Выбрать главу

– Edward, por favor, sé serio.

– Hablo completamente en serio -no había el menor atisbo de broma en su rostro.

– Oh, vamos -dije con una nota de histeria en la voz-. Sólo tengo dieciocho años.

– Bueno, estoy a punto de cumplir los ciento diez. Va siendo hora de que siente la cabeza.

Miré hacia otro lado, en dirección a la oscura ventana, tratando de controlar el pánico antes de que fuera demasiado tarde.

– Verás, el matrimonio no figura precisamente en la lista de mis prioridades, ¿sabes? Fue algo así como el beso de la muerte para Renée y Charlie.

– Interesante elección de palabras.

– Sabes a qué me refiero.

Respiré hondo.

– Por favor, no me digas que tienes miedo al compromiso -espetó con incredulidad, y entendí qué quería decir.

– No es eso exactamente -repuse a la defensiva-. Temo… la opinión de Renée. Tiene convicciones muy profundas contra eso de casarse antes de los treinta.

– Preferiría que te convirtieras en una eterna maldita antes que en una mujer casada -se rió de forma sombría.

– Te crees muy gracioso.

– Bella, no hay comparación entre el nivel de compromiso de una unión marital y renunciar a tu alma a cambio de convertirte en vampiro para siempre -meneó la cabeza-. Si no tienes valor suficiente para casarte conmigo, entonces…

– Bueno -le interrumpí-. ¿Qué pasaría si lo hiciera? ¿Y si te dijera que me llevaras a Las Vegas ahora mismo? ¿Sería vampiro en tres días?

Sonrió y los dientes le relampaguearon en la oscuridad.

– Seguro -contestó poniéndome en evidencia-. Voy a por mi coche.

– ¡Caray! -murmuré-. Te daré dieciocho meses.

– No hay trato -repuso con una sonrisa-. Me gusta esta condición.

– Perfecto. Tendré que conformarme con Carlisle después de la graduación.

– Si es eso lo que realmente quieres… -se encogió de hombros y su sonrisa se tornó realmente angelical.

– Eres imposible -refunfuñé-, un monstruo.

Se rió entre dientes.

– ¿Es por eso por lo que no quieres casarte conmigo?

Volví a refunfuñar.

Se reclinó sobre mí. Sus ojos, negros como la noche, derritieron, quebraron e hicieron añicos mi concentración.

– Bella, ¿por favor…?-susurró.

Durante un momento se me olvidó respirar. Sacudí la cabeza en cuanto me recobré en un intento de aclarar de golpe la mente obnubilada.

– ¿Saldría esto mejor si me dieras tiempo para conseguir un anillo?

– ¡No! ¡Nada de anillos! -dije casi a voz en grito.

– Vale, ya le has despertado -cuchicheó.

– ¡Huy!

– Charlie se está levantando. Será mejor que me vaya -dijo Edward con resignación.

Mi corazón dejó de latir.

Evaluó mi expresión durante un segundo.

– Bueno, entonces, ¿sería muy infantil por mi parte que me escondiera en tu armario?

– No -musité con avidez-. Quédate, por favor.

Edward sonrió y desapareció.

Hervía de indignación mientras esperaba a que Charlie acudiera a mi habitación para controlarme. Edward sabía exactamente qué estaba haciendo y yo me inclinaba a creer que todo aquel presunto agravio formaba parte de un ardid. Por supuesto, aún me quedaba el cartucho de Carlisle, pero al saber que existía la posibilidad de que fuera él quien me transformara, lo deseé con verdadera desesperación. ¡Menudo tramposo!

Mi puerta se abrió con un chirrido.

– Buenos días, papá.

– Ah, hola, Bella -pareció avergonzado al verse sorprendido-. No sabía que estabas despierta.

– Sí. Estaba esperando a que te despertaras para ducharme -hice ademán de levantarme.

– Espera -me detuvo mientras encendía la luz. Parpadeé bajo la repentina luminosidad y procuré mantener la vista lejos del armario-. Hablemos primero un minuto.

No conseguí reprimir una mueca. Había olvidado pedirle a Alice que se inventara una buena excusa.

– Estás metida en un lío, ya lo sabes.

