Se embarcó en la narración de su historia y yo me acomodé en mi asiento, más relajada ahora. Le presté la atención justa, murmurando palabras de simpatía cuando era oportuno y conteniendo el aliento horrorizada cuando correspondía. Cuando acabó con su historia sobre Eric, continuó comparándolo con Conner sin necesidad de más estímulos.
La película empezaba pronto, por lo que a Jess se le ocurrió que podíamos aprovechar la tarde viendo primero la película y yéndonos a cenar luego. Yo estaba feliz con cualquier cosa que me propusiera; después de todo, había conseguido lo que quería: sacarme de encima a Charlie.
Mantuve a Jess charlando continuamente mientras ponían los tráilers, y así pude ignorarlos más fácilmente, pero me puse nerviosa cuando comenzó la película. Dos jóvenes caminaban de la mano por una playa mientras hablaban de sus sentimientos mutuos con una falsedad empalagosa. Resistí la necesidad de cubrirme las orejas y empezar a tararear. No había contado con que hubiera un idilio en el largometraje.
– Creí que habíamos escogido la película de zombis -susurré a Jessica.
– Ésta es la película de los zombis.
– ¿Y cómo es que no se comen a nadie? -pregunté con desesperación.
Me miró con los ojos dilatados, casi diría que alarmados.
– Estoy segura de que pronto vendrá esa parte -murmuró.
– Voy a buscar palomitas. ¿Quieres?
– No, gracias.
Alguien nos mandó callar desde las filas de atrás.
Me tomé el tiempo que quise en el mostrador del puesto de palomitas; miré el reloj y le estuve dando vueltas a qué porcentaje de una película de noventa minutos se llevaría la parte romántica. Decidí que bastaría con diez minutos, pero me detuve justo delante de las puertas del cine para asegurarme. Llegué a oír gritos terroríficos retumbando por los altavoces, así que me di cuenta de que había esperado lo suficiente.
– Te lo has perdido todo -murmuró Jessica cuando me deslicé en mi asiento-. Casi todos son zombis ya.
– Pues sí que ha ido rápido -le ofrecí las palomitas. Tomó un puñado.
El resto de la película consistió en truculentos ataques de zombis y chillidos interminables por parte de los pocos humanos que quedaban vivos, aunque su número se reducía con rapidez. No se me había ocurrido que nada de eso me alterase, pero me sentí incómoda, sin que al principio supiera la razón.
No me di cuenta de dónde estaba el problema hasta casi al final, cuando salió un zombi demacrado que caminaba arrastrando los pies en pos del último superviviente tembloroso. La escena alternaba el rostro horrorizado de la heroína con la cara muerta e inexpresiva de su perseguidor, e iba de uno a otro mientras se acortaba la distancia entre ellos.
Me di cuenta de a cuál de los dos me parecía más.
Me levanté.
– ¿Dónde vas? -susurró Jess-. Quedan por los menos dos minutos.
– Necesito una bebida -mascullé mientras me lanzaba hacia la salida.
Me senté en el banco que había junto a la puerta del cine y con todas mis fuerzas intenté no pensar en lo irónico de la situación, pues era una pura ironía que, al final, hubiera terminado convirtiéndome en una zombi. Eso no me lo hubiera imaginado jamás.
No es que no me hubiera imaginado alguna vez a mí misma convirtiéndome en un monstruo mitológico, pero desde luego, nunca en un grotesco cadáver animado. Sacudí la cabeza para desechar esa línea de pensamiento, porque empezaba a inundarme el pánico. No soportaba recordar lo que había llegado a soñar una vez.
Era deprimente comprobar que ya no sería nunca más la heroína, que mi historia había terminado.
Jessica salió por las puertas del cine y dudó. Debía de estar pensando cuál sería el sitio más probable para encontrarme. Pareció aliviada al verme, pero sólo durante un momento. Luego se mostró más bien irritada.
– ¿Tanto miedo te ha dado la película? -me preguntó.
– Sí -le di la razón-. Me da la sensación de que soy bastante cobarde.
