Lo último que quería era que se marchara para seguir regodeándose en el remordimiento.
– Sólo por mi cumpleaños -le presioné.
– No puedes tener las dos cosas, o quieres que la gente ignore tu cumpleaños o no lo quieres. Una cosa u otra.
Su voz sonaba severa, pero no tan seria como antes. Para mis adentros, suspiré con alivio.
– De acuerdo. Acabo de decidir que no quiero que ignores mi cumpleaños. Te veré arriba.
Me volví un momento para recoger mis paquetes. El frunció el ceño.
– No estás obligada a llevártelos.
– Quiero hacerlo -le respondí a bote pronto; luego, me pregunté si no estaría usando conmigo la táctica de llevarme la contraria para que hiciera lo que él quería.
– No, no estás obligada. Carlisle y Esme sólo han gastado dinero.
– Los acepto -coloqué los paquetes de cualquier modo debajo del brazo bueno y cerré la puerta de un portazo al salir. Él se bajó del coche y estuvo a mi lado en menos de un segundo.
– En tal caso, déjame que te los lleve -dijo mientras me los quitaba-. Estaré en tu habitación.
Yo sonreí.
– Gracias.
– Feliz cumpleaños -suspiró y se inclinó para rozar mis labios con los suyos.
Me puse de puntillas para prolongar el beso, pero él se retiró, sonrió con esa sonrisa traviesa que tanto me gustaba y desapareció en la oscuridad.
El juego no se había acabado. Tan pronto como traspasé la puerta principal, sonó el timbre que anunciaba mi llegada por encima del parloteo del gentío en la televisión.
– ¿Bella? -me llamó Charlie.
– Hola, papá -contesté al doblar la esquina que daba al salón. Acerqué el brazo al costado. La ligera presión me quemaba y arrugué la nariz. Al parecer, se estaba yendo el efecto de la anestesia.
– ¿Cómo te lo has pasado? -Charlie estaba tumbado con los pies descalzos apoyados en el brazo del sofá. Tenía aplastado contra la cabeza lo que le quedaba de su cabello marrón rizado.
– Alice se pasó. Pastel, flores, velas, regalos… Vamos, el lote completo.
– ¿Qué te han regalado?
– Un estéreo para el coche -y varias cosas que aún no había visto.
– Guau.
– Vaya -asentí-. En fin, menuda nochecita.
– Te veré por la mañana.
Me despedí con la mano.
– Hasta mañana.
– ¿Qué le ha pasado a tu brazo?
Enrojecí y maldije en mi fuero interno.
– Resbalé, pero no ha sido nada.
– Ay, Bella -suspiró él al tiempo que sacudía la cabeza.
– Buenas noches, papá.
Me apresuré hacia el baño, donde guardaba mi pijama para noches como éstas. Me puse el top y los pantalones de algodón a juego que tenía allí para reemplazar la sudadera llena de agujeros que solía usar para irme a la cama. Hacía gestos de dolor con cada movimiento que me tiraba de los puntos. Me lavé la cara con una mano, los dientes, y me precipité a mi habitación.
Estaba sentado en el centro de mi cama sin dejar de juguetear ociosamente con una de las cajas plateadas.
– Hola -dijo con voz apenada; parecía regodearse en la tristeza.
Me fui a la cama, le quité los regalos de las manos y me senté en su regazo.
– Hola -me acurruqué contra su pecho pétreo-. ¿Puedo abrir mis regalos ahora?
– ¿A qué viene tanto entusiasmo repentino? -me preguntó.
– Has despertado mi curiosidad.
Tomé en primer lugar el paquete plano y alargado; suponía que era el regalo de Carlisle y Esme.
– Déjame -sugirió él. Me lo quitó de las manos, rompió el papel con un movimiento fluido y me devolvió una caja blanca rectangular.
– ¿Estás seguro de que podré apañarme para abrir la tapa? -murmuré, pero me ignoró.
Dentro de la caja había una larga pieza de papel grueso con una agobiante cantidad de letra impresa de gran calidad. Me llevó un minuto comprender lo fundamental de la información.
– ¿Vamos a ir a Jacksonville? -me emocioné a mi pesar. Era un vale para billetes de avión, para ambos.
