– No -respondió despacio, sacudiendo la cabeza-. No olvidarán. Pero…
– ¿Pero?
Sonrió ampliamente mientras le miraba con tristeza. Quizá yo no era la única que estaba loca.
– Tengo unos cuantos planes.
– Y esos planes -comenté mientras mi voz se volvía cada vez más ácida con cada palabra-, esos planes se centran todos en mantenerme humana.
Mi actitud hizo que su expresión se endureciera.
– Naturalmente.
Su tono era brusco y su rostro divino mostraba arrogancia. Nos fulminamos con la mirada el uno al otro durante un minuto largo.
Entonces, respiré hondo y cuadré los hombros. Le empujé los brazos para poder sentarme.
– ¿Quieres que me vaya? -me preguntó y mi corazón palpitó con fuerza al ver que esa idea le hería, aunque intentaba no demostrarlo.
– No -le contesté-. Soy yo la que se va.
Me miró con suspicacia mientras salía de la cama y deambulaba de un lado para otro de la habitación en busca de mis zapatos.
– ¿Puedo preguntarte adónde vas? -inquirió.
– Voy a tu casa -le dije, todavía andando de un sitio para otro a ciegas.
Él se levantó y se acercó a mí.
– Aquí están tus zapatos. ¿Y cómo planeas llegar hasta allí?
– En mi coche.
– Eso probablemente despertará a Charlie -me ofreció la idea como un elemento disuasorio.
Suspiré.
– Ya lo sé, pero para serte sincera, tal como están las cosas, estaré encerrada durante semanas. ¿Cuántos problemas más me puedo acarrear?
– Ninguno. Me echará la culpa a mí, no a ti.
– Si tienes una idea mejor, soy toda oídos.
– Quédate aquí -sugirió, aunque su expresión no mostraba mucha esperanza al respecto.
– Mala suerte, pero ¡adelante! Quédate y siéntete como en tu casa -le animé, sorprendida de lo natural que sonaba mi broma y me dirigí a la puerta.
Él ya estaba allí, delante de mí, bloqueándome el camino.
Fruncí el ceño y me volví hacia la ventana. No estaba tan lejos del suelo y había bastante hierba justo debajo…
– Bien -suspiró-. Te llevaré.
Me encogí de hombros.
– Como quieras. De todas maneras, probablemente tú también deberías estar presente.
– ¿Y eso por qué?
– Porque tienes opiniones para todo y estoy segura de que querrás una oportunidad para hacer alarde de unas cuantas.
– ¿Opiniones respecto a qué…? -preguntó entre dientes.
– Esto no es algo que tenga ya sólo que ver contigo. No eres el centro del universo, ¿sabes? -en lo que se refería a mi propio universo, quizás, fuera otra cuestión-. Tal vez tu familia tenga algo que decir si vas a conseguir que se nos echen encima los Vulturis por algo tan estúpido como que yo continúe siendo humana.
– ¿Decir… sobre… qué? -preguntó, separando cuidadosamente las palabras.
– Sobre mi mortalidad. La voy a someter a votación.
La votación
No estaba complacido, eso saltaba a la vista sólo con mirarle a la cara, pero me tomó en brazos sin discutir más y saltó ágilmente desde mi ventana para aterrizar en el más absoluto silencio, como un gato. Había más altura de la que pensaba.
– Entonces de acuerdo -dijo con una voz rabiosa que expresaba su desaprobación-. Sube.
Me ayudó a encaramarme a su espalda y echó a correr. Me pareció algo habitual incluso después de haber transcurrido tanto tiempo. Resultaba fácil. Evidentemente, era algo que nunca se olvidaba, como ir en bici.
Mientras él atravesaba el bosque corriendo, con la respiración lenta y acompasada, todo permaneció en calma y a oscuras, tanto que apenas veíamos los árboles cuando pasábamos como un bólido delante de ellos. Sólo el azote del viento en el rostro daba verdadera medida de la velocidad a la que íbamos. El aire era húmedo y no me quemaba los ojos como lo había hecho en la gran plaza, lo cual suponía un alivio. La negrura me parecía conocida y protectora, igual que el grueso edredón debajo del cual jugaba de niña.