– Esto sí que es divertido -torció el gesto-. No me pareció que estuvieras asustada. La que ha gritado todo el rato he sido yo, y a ti no te he oído ni un solo chillido. Así que no sé por qué te has marchado.
Me encogí de hombros.
– Me he asustado.
Ella se relajó un poco.
– Creo que ésta ha sido la película que más miedo me ha dado de cuantas he visto. Te apuesto a que esta noche vamos a tener pesadillas.
– Eso ni lo dudes -repuse al tiempo que intentaba controlar la voz para que sonara normal. Era inevitable que yo tuviera pesadillas, aunque no fueran sobre zombis. Sus ojos se paseaban nerviosos por mi cara, así que supuse que después de todo, quizás no se me había dado tan mal lo de simular una voz normal.
– ¿Dónde quieres cenar? -preguntó Jess.
– Me da igual.
– De acuerdo.
Jess comenzó a hablar sobre el protagonista masculino de la película mientras caminábamos. Asentí cuando ella se deshacía en elogios sobre lo buenísimo que estaba, aunque era incapaz de recordar ninguna otra cosa que no fueran zombis por todos lados.
No me di cuenta de hacia dónde me llevaba Jessica. Sólo era vagamente consciente de que todo estaba más oscuro y más tranquilo. Me llevó más rato de lo debido el darme cuenta del porqué de esa tranquilidad. Jessica había parado de charlotear. La miré con ganas de disculparme, con la esperanza de no haber herido sus sentimientos.
No obstante, Jessica no me miraba a mí, sino delante de ella. Su rostro estaba tenso y caminaba a buen paso. Cuando me giré para observarla, vi que sus ojos se desplazaban rápidamente a la derecha, a través de la calle, y luego volvían con la misma rapidez.
Eché una ojeada a mi alrededor por primera vez.
Estábamos atravesando un corto tramo poco iluminado de una acera. Las tiendas pequeñas alineadas a ambos lados de la calle cerraban de noche y los escaparates estaban a oscuras. Las luces de la calle volvían a alumbrar medio bloque más adelante y pude ver, allí, a lo lejos, los brillantes arcos dorados del McDonald's hacia el que se dirigía Jess.
Sólo había un negocio abierto en la otra acera. Las ventanas tenían las cortinas echadas por dentro y justo encima brillaba un rótulo con luces de neón que anunciaba distintos tipos de cerveza. El letrero más grande, uno de un brillante color verde, era el nombre del bar: Pete el Tuerto. Me pregunté si sería una cervecería temática de piratas, aunque no se veía nada desde el exterior. La puerta de la calle se abrió de pronto; había poca luz en el interior, y un prolongado murmullo de muchas voces y el sonido del tintineo de los hielos en los vasos invadieron la calle. Había cuatro hombres apoyados contra la pared de al lado.
Me volví a mirar a Jessica. Tenía los ojos fijos en el camino de delante y se movía con brusquedad. No parecía asustada, sólo cautelosa, y procuraba no atraer la atención de esos tipos sobre ella.
Me detuve y volví la vista atrás para mirar a aquellos hombres sin pensarlo dos veces. Experimenté una fuerte sensación de déjà vu. Ésta era una calle diferente, una noche distinta, pero la escena se parecía mucho. También uno de ellos había sido bajo y moreno. Cuando me paré y me volví, fue el que me observó con interés.
Le devolví la mirada con fijeza, paralizada en la acera.
– ¿Bella? -me susurró Jess-. ¿Qué haces?
Sacudí la cabeza, sin saber qué decir.
– Creo que los conozco… -murmuré.
¿Qué estaba haciendo? Debería rehuir ese recuerdo lo más deprisa posible, apartar de mi mente la imagen de aquellos hombres recostados contra la pared y usar el aturdimiento -sin el cual era incapaz de funcionar- para protegerme. ¿Por qué estaba dando un paso hacia la calle, como alelada?
Sin embargo, parecía una coincidencia demasiado evidente que estuviