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– ¿Te han herido?

Supe que las palabras tenían un significado, pero sólo podía mirar fijamente, desconcertada. Una vez que había llegado a ese punto, ¿qué importancia tenían los significados?

– Bella, me llamo Sam Uley.

El nombre no me resultaba nada familiar.

– Charlie me ha enviado a buscarte.

¿Charlie? Esto tocó una fibra en mi interior e intenté prestar atención a sus palabras. Charlie importaba, aunque nada más tuviera valor.

El hombre alto me tendió una mano. La miré, sin estar segura de qué se suponía que debía hacer.

Aquellos ojos negros me examinaron durante un momento y después se encogió de hombros. Me alzó del suelo y me tomó en brazos con un movimiento rápido y ágil.

Pendía de sus brazos desmadejada, sin vida, mientras él trotaba velozmente a través del bosque húmedo. En mi fuero interno sabía que debía estar asustada por el hecho de que un extraño me llevara a algún sitio, pero no quedaba en mi interior partícula alguna capaz de sentir miedo.

No me pareció que pasara mucho tiempo antes de que surgieran las luces y el profundo murmullo de muchas voces masculinas. Sam Uley frenó la marcha conforme nos acercábamos al jaleo.

– ¡La tengo! -gritó con voz resonante.

El murmullo cesó y después volvió a elevarse con más intensidad. Un confuso remolino de rostros empezó a moverse a mi alrededor. La voz de Sam era la única que tenía algún sentido para mí entre todo ese caos, quizás porque mantenía el oído pegado contra su pecho.

– No, no creo que esté herida -le estaba diciendo a alguien-, pero no cesa de repetir: «Se ha ido».

¿De veras decía eso en voz alta? Me mordí el labio.

– Bella, cariño, ¿estás bien?

Esa era la única voz que reconocería en cualquier sitio, incluso distorsionada por la preocupación, como sonaba ahora.

– ¿Charlie? -me oí extraña y débil.

– Estoy aquí, pequeña.

Sentí algo que cambiaba debajo de mí, seguido del olor a cuero de la chaqueta de comisario de mi padre. Charlie se tambaleó bajo mi peso.

– Quizás debería seguir sosteniéndola -sugirió Sam Uley.

– Ya la tengo -replicó Charlie, un poco sin aliento.

Caminó despacio y con dificultad. Deseaba decirle que me pusiera en el suelo y me dejara andar, pero no tenía aliento para hablar.

La gente que nos rodeaba llevaba luces por todas partes. Parecía como una procesión. O como un funeral. Cerré los ojos.

– Ya casi estamos en casa, cielo -murmuraba Charlie una y otra vez.

Abrí los ojos otra vez cuando sentí que se abría la puerta. Nos hallábamos en el porche de nuestra casa. El tal Sam, un hombre moreno y alto, sostenía la puerta abierta para que Charlie pudiera pasar al tiempo que mantenía un brazo extendido hacia nosotros, en previsión de que a Charlie le fallaran las fuerzas. Pero consiguió entrar en la casa y llevarme hasta el sofá del salón.

– Papá, estoy mojada de la cabeza a los pies -protesté sin energía.

– Eso no importa -su voz sonaba ronca y entonces empezó a hablar con alguien más-. Las mantas están en el armario que hay al final de las escaleras.

– ¿Bella? -me llamó otra voz diferente. Miré al hombre de pelo gris que se inclinaba sobre mí y lo reconocí después de unos cuantos segundos.

– ¿Doctor Gerandy? -murmuré.

– Así es, preciosa -contestó-. ¿Estás herida, Bella?

Me llevó un minuto pensar en ello. Me sentía confusa, ya que ésa era la misma pregunta que Sam Uley me había hecho en el bosque. Sólo que Sam me la había formulado de otra manera: ¿Te han herido? La diferencia parecía implicar algún significado.

El doctor Gerandy permaneció a la espera. Alzó una de sus cejas entrecanas y se profundizaron las arrugas de su frente.

– No estoy herida -le mentí. Sin embargo, le había respondido la verdad si se tenía en cuenta lo que en apariencia quería preguntar.

Colocó su cálida mano sobre mi frente y sus dedos presionaron el interior de mi muñeca. Le vi mover los labios mientras contaba las pulsaciones sin apartar la vista del reloj.

– ¿Qué te ha pasado? -me preguntó como quien no quiere la cosa.