Me acordé de cómo solían asustarme aquellas carreras por el bosque, y también de que cerraba los ojos. Ahora se me antojaba una reacción estúpida. Mantuve los ojos abiertos y apoyé el mentón en su hombro, rozando su cuello con la mejilla.
La velocidad resultaba tonificante. Cien veces mejor que la moto.
Volví mi cara hacia él y apreté los labios sobre la piel -fría como la piedra- de su cuello.
– Gracias -dijo mientras dejábamos atrás las vagas siluetas oscuras de los árboles-. ¿Significa eso que has decidido que estás despierta?
Me reí. Mi risa sonaba fácil, natural, fluida. Sonaba bien.
– En realidad, no. Más bien, todo lo contrario. Voy a intentar no despertar, al menos, no esta noche.
– No sé cómo, pero volveré a ganarme tu confianza -murmuró, en su mayor parte para él-. Aunque sea lo último que haga.
– Confío en ti -le aseguré-, pero no en mí.
– Explica eso, por favor.
Ralentizó el ritmo hasta limitarse a andar -sólo me di cuenta porque cesó el viento- y supuse que no debíamos de estar lejos de la casa. De hecho, me pareció distinguir en medio de la oscuridad el sonido del río mientras fluía en algún lugar cercano.
– Bueno… -me devané los sesos para encontrar la forma adecuada de expresarlo-. No confío en que yo, por mí misma, reúna méritos suficientes para merecerte. No hay nada en mí capaz de retenerte.
Se detuvo y se estiró para bajarme de la espalda. Sus manos suaves no me soltaron después de dejarme en el suelo y me abrazó con fuerza, apretándome contra su pecho.
– Me retendrás de forma permanente e inquebrantable -susurró-. Nunca lo dudes.
Ya, pero ¿cómo no iba a tener dudas?
– Al final no me lo has dicho… -musitó él.
– ¿El qué?
– Cuál era tu gran problema.
– Te dejaré que lo adivines -suspiré mientras alzaba la mano para tocarle la punta de la nariz con el dedo índice.
Asintió con la cabeza.
– Soy peor que los Vulturis -dijo en tono grave-. Supongo que me lo merezco.
Puse los ojos en blanco.
– Lo peor que los Vulturis pueden hacer es matarme -esperó, tenso-. Tú puedes dejarme -le expliqué-. Los Vulturis o Victoria no pueden hacer nada en comparación con eso.
Incluso en la penumbra, atisbé la angustiada crispación de su rostro. Me recordó la expresión que adoptó cuando Jane le torturó. Me sentí mal y lamenté haberle dicho la verdad.
– No -susurré al tiempo que le acariciaba la cara-, no estés triste.
Curvó las comisuras de los labios en una sonrisa tan carente de alegría que no llegó a sus ojos.
– Sólo hay una forma de hacerte ver que no puedo dejarte -susurró-. Supongo que no hay otro modo de convencerte que el tiempo.
La idea del tiempo me agradó.
– Vale -admití.
Su rostro seguía martirizado, así que intenté distraerle con tonterías sin importancia.
– Bueno, ahora que vas a quedarte, ¿puedo recuperar mis cosas? -le pregunté con el tono de voz más desenfadado del que fui capaz.
Mi intento funcionó en gran medida: se rió, pero el sufrimiento no desapareció de sus ojos.
– Tus cosas nunca desaparecieron -me dijo-. Sabía que obraba mal, dado que te había prometido paz sin recordatorio alguno. Era estúpido e infantil, pero quería dejar algo mío junto a ti. El CD, las fotografías, los billetes de avión… todo está debajo de las tablas del suelo.
– ¿De verdad?
Asintió. Parecía levemente reconfortado por mi evidente alegría ante este hecho tan trivial, aunque no bastó para borrar el dolor de su rostro por completo.