– ¡No! ¡No! ¡NO! -bramó Edward que entró como un ciclón en la estancia. Lo tenía en mi cara antes de hubiera tenido tiempo de pestañear, inclinado sobre mí, con el rostro distorsionado por la cólera-. ¿Estás loca? ¿Has perdido el juicio?
Retrocedí con las manos en los oídos.
– Eh… Bella, no me parece que yo esté lista para esto -terció Alice con una nota de ansiedad en la voz-. Necesito prepararme…
– Lo prometiste -le recordé ante la mirada de Edward.
– Lo sé, pero… Bella, de verdad, no sé cómo hacerlo sin matarte.
– Puedes hacerlo -le alenté-. Confío en ti.
Edward gruñó furioso.
Alice negó de inmediato con la cabeza. Parecía atemorizada.
– ¿Carlisle?
Me volví para mirarle.
Edward me agarró el rostro con una mano y me obligó a mirarle mientras alargaba la otra mano, extendida hacia Carlisle para detenerle, pero éste hizo caso omiso del gesto y respondió a mi pregunta.
– Soy capaz de hacerlo -me hubiera gustado poder ver su expresión-. No corres peligro de que yo pierda el control.
– Suena bien.
Esperaba que Carlisle hubiera podido entenderme. Resultaba difícil hablar con claridad dada la fuerza con que Edward me sujetaba la mandíbula.
– Espera -me pidió entre dientes-. No tiene por qué ser ahora.
– No hay razón alguna para que no pueda ser ahora -repuse, aunque las palabras resultaron incomprensibles.
– Se me ocurren unas cuantas.
– Naturalmente que sí -contesté con acritud-. Ahora, aléjate de mí.
Me soltó la cara y se cruzó de brazos.
– Charlie va a venir a buscarte aquí dentro de tres horas. No me extrañaría que trajera a sus ayudantes.
– Vendrá con los tres.
Fruncí el ceño.
Ésa era siempre la parte más dura. Charlie, Renée y ahora también Jacob. La gente que iba a perder, las personas a quienes iba a hacer daño. Deseaba que hubiera alguna forma de ser yo la única que sufriera, pero sabía que era del todo imposible.
Por otra parte, les iba a causar más daño permaneciendo humana: al poner en peligro constante a Charlie a causa de nuestra proximidad, a Jacob, ya que iba a arrastrar a sus enemigos a la tierra que él se sentía llamado a proteger, y a Renée… Ni siquiera podía arriesgarme a visitar a mi propia madre por miedo a llevar conmigo mis mortíferos problemas.
Sin duda yo era un imán para el peligro. Lo tenía más que asumido.
Una vez aceptado esto, era consciente de mi necesidad de ser capaz de cuidarme por mí misma y proteger a quienes amaba, incluso aunque eso supusiera no estar con ellos. Debía ser fuerte.
– Sugiero que pospongamos esta conversación en aras de seguir pasando desapercibidos -dijo Edward, que seguía hablando con los dientes apretados, pero ahora se dirigía a Carlisle-. Al menos, hasta que Bella termine el instituto y se marche de casa de Charlie.
– Es una petición razonable, Bella -señaló Carlisle.
Pensé en la reacción de mi padre al despertarse por la mañana, después de lo que había sufrido con la pérdida de Harry, cuando también yo se las había hecho pasar canutas al desaparecer sin dar explicaciones. Encontraría mi cama vacía… Charlie se merecía algo mejor y sólo se trataba de retrasarlo un poco más, ya que la graduación no estaba lejana…
Fruncí los labios.
– Lo consideraré.
Edward se relajó y dejó de apretar los dientes.
– Lo mejor sería que te llevara a casa -dijo, ahora más sereno, pero se veía claro que tenía prisa por sacarme de allí-. Sólo por si Charlie se despierta pronto.
Miré a Carlisle.
– ¿Después de la graduación?
– Tienes mi palabra.
Respiré hondo, sonreí y me volví hacia Edward.
– Vale, puedes llevarme a casa.
Edward me sacó de la casa antes de que Carlisle pudiera prometerme nada más. Me sacó de espaldas, por lo que no conseguí ver qué se había roto en el comedor.
