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– Aquí tiene -dijo Connor.

Metió la mano en el bolsillo de sus pantalones y sacó algo de dinero. Deslizó al chófer una propina de veinte dólares.

– Gracias, señor -dijo el hombre con un marcado acento-. Es usted demasiado amable.

– ¡Y demasiado guapo! -canturreó Nora mientras abrazaba a Connor por la cintura.

«Es realmente guapo, ¿no?», pensó sin poder evitarlo.

El chófer respondió con una franca sonrisa y regresó con rapidez al coche.

– ¡Que tengan una noche agradable, jóvenes! -gritó al tiempo que volvía la cabeza.

Nora y Connor se rieron, mientras observaban unos instantes cómo el Lincoln se alejaba hasta desaparecer. Nora se separó de Connor.

– ¿Qué tal el trabajo? -preguntó-. Aunque, pensándolo mejor, no quiero hablar de eso.

– Ni yo -dijo él-. «Además, mucho trabajo y poca diversión… ¡nos vuelve asquerosamente aburridos!»

Este era uno de sus primeros mantras, y aún estaba entre sus favoritos.

– Deberíamos hacerlo aquí mismo -dijo ella guiñándole un ojo-. ¡Aquí mismo, sobre el césped! Al infierno con los vecinos. Que miren si quieren. A lo mejor los inspira.

Connor la cogió de la mano.

– En realidad, tengo una idea mejor.

– ¡Vaya! ¿Mejor que hacer el amor conmigo? ¿Qué puede ser?

– Es una sorpresa -respondió-. Sígueme.

16

– ¿Quieres hacerlo en el garaje? -preguntó Nora en tono travieso.

Connor apenas podía contener la risa.

– No -dijo-. Ésa no es la sorpresa. Aunque tu idea no es tan mala.

Había llevado a Nora por uno de los lados de la casa y se había detenido a unos tres metros del garaje de cinco plazas. Todas las puertas estaban cerradas. Nora estaba de pie junto a él, sin saber qué debía esperar.

– ¿Estás preparada? -preguntó.

Metió la mano en el otro bolsillo de sus pantalones -donde no llevaba las monedas- y sacó el mando a distancia para abrir las puertas del garaje. Tenía cinco botones y apretó el del medio. Despacio, la puerta empezó a elevarse.

– ¡Dios mío! -gritó Nora.

Detrás de la puerta, mirándolos de frente, había un flamante Mercedes SL500 descapotable de color rojo brillante, con un gran lazo blanco atado por encima de la capota.

– ¿Y bien? -dijo Connor.

Nora se había quedado sin palabras.

– Verás, si vas a ser mi esposa necesitarás tu propio vehículo, ¿no crees?

Nora seguía sin palabras, cosa que a él le causaba un gran placer.

– ¿Debo suponer que estás sorprendida?

Nora se echó en sus brazos. Por fin encontró las palabras, y las dijo muy alto:

– ¡Eres increíblemente asombroso! ¡Gracias, gracias, gracias! -Levantó su mano izquierda-. Primero un anillo precioso y ahora…

– Y ahora, una llave -dijo él como si se tratara de otro de sus mantras-. Que, por cierto, está esperando en el contacto.

Connor llevó a Nora dentro del garaje y la sentó con delicadeza en el asiento del conductor. Luego rodeó el vehículo, a la par que le quitaba el lazo, hasta llegar al otro lado.

– ¡Métele! -gritó como un colegial, saltando por encima de la puerta del copiloto.

Nora admiraba el interior del coche mientras deslizaba los dedos por la tersa piel del volante.

– ¿Qué te parece? ¿Lo estrenamos? -preguntó.

– Desde luego. Para eso está.

Ella le miró, dibujando una traviesa sonrisa con las comisuras de la boca. De pronto, sus manos ya no estaban en el contacto, sino jugueteando entre las piernas de Connor.

– Oh… -dijo satisfecho, con voz profunda y ronca.

Con gran agilidad, Nora pasó de su asiento al de Connor. Se sentó encima de él con las rodillas dobladas y empezó a acariciar su espeso pelo negro mientras le besaba con suavidad en la frente, en ambas mejillas y, finalmente, en la boca. Le desabrochó la camisa.

