Park oeste. En el edificio Dakota, donde se rodó La semilla del diablo y fue asesinado John Lennon. Constance, que en su juventud había sido actriz de teatro, aún conservaba aptitudes para el drama. Así es como explicó a Nora que se mudaba a Central Park: «El sol se pone por el oeste; lo mismo haré yo en mi nuevo hogar». A Nora le caía bien Constance. Era una mujer franca, luchadora y aficionada a invocar la frase preferida de todo decorador: «El dinero no es problema». También había sobrevivido a dos maridos.

– ¡Que el diablo me lleve! -gritó una voz masculina.

Nora se dio la vuelta y vio a Evan Frazer con los brazos abiertos, dispuesto a darle un buen abrazo. Evan era el representante de Antigüedades Ballister Grove, que ocupaba gran parte del quinto piso.

– ¡Evan! -exclamó Nora-. Qué alegría verte.

– Lo mismo digo -respondió él. Besó a Nora en ambas mejillas-. Dime, ¿para qué cliente fabulosamente rico vienes hoy a comprar?

Nora casi podía ver los símbolos del dólar brillando en las pupilas del hombre.

– No te diré su nombre, por supuesto, pero, por suerte para ti, quiere deshacerse de algunas filigranas francesas para adoptar un estilo británico tradicional.

– Entonces has venido al lugar adecuado -dijo, mostrando los dientes al sonreír-. Pero tú siempre lo haces.

Durante una hora más o menos, Evan guió a Nora a través de sus abundantes existencias de mobiliario británico. Sabía cómo hacerlo, lo que tenía que decir y lo que tenía que callar. Especialmente lo que no debía mencionarle a Nora Sinclair. Esta odiaba que un vendedor le dijera de un objeto que era bonito. Como si eso pudiera influir en su opinión. Ella tenía su propio sentido de la estética y del gusto, que en parte era innato y en parte se había desarrollado y depurado mediante la experiencia. Y Nora confiaba a ciegas en él.

– ¿Es de doble hoja? -preguntó a Evan mientras se inclinaba sobre una mesa de madera de haya ribeteada de caoba.

– Viene con una sola -dijo-. Pero admite dos, y se puede encargar la segunda sin problemas.

– Con una es mejor.

Echó un vistazo al precio. Aunque, como siempre, se trataba de un gesto superfluo cuando compraba para Constance McGrath. Tras dar un paso atrás para un último examen, Nora ofreció su particular versión del «me lo llevo»: ¿por qué pronunciar tres palabras si podía resultar mucho más enfática con una sola?

– ¡Hecho! -declaró.

Evan despegó inmediatamente una etiqueta de «Vendido» de una hoja y la estampó en la mesa. Era la cuarta y última de la mañana. Nora quedó satisfecha con esa adquisición, que se añadía a la de un armario con estantes, una cómoda alta y un canapé.

Los dos se sentaron en un gran sofá mientras Evan preparaba la factura. No se pronunció ni una sola palabra relativa al diez por ciento que Nora se llevaba como comisión. Se daba por sobrentendido.

Tras despedirse de Evan, Nora se detuvo para comer algo rápido en el restaurante La Mercado. Cayó en la cuenta de que, después de todo, ya no necesitaba ir a D &D ni a Devonshire, pues había hecho todos sus recados en Sentiments y Ballister Grove. Ante una ensalada Cobb y una crepé de dulce de leche de postre, conectó el teléfono móvil.

Llamó a Constance para contarle las mil maravillas de las compras de la mañana. También devolvió las llamadas de Jeffrey y de Connor, para cumplir con el «mantenimiento marital» del día.

14

Ahora tenía algo importante que hacer en el despacho de un abogado de la calle Cuarenta y nueve este, cerca de East River.

– ¿En qué puedo ayudarla, señorita Sinclair? -preguntó el señor Steven Keppler.

Nora le dedicó una cálida sonrisa.

– Por favor, llámeme Olivia.

– Olivia, entonces. -Desde el otro lado del enorme escritorio, Keppler devolvió a Nora una sonrisa quizá demasiado amplia-. ¿Sabe?, tengo un barco que se llama así.

– ¡No me diga! -dijo Nora fingiendo interés-. Lo consideraré un buen presagio.

Pero aún le pareció más prometedor el modo en que Steven Keppler -un abogado de mediana edad y tarifas modestas que se cubría la calva con unos cuantos pelos largos- se la comía con los ojos, mirándole los pechos y las piernas. Al menos, eso garantizaba una buena travesía.

Los demás abogados varones de la lista de Nora no podían darle cita hasta al cabo de dos o tres semanas. Lo mismo hubiera ocurrido con Steven Keppler de no ser porque un cliente se había puesto enfermo inesperadamente y había cancelado la visita. Una feliz casualidad para ella. En menos de veinticuatro horas, Nora consiguió su cita. O, mejor dicho, «Olivia» consiguió su cita: para llevar a cabo su propósito, necesitaba tomar prestado el nombre de su madre.

Continuó:

– Verá, Steven, quisiera que me ayudara a constituir un negocio.

«Y, por cierto, no está dentro de mi sujetador.»

– Resulta que ésa es mi especialidad -dijo el abogado.

Nora sintió vergüenza ajena cuando el hombre terminó la frase combinando un guiño con un doble chasquido que hizo con el lateral de la boca.

– ¿Dónde estará situado ese negocio? -preguntó.

– En las islas Caimán.

– Oh -dijo, haciendo después una pausa.

Un ligero atisbo de preocupación asomó a su rostro. Su más que atractiva clienta con blusa de seda y falda corta sin duda estaba intentando burlar la ley y evitar pagar sus impuestos.

– Espero que eso no sea un problema -dijo Nora.

Las desagradables miradas incitantes de Keppler empezaban a excederse.

– Pues… no, no veo por qué… eh… debería serlo -tartamudeó-. La cuestión es que establecer un negocio allí requiere la cooperación de lo que nosotros llamamos un delegado. Simplificando, se trata de un residente en las islas Caimán que, a título exclusivamente nominativo, actúa como representante de su empresa. ¿Me explico? -Nora ya sabía todo eso, aunque no lo dio a entender, así que asintió con la cabeza como una estudiante aplicada-. Pero la suerte ha querido -añadió Keppler- que precisamente tenga empleado a un agente de esas características.

– Sí, a eso se le llama suerte -dijo Nora.

– Supongo que ahora también necesitará que le abra una cuenta corriente allí, ¿cierto?

Bingo.

– Sí, creo que sería una buena idea. ¿Puede hacerlo por mí?

– En realidad, se supone que debe usted hacerlo personalmente -dijo él.

De nuevo, Nora cambió de postura.

– Vaya, eso es un gran inconveniente -dijo.

– Lo sé, lo sé. -Se inclinó sobre el escritorio-. Tal vez yo podría mover algunos hilos y ahorrarle el viaje.

– ¡Eso sería estupendo! Me ha salvado usted la vida.

Buscó en un archivador y sacó unos formularios.

– Sólo necesito que me dé un poco de información sobre usted, Olivia.

15

El Lincoln Town Car dejó la atestada carretera 9 y avanzó a gran velocidad por la pintoresca Scarborough Road, hasta la igualmente bella Central Avenue; finalmente se metió por el camino de piedra que daba a la casa de Connor, un poco antes de la puesta de sol de aquel viernes. Cuando el chófer se disponía a abrir la portezuela del coche a Nora, Connor se le adelantó. Era evidente que estaba ansioso por verla.

– ¡Ven aquí! -le dijo al tiempo que le hacía una seña-. Casi me vuelvo loco pensando en ti.

Nora sacó un pie fuera del vehículo y se echó en los brazos de él al instante. Se besaron mientras el conductor -un italiano robusto y entrado en años- abría el maletero y cogía la maleta de Nora. Intentó no mirar, pero no pudo evitarlo. Con el sol poniéndose después de un hermoso día, y frente a una de las casas más impresionantes que había visto en su vida, estaba esa encantadora pareja, evidentemente enamorada de la cabeza a los pies. «Si eso no es tocar el cielo, no sé qué puede serlo», pensó.