– Esa es la idea.
– No puedo creerlo. ¡Renée se va poner loca de contento! ¿Seguro que no te importa? Es un lugar soleado y tendrás que estar dentro todo el día.
– Creo que me las apañaré -contestó, pero luego frunció el ceño-. Te habría obligado a abrirlo delante de Carlisle y Esme de haberme imaginado que corresponderías con tanto entusiasmo a un regalo como éste. Pensé que protestarías.
– Bueno, es cierto que es excesivo. Pero ¡lo aceptaría sólo por llevarte conmigo!
Se rió entre dientes.
– Ahora desearía haberme gastado dinero en tu regalo. No me había dado cuenta de que pudieras ser tan razonable.
Dejé los billetes a un lado y tomé su regalo, ya que mi curiosidad se había reavivado. Me lo quitó de las manos y lo desenvolvió como el primero.
Me devolvió un estuche de regalo para CD con un disco virgen plateado en el interior.
– ¿Qué es? -pregunté, perpleja.
No dijo nada. Tomó el CD y se alzó sobre mí para ponerlo en el reproductor que había en la mesilla de noche. Pulsó el botón de play y esperamos en silencio. Entonces, empezó a sonar la música.
Escuché con los ojos como platos y sin poder articular palabra. Supe que él esperaba mi reacción, pero fui incapaz de hablar. Se me llenaron los ojos de lágrimas y alcé la mano para limpiármelas antes de que empezaran a derramarse.
– ¿Te duele el brazo? -me preguntó con ansiedad.
– No, no es mi brazo. Es precioso, Edward. No me podías haber regalado nada que me gustara más. No puedo creerlo.
Me callé, porque quería seguir escuchando la música. Su música. La había compuesto él. La primera pista del CD era mi nana.
– Supuse que no me dejarías traer aquí un piano para interpretarla -me explicó.
– Tienes razón.
– ¿Te duele el brazo?
– Está bastante bien -en realidad, comenzaba a arderme debajo del vendaje. Quería ponerme hielo. Me hubiera gustado colocarlo encima de su fría mano, pero eso me hubiera delatado.
– Te traeré un Tylenol.
– No necesito nada -protesté, pero me desligó de su regazo y se dirigió a la puerta.
– Charlie -susurré; él no estaba informado «exactamente» de que Edward se quedaba a menudo. De hecho, le hubiera dado un infarto de haberlo sabido, pero no me sentía demasiado culpable por engañarle. No era como si estuviera haciendo algo que él no quisiera que hiciese. Edward tenía sus reglas…
– No me verá -prometió Edward mientras desaparecía silenciosamente por la puerta. Volvió a tiempo de sujetarla antes de que el borde llegara a tocar el marco. Traía una caja de pastillas en una mano y un vaso de agua en la otra.
Tomé las pastillas que me dio sin protestar, ya que sabía que perdería en la discusión. Además, el brazo me molestaba de veras.
Mi nana continuaba sonando de fondo, dulce y encantadora.
– Es tarde -señaló Edward. Me alzó por encima de la cama con un brazo y con el otro abrió la cama. Me acostó con la cabeza en la almohada y me arropó bien con el edredón. Se acostó a mi lado, pero encima de la ropa de cama de modo que no me quedara congelada y me pasó el brazo por encima.
Apoyé la cabeza en su hombro y suspiré, feliz.
– Gracias otra vez -susurré.
– No hay de qué.
Nos quedamos sin movernos ni hablar durante un buen rato, hasta que la nana llegó a su fin y comenzó otra canción. Reconocí la favorita de Esme.
– ¿En qué estás pensando? -le pregunté con un murmullo.
Dudó un segundo antes de contestarme.
– Estaba pensando en el bien y el mal.
Un escalofrío me recorrió la columna.
– ¿Te acuerdas de cuando decidí que no quería que ignoraras mi cumpleaños? -le pregunté enseguida con la esperanza de que mi intento de distraerle no pareciera demasiado evidente.
– Sí -admitió con cautela.
– Bien, estaba pensando… que ya que todavía es mi cumpleaños, quería que me besaras otra vez.