– Creo -dije lentamente-, no estoy segura, pero me pregunto… Quizá lo he sabido todo el tiempo.
– ¿Qué es lo que sabías?
Sólo pretendía alejar el sufrimiento de sus ojos, pero las palabras sonaron más veraces de lo que esperaba cuando las pronuncié.
– Una parte de mí, tal vez fuera mi subconsciente, jamás dejó de creer que te seguía importando que yo viviera o muriera. Ese es el motivo por el que oía las voces.
Se hizo un silencio absoluto durante un momento.
– ¿Voces? -repitió con voz apagada.
– Bueno, sólo una, la tuya. Es una larga historia -la desconfianza de sus facciones me hizo desear no haber sacado el tema a colación. ¿Pensaría él, como todos los demás, que estaba loca? ¿Tenían razón en ese punto? Pero al menos desapareció de su rostro la expresión de que algo iba a arder.
– Tengo tiempo de sobra -repuso de forma forzada, pero sin alterar la voz.
– Es bastante patético.
Esperó.
No estaba segura de cuál podía ser la mejor forma de explicárselo.
– ¿Recuerdas lo que dijo Alice sobre los deportes de alto riesgo?
Pronunció las palabras sin inflexión ni énfasis de ningún tipo:
– Saltaste desde un acantilado por diversión.
– Esto… Cierto, y antes que eso, monté en moto…
– ¿En moto? -inquirió. Conocía su voz lo bastante bien para detectar cuándo se cocía algo detrás de su calma aparente.
– Supongo que no le conté a Alice esa parte.
– No.
– Bueno, sobre eso… Mira, descubrí que te recordaba con mayor claridad cuando hacía algo estúpido o peligroso… -le confesé, sintiéndome completamente chiflada-. Recordaba cómo sonaba tu voz cuando te enfadabas. La escuchaba como si estuvieras a mi lado. En general, intentaba no pensar en ti, pero en momentos como aquéllos no me dolía mucho, era como si volvieras a protegerme, como si no quisieras que resultara herida.
»Y bueno, me preguntaba si la razón de que te oyera con tal nitidez no sería que, debajo de todo eso, siempre supe no habías dejado de quererme…
Tal y como había ocurrido antes, las palabras cobraron poder de convicción a medida que las pronunciaba. Eran sinceras. Una fibra en lo más sensible de mi ser supo que yo decía la verdad.
– Tú… arriesgabas la… vida… para oírme… -dijo con voz sofocada.
– Calla -le atajé-. Espera un segundo. Creo que estoy teniendo una epifanía en estos momentos…
Pensé en la noche de mi primer delirio, la que había pasado en Port Angeles. Había planteado dos opciones -locura o deseo de sentirme realizada- sin ver la tercera alternativa.
Pero ¿qué ocurriría si…?
¿Qué ocurriría si hubiera creído sinceramente que algo era cierto, aunque estuviera totalmente equivocada? ¿Qué sucedería si hubiera estado tan empecinadamente segura de que tenía razón que no me hubiera detenido a considerar la verdad? ¿Qué habría hecho la verdad? ¿Permanecer en silencio o intentar abrirse camino?
La tercera opción era que Edward me amaba. El vínculo establecido entre nosotros dos era de los que ni la ausencia ni la distancia ni el tiempo podían romper, y no importaba que él pudiera ser más especial, guapo, brillante o perfecto que yo, él estaba tan irremediablemente atado como yo, y si yo le iba a pertenecer siempre, eso significaba que él siempre iba a ser mío.
¿Era eso lo que había estado intentado decirme a mí misma?
– ¡Vaya!
– ¿Bella?
– Ya, vale. Lo entiendo.
– ¿En qué consiste tu epifanía…? -me preguntó con voz tensa.
– Tú me amas -dije maravillada. La sensación de convicción y certeza me invadió de nuevo.
Aunque la ansiedad continuó presente en sus ojos, la sonrisa torcida que más me gustaba se extendió por su rostro.
– Con todo mi ser.
Mi corazón se hinchó de tal modo que estuvo a punto de romperme las costillas. Ocupó mi pecho por completo y me obstruyó la garganta dejándome sin habla.