– ¿Hasta dónde crees que pueden abatirse estos asientos? -preguntó ella.

– Tendré que comprobarlo.

Buscó con la mano por debajo de su asiento, que de inmediato comenzó a reclinarse con un zumbido grave. Empezaron a desnudarse el uno al otro como si su ropa ardiera. La camisa de él, la blusa y el sujetador de Nora. Pantalones y falda, calzoncillos y bragas.

– Te quiero -dijo Connor mirándola a los ojos.

Era imposible no creerle y no sentir algo por él.

– Y yo a ti -respondió ella.

Y allí mismo, en el garaje, Nora cabalgó en su coche nuevo.

17

– ¿Te das cuenta de que sólo queda una habitación en toda la casa donde nunca hayamos hecho el amor? -preguntó Connor.

Parecía estar realizando cálculos mentales.

– Bueno, supongo que la noche todavía es joven -dijo Nora.

La apretó aún más fuerte entre sus brazos.

– Eres insaciable.

– Y tú un tipo con suerte.

Por fin habían salido del garaje y ahora estaban de pie en la cocina, sosteniendo su ropa, abrazados el uno al otro.

– Y hablando de ser insaciable…

Nora contuvo la risa.

– ¿Por qué sabía que ibas a decir eso? Muy bien, chico nudista. ¿Qué me dices de una tortilla?

– Me parece perfecto. ¿Salimos fuera? ¿Llamo al Inn de Pound Ridge? ¿O al Iron Horse?

Nora negó con la cabeza.

– ¿De qué quieres la tortilla? Me apetece cocinar para ti.

– Sorpréndeme -dijo él-. De hecho, éste será el tema de la velada: las sorpresas.

Y por primera vez, Nora sintió una punzada en el estómago. «Tú lo has dicho.»

Connor salió de la estancia para darse una ducha rápida, no sin antes recoger la maleta de Nora, que se había quedado en el camino de entrada. Nora la abrió en la cocina y sacó unos vaqueros cuidadosamente doblados y una camiseta blanca de algodón.

Entonces, como si se tratara de un viejo amigo, oyó una vocecilla dentro de su cabeza: «Vamos, Nora, no te eches atrás».

Se vistió y comenzó a preparar la tortilla. En el cajón de las verduras encontró media cebolla Vidalia, un pimiento verde y un poco de jamón de Virginia cortado muy grueso. Tenía lo necesario para hacer una tortilla del Oeste.

«La decisión ya está tomada. Sólo son nervios, nada más. Sabes que puedes hacerlo… No es la primera vez.» A lo largo del antepecho de la cocina había una banda magnética para sostener los cuchillos grandes. Nora los miró. Estaban dispuestos en una hilera perfecta y muy bien afilados. Cogió el más grande de todos y lo agarró con fuerza; sus dedos se adaptaron a la suave curva del mango antes de oprimirlo con firmeza.

«Olvida el coche. Y el anillo. Sobre todo, el anillo.»

Los huevos ya estaban batidos y el pimiento verde, troceado. Nora estaba cortando el jamón en tacos. Se encontraba de pie, frente a la tabla de cortar, junto al fregadero, dando la espalda a la entrada de la cocina. Entonces oyó a Connor.

– Estoy tan hambriento que podría comerme un restaurante entero.

Su voz se aproximaba y cada una de sus palabras se oía un poco más fuerte.

«¡Hazlo, Nora!»

Avanzaba directamente hacia ella.

«¡Hazlo ahora!»

Cortó otro trozo de jamón con la mirada fija en el cuchillo; lo agarró aún más fuerte y sus nudillos se volvieron completamente blancos. La luz caía a plomo desde el techo y se reflejaba sobre la hoja de acero. Todavía quedaba tiempo para cambiar de idea.

Los pasos de Connor se escuchaban detrás de ella, y se acercaban cada vez más. Nora sintió su cálido aliento en la nuca. Estaba ahí mismo, a su alcance. Se dio la vuelta, de repente, con la mano alzada en el aire.