– Sí, lo sé.

– Estos tres últimos días he estado a punto de volverme loco. Vine del funeral de Harry y tú habías desaparecido. Jacob sólo pudo decirme que te habías ido pitando con Alice Cullen y que pensaba que tenías problemas. No me dejaste un número ni telefoneaste. No sabía dónde estabas ni cuándo ibas a volver, si es que ibas a volver. ¿Tienes alguna idea de cómo…? -fue incapaz de terminar la frase. Respiró hondo de forma ostensible y prosiguió-: ¿Puedes darme algún motivo por el que no deba enviarte a Jacksonville este trimestre?

Entrecerré los ojos. Bueno, de modo que aquello iba a ir de amenazas, ¿no? A ese juego podían jugar dos. Me incorporé y me arropé con el edredón.

– Porque no quiero ir.

– Aguarda un momento, jovencita…

– Espera, papá, acepto completamente la responsabilidad de mis actos y tienes derecho a castigarme todo el tiempo que quieras. Haré las tareas del hogar, la colada y fregaré los platos hasta que pienses que he aprendido la lección; y supongo que estás en tu derecho de ponerme de patitas en la calle, pero eso no hará que vaya a Florida.

El rostro se le puso bermejo. Respiró profundamente varias veces, antes de responder:

– ¿Te importaría explicar dónde has estado?

Ay, mierda.

– Hubo… una emergencia.

Enarcó las cejas a la espera de una brillante aclaración. Llené de aire los carrillos y lo expulsé ruidosamente.

– No sé qué decirte, papá. En realidad, todo fue un gran malentendido. Él dijo, ella dijo, y las cosas se salieron de madre.

Aguardó con expresión recelosa.

– Verás, Alice le dijo a Rosalie que yo practicaba salto de acantilado… -intenté desesperadamente hacerlo bien y me ceñí lo máximo posible a la verdad para que mi incapacidad para mentir de forma convincente no sonara a pretexto, pero antes de continuar, la expresión de Charlie me recordó que él no sabía nada de lo del acantilado.

¡Huy, huy, huy! Como si las cosas no estuvieran bastante caldeadas…

– Supongo que no te comenté nada de eso -proseguí con voz estrangulada-. No fue nada, sólo para pasar el rato, nadar con Jacob… En cualquier caso, Rosalie se lo dijo a Edward, que se alteró mucho. Ella pareció dar a entender de forma involuntaria que yo intentaba suicidarme o algo por el estilo. Como él no respondía al teléfono, Alice me llevó hasta… esto… Los Ángeles para explicárselo en persona.

Me encogí de hombros mientras albergaba el desesperado deseo de que mi «caída» no le hubiera distraído tanto que se hubiera perdido la brillante explicación que le había proporcionado.

Charlie se había quedado helado.

– ¿Intentabas suicidarte, Bella?

– No, por supuesto que no. Sólo me estaba divirtiendo con Jake practicando salto de acantilado. Los chicos de La Push lo hacen continuamente. Lo que te dije, no fue nada.

El rostro de Charlie volvió a caldearse y pasó del helado pasmo a la calurosa furia.

– De todos modos, ¿qué importa Edward Cullen? -bramó-. Te ha dejado aquí tirada todo este tiempo sin decirte ni una palabra.

– Otro malentendido -le atajé.

Su rostro volvió a ponerse cárdeno.

– Pero, entonces, ¿va a volver?

– No estoy segura de lo que planean, pero creo que regresan todos.

Sacudió la cabeza mientras le palpitaba la vena de la frente.

– Quiero que te mantengas lejos de él, Bella. No confío en él. No te conviene. No quiero que vuelva a arruinarte la vida de ese modo.

– Perfecto -repuse de manera cortante.

Charlie se removió inquieto y retrocedió. Después de unos segundos, espiró de forma ostensible a causa de la sorpresa.

– Pensé que te ibas a poner difícil.

– Y así es -le miré a los ojos-. Lo que pretendía decir es: «Perfecto. Me iré de casa».

Los ojos se le saltaron de las órbitas y se puso morado. Mi resolución flaqueó a medida que empezaba a preocuparme por su salud. No era más joven que Harry…