Me quería de verdad igual que yo a él, para siempre. Era sólo el miedo a que yo perdiera mi alma y las demás cosas propias de una existencia humana, eso fue lo que le llevó a intentar con tanta desesperación que yo siguiera siendo una mortal. Comparado con el miedo a que no me quisiera, ese obstáculo -mi alma- casi parecía una menudencia.
Me tomó el rostro entre sus manos heladas y me besó hasta que sentí tal vértigo que el bosque empezó a dar vueltas. Entonces, inclinó su frente sobre la mía y supe que yo no era la única que respiraba más agitadamente de lo normal.
– ¿Sabes? Se te da mejor que a mí -me dijo.
– ¿El qué?
– Sobrevivir. Al menos, tú lo intentaste. Te levantabas por las mañanas, procurabas llevar una vida normal por el bien de Charlie, y seguiste tu camino. Yo era un completo inútil cuando no estaba rastreando. No podía estar cerca de mi familia ni de nadie más. Me avergüenza admitir que me acurrucaba y dejaba que el sufrimiento se apoderara de mí -esbozó una sonrisa turbada-. Fue mucho más patético que oír voces.
Me sentía profundamente aliviada de que pareciera comprenderlo, me reconfortaba que todo aquello tuviera sentido para él. En todo caso, no me miraba como si estuviera loca. Me miraba como… si me amara.
– Sólo una voz -le corregí.
Se echó a reír y me apretó con fuerza a su costado derecho antes de guiarme hacia delante.
– Por cierto, que en este asunto tan sólo te estoy siguiendo la corriente -hizo un amplio movimiento de mano que abarcaba la negrura de delante, donde se alzaba algo pálido e inmenso; entonces comprendí que se refería a la casa-. Lo que ellos digan no me importa lo más mínimo.
– Ahora, esto también les afecta a ellos.
Se encogió de hombros con indiferencia.
Me guió al interior de la casa a oscuras por la puerta del porche -que estaba abierta- y encendió las luces. La estancia estaba tal y como la recordaba: el piano, los sofás tapizados de blanco y la imponente escalera de color claro. No había polvo ni sábanas blancas.
Edward los llamó por sus nombres sin hablar más alto que en una conversación normaclass="underline"
– ¿Carlisle? ¿Esme? ¿Rosalie? ¿Emmett? ¿Jasper? ¿Alice?
Le oirían.
De pronto, Carlisle estaba junto a mí. Parecía que llevara allí un buen rato.
– Bienvenida otra vez, Bella -sonrió-. ¿Qué podemos hacer por ti en plena madrugada? A juzgar por la hora, supongo que no se trata de una simple visita de cortesía, ¿verdad?
Asentí.
– Me gustaría hablar con todos vosotros enseguida si os parece bien. Se trata de algo importante.
No pude evitar alzar los ojos para ver el rostro de Edward mientras hablaba. Su expresión era crítica, pero resignada. Al volver los ojos hacia Carlisle, vi que también él observaba a Edward.
– Por supuesto -dijo Carlisle-. ¿Por qué no hablamos en la otra habitación?
Carlisle abrió la marcha por el luminoso cuarto de estar y dobló la esquina hacia el comedor al tiempo que encendía las luces. Las paredes eran blancas y los techos altos, igual que el cuarto de estar. En el centro de la habitación, debajo de una araña que pendía a baja altura, había una gran mesa oval de madera lustrada con ocho sillas a su alrededor. Carlisle me ofreció una en la cabecera de la mesa.
Jamás había visto a los Cullen usar la mesa del comedor, era… puro atrezo. Nunca comían en casa.
Vi que no estaba sola en cuanto me di la vuelta para sentarme en la silla. Esme había seguido a Edward, y detrás de ella entró en fila india toda la familia.
Carlisle se sentó a mi derecha y Edward a la izquierda. Todos tomaron asiento en silencio. Alice, que ya estaba en el ajo, me sonreía. Emmett y Jasper parecían curiosos y Rosalie me dirigió una sonrisa disimulada para tantear el terreno. Le respondí con otra igualmente tímida. Me iba a llevar algún tiempo acostumbrarme.