Me quedé helada bajo su mano, sintiendo el pánico al fondo de mi garganta.

– ¿Te perdiste en el bosque? -insistió.

Yo era consciente de que había más gente escuchando. Allí había tres hombres altos de rostros morenos -muy cerca unos de otros- que no me perdían de vista; supuse que venían de La Push, la reserva india de los quileute en la costa. Sam Uley estaba entre ellos. El señor Newton se encontraba allí con Mike y el señor Weber, el padre de Angela. Se habían reunido todos allí, y me miraban más subrepticiamente que los mismos extraños. Otras voces profundas retumbaban en la cocina y fuera, en la puerta principal. La mitad de la ciudad debía de haber salido en mi busca.

Charlie era el que estaba más cerca y se inclinó para escuchar mi respuesta.

– Sí -susurré-. Me perdí.

El doctor asintió con gesto pensativo mientras sus dedos tanteaban cuidadosamente las glándulas debajo de mi mandíbula. El rostro de Charlie se endureció.

– ¿Te sientes cansada? -preguntó el doctor Gerandy.

Asentí y cerré los ojos obedientemente. Poco después, oí cómo el doctor le decía a mi padre entre cuchicheos:

– No creo que le pase nada malo. Sólo está exhausta. Déjala dormir y vendré a verla mañana -hizo una pausa y debió de consultar su reloj, porque añadió-: Bueno, en realidad, hoy.

Hubo unos crujidos cuando ambos se levantaron del sofá y se pusieron de pie.

– ¿Es verdad? -susurró Charlie. Sus voces se oían ahora más lejanas. Yo intenté escuchar-. ¿Se han ido?

– El doctor Cullen nos pidió que no dijéramos nada -explicó el doctor Gerandy-. La oferta fue muy repentina, y tenían que tomar la decisión de forma inmediata. Carlisle no quería convertir su marcha en un espectáculo.

– Pues hubiera estado bien que me hubiera dado algún tipo de aviso -gruñó Charlie.

La voz del doctor Gerandy sonaba incómoda cuando replicó:

– Sí, bueno, en estas circunstancias hubiera sido apropiado cualquier clase de aviso.

No quise escuchar más. Tomé el borde del edredón con el que alguien me había tapado y me lo pasé por encima de la cabeza.

A ratos me hundía en la inconsciencia, a ratos salía de ella. Alcancé a oír cómo Charlie daba las gracias a los voluntarios en voz baja. Éstos se marcharon uno por uno. Sentí sus dedos en mi frente y después el peso de otra manta. El teléfono repiqueteó varias veces y él se apresuró a atenderlo antes de que pudiera despertarme. Murmuró palabras tranquilizadoras en voz baja a quienes telefoneaban.

– Sí, la hemos hallado y se encuentra bien. Se perdió, pero ya está bien -decía una y otra vez.

Oí el chirrido de los muelles de la butaca cuando se instaló en ella para pasar la noche.

El teléfono sonó de nuevo a los pocos minutos.

Charlie refunfuñó mientras se incorporaba con dificultad una vez más y después se apresuró, trastabillando, hacia la cocina. Hundí la cabeza más profundamente dentro de las mantas, no quería escuchar otra vez la misma conversación.

– Diga -dijo Charlie y bostezó.

Le cambió la voz y sonó mucho más espabilada cuando volvió a hablar.

– ¿Dónde? -hubo una pausa-. ¿Estás segura de que es fuera de la reserva? -otra pausa corta-. Pero ¿qué puede arder allí fuera? -parecía preocupado y desconcertado a la vez-. Vale, telefonearé a ver qué pasa.

Escuché con más interés cuando marcó otro número.

– Hola Billy, soy Charlie. Siento llamarte tan temprano… No, ella está bien. Está durmiendo… Gracias. No, no te llamo por eso. Me acaba de telefonear la señora Stanley, dice que desde la ventana de su segundo piso ve llamas en los acantilados, no sé si realmente… ¡Oh! -de pronto, su voz adoptó un tono cortante, de irritación o… ira-. ¿Y por qué rayos hacen eso? Ah, ah, ¿no me digas? -eso sonó sarcástico-. De acuerdo, no te disculpes conmigo. Vale, vale. Sólo asegúrate de que las hogueras no prendan un fuego… Lo sé, lo sé, lo que me sorprende es que consigan mantenerlas encendidas con el tiempo que hace.