El viaje de regreso fue silencioso. Me sentía triunfal y un poco pagada de mí misma. También estaba muerta de miedo, por supuesto, pero intenté no pensar en esa parte. No hacía ningún bien preocupándome por el dolor -físico o emocional-, así que no lo hice. No hasta que fuera totalmente necesario.
Edward no se detuvo al llegar a mi casa. Subió la pared a toda pastilla y entró por mi ventana en una fracción de segundo. Luego, retiró mis brazos de su cuello y me depositó en la cama.
Creí que me hacía una idea bastante aproximada de lo que pensaba, pero su expresión me sorprendió, ya que era calculadora en vez de iracunda. En silencio, paseó por mi habitación de un lado para otro como una fiera enjaulada mientras yo le miraba con creciente recelo.
– Sea lo que sea lo que estés maquinando, no va a funcionar -le dije.
– Calla. Estoy pensando.
– ¡Bah! -me quejé mientras me dejaba caer sobre la cama y me ponía el edredón por encima de la cabeza.
No se oyó nada, pero de pronto estaba ahí. Retiró el edredón de un tirón para poderme ver. Se tendió a mi lado y extendió la mano para acariciarme el pelo desde la mejilla.
– Si no te importa, preferiría que no ocultaras la cara debajo de las mantas. He vivido sin ella tanto como podía soportar; y ahora, dime una cosa.
– ¿Qué? -pregunté poco dispuesta a colaborar.
– Si te concedieran lo que más quisieras de este mundo, cualquier cosa, ¿qué pedirías?
Sentí el escepticismo en mis ojos.
– A ti.
Sacudió la cabeza con impaciencia.
– Algo que no tengas ya.
No estaba segura de adonde me quería conducir, por lo que le di muchas vueltas antes de responder. Ideé algo que fuera verdad y al mismo tiempo bastante improbable.
– Me gustaría que no tuviera que hacerlo Carlisle… Desearía que fueras tú quien me transformara.
Observé su reacción con cautela mientras esperaba otra nueva dosis de la ira demostrada en su casa. Me sorprendía que mantuviera impertérrito el ademán. Su expresión seguía siendo cavilosa y calculadora.
– ¿Qué estarías dispuesta a dar a cambio de eso?
No pude dar crédito a mis oídos. Me quedé boquiabierta al ver su rostro sereno y solté la respuesta a bocajarro antes de pensármelo:
– Cualquier cosa.
Sonrió ligeramente y frunció los labios.
– ¿Cinco años?
Mi rostro se crispó en una mueca que entremezclaba desilusión y miedo a un tiempo.
– Dijiste «cualquier cosa» -me recordó.
– Sí, pero vas a usar el tiempo para encontrar la forma de escabullirte. He de aprovechar la ocasión ahora que se presenta. Además, es demasiado peligroso ser sólo un ser humano, al menos para mí. Así que, cualquier cosa menos eso.
Puso cara de pocos amigos.
– ¿Tres años?
– ¡No!
– ¿Es que no te merece la pena?
Pensé en lo mucho que había deseado aquello, pero decidí poner cara de póquer y no permitir que se diera cuenta de lo mucho que significaba para mí. Eso me daría más ventaja.
– ¿Seis meses?
Puso los ojos en blanco.
– No es bastante.
– En ese caso, un año -dije-. Ése es mi límite.
– Concédeme dos al menos.
– Ni loca. Voy a cumplir diecinueve, pero no pienso acercarme ni una pizca a los veinte. Si tú vas a tener menos de veinte para siempre, entonces yo también.
Se lo pensó durante un minuto.
– De acuerdo. Olvídate de los límites de tiempo. Si quieres que sea yo quien lo haga, tendrás que aceptar otra condición.
– ¿Condición? -pregunté con voz apagada-. ¿Qué condición?
Había cautela en su mirada y habló despacio.
– Casarte conmigo primero.
– … -le miré, a la espera-. Vale, ¿cuál es el chiste?
Él suspiró.
– Hieres mi ego, Bella. Te pido que te cases conmigo y tú piensas que es un chiste.