– Papá, no deseo irme de casa -le dije en tono más suave-. Te quiero y sé que estás preocupado, pero en esto vas a tener que confiar en mí. Y tomarte las cosas con más calma en lo que respecta a Edward, si quieres que me quede. ¿Quieres o no quieres que viva aquí?
– Eso no es justo, Bella. Sabes que quiero que te quedes.
– Entonces, pórtate bien con Edward, ya que él va a estar donde yo esté -dije con firmeza. La convicción que me proporcionaba mi epifanía seguía siendo fuerte.
– No bajo este techo -bramó.
Suspiré con fuerza.
– Mira, no voy a darte ningún ultimátum más esta noche, bueno, más bien esta mañana. Piénsatelo durante un par de días, ¿vale? Pero ten siempre presente que Edward y yo vamos en el mismo paquete, es un acuerdo global.
– Bella…
– Tú sólo piénsatelo -insistí-, y mientras lo haces, ¿te importaría darme un poquito de intimidad? De verdad, necesito una ducha.
El rostro de Charlie adquirió un extraño tono purpúreo. Se fue dando un portazo al salir y le oí bajar pisando furiosamente las escaleras.
Me sacudí de encima el edredón. Edward ya estaba allí, meciéndose en la silla, como si hubiera estado presente durante toda la conversación.
– Lamento esto -susurré.
– Como si no me mereciera algo peor… -musitó-. No la tomes con Charlie por mi causa, por favor.
– No te preocupes por eso -repuse con un hilo de voz mientras recogía mis cosas para el baño y un juego de ropa limpio-. Haré todo lo que sea necesario y nada más. ¿O intentas decirme que no tengo ningún lugar adonde acudir?
Abrí los ojos desmesuradamente a la vez que simulaba una gran inquietud.
– ¿Te mudarías a una casa llena de vampiros?
– Probablemente, ése es el lugar más seguro de todos para alguien como yo -le dediqué una gran sonrisa-. Además, no hay necesidad de apurar el plazo de la graduación si Charlie me pone de patitas en la calle, ¿a que no?
Permaneció con la mandíbula fuertemente apretada y masculló:
– Menudas ganas tienes de condenarte eternamente…
– Sabes que en realidad no crees lo que dices.
– ¿Ah, no? -bufó.
– No.
Me fulminó con la mirada y empezó a hablar, pero yo le interrumpí:
– Si de verdad hubieras creído que habías perdido el alma, entonces, cuando te encontré en Volterra, hubieras comprendido de inmediato lo que sucedía, en vez de pensar que habíamos muerto juntos. Pero no fue así… Dijiste: «Asombroso. Carlisle tenía razón» -le recordé triunfal-. Después de todo, sigues teniendo la esperanza.
Por una vez, Edward se quedó sin habla.
– De modo que los dos vamos a ser optimistas, ¿vale? -sugerí-. No es importante. No necesito el cielo si tú no puedes ir a él.
Se levantó lentamente, se acercó y me rodeó el rostro con las manos antes de mirarme fijamente a los ojos.
– Para siempre -prometió de forma un poco teatral.
– No te pido más -le dije.
Me puse de puntillas para poder apretar sus labios contra los míos.
Epílogo: El tratado
Casi todo había vuelto a la normalidad -a la normalidad previa al estado zombi- en menos tiempo de lo que yo hubiera creído posible. El hospital acogió a Carlisle con los brazos abiertos sin disimular su alegría por el hecho de que Esme no se hubiera adaptado a la vida en Los Ángeles. Alice y Edward estaban en mejor situación que yo para graduarse por culpa del examen de Cálculo que me había perdido mientras estuve en el extranjero. De repente, la facultad se convirtió en una prioridad -la universidad seguía siendo el plan B, por si acaso la oferta de Edward me hacía cambiar de idea respecto a la opción de Carlisle después de mi graduación-. Había dejado pasar los plazos de admisión de muchas universidades, pero Edward me traía todos los días más solicitudes para rellenar. Él ya había estudiado todo lo que deseaba en Harvard así que no parecía molestarle que, gracias a mi tendencia a dejarlo todo para el último día, ambos termináramos el año próximo en el Península Community College.
Charlie no estaba muy satisfecho conmigo y tampoco hablaba con Edward, pero al menos permitió que él pudiera volver a entrar en casa en las horas de visita predeterminadas. Mi padre me castigó a quedarme sin salir.
Las únicas excepciones eran el instituto y el trabajo. En los últimos tiempos, por extraño que pudiera parecer, las paredes deprimentes de mis clases, de color amarillo mate, empezaron a parecerme acogedoras, y eso tenía mucho que ver con la persona que se sentaba junto a mí.
Edward había retomado su matrícula de principios de ese año, de modo que volvió de nuevo a mis clases. Mi comportamiento había sido tan terrible el último otoño, después del supuesto traslado de los Cullen a Los Ángeles, que el asiento contiguo había permanecido vacante. Incluso Mike, siempre dispuesto a aprovechar las ventajas, había mantenido una distancia segura. Con Edward ocupando nuevamente su lugar, parecía como si los últimos ocho meses hubieran quedado simplemente en una molesta pesadilla…
… pero no del todo. Quedaba aún la cuestión del arresto domiciliario, por citar un ejemplo y, por poner otro, Jacob Black y yo no habíamos sido buenos amigos antes del otoño. Así que, claro, entonces no lo habría echado de menos.
No tenía libertad de movimientos para ir a La Push y Jacob no venía a verme, ni siquiera se dignaba a contestar mis llamadas.
Le telefoneaba sobre todo por la noche, después de que, puntualmente a las nueve, un resuelto Charlie echara a Edward -con gran satisfacción-, y antes de que éste regresara a hurtadillas por la ventana en cuanto mi padre se dormía. Escogía este momento para hacer mis llamadas infructuosas porque me había dado cuenta de que Edward ponía mala cara cada vez que mencionaba el nombre de Jacob. Un gesto que estaba entre la desaprobación y la cautela… o quizás incluso el enfado. Yo suponía que estaba relacionado con algún prejuicio recíproco contra los hombres lobo, aunque no se mostraba tan explícito como lo había sido Jacob respecto a los «chupasangres».
Por eso, procuraba no mencionar demasiado el nombre de Jacob en presencia de Edward.
Era difícil sentirme desdichada teniendo a Edward a mi lado, incluso aunque mi antiguo mejor amigo probablemente fuera bastante infeliz en esos momentos por mi causa. Cada vez que me acordaba de Jake me sentía culpable por no pensar más en él.
El cuento de hadas continuaba. El príncipe había regresado y se había roto el maleficio. No estaba segura exactamente de qué hacer con el personaje restante, el cabo suelto. ¿Dónde estaba su «feliz para siempre»?
Las semanas transcurrieron sin que Jacob quisiera responder a mis llamadas. Esto empezó a convertirse en una preocupación constante. Era como si llevara un grifo goteando pegado a la parte posterior de mi cabeza que no podía cerrar ni ignorar. Gota, gota, gota. Jacob, Jacob, Jacob.
Así que, aunque yo no mencionara mucho a Jacob, algunas veces mi frustración y mi ansiedad explotaban. Un sábado por la tarde, cuando Edward me recogió a la salida del trabajo, me desahogué:
– ¡Es una verdadera falta de educación! -enfadarse por algo es más fácil que sentirse culpable-. ¡Estuvo de lo más grosero!
Había cambiado el horario de las llamadas con la esperanza de obtener una respuesta diferente. En aquella ocasión, había telefoneado a Jake desde el trabajo sólo para encontrarme con que había contestado Billy, poco dispuesto a cooperar. Otra vez.
– Billy me dijo que él no quería hablar conmigo -estaba que echaba humo, mirando cómo la lluvia se filtraba por la ventana del copiloto-. ¡Que estaba allí y que no estaba dispuesto a dar tres pasos para ponerse al teléfono! Normalmente, Billy se limita a decir que está fuera, ocupado, durmiendo o algo por el estilo. Quiero decir, no es como si yo no supiera que me miente, pero al menos era una forma educada de manejar la situación. Sospecho que ahora Billy también me odia. ¡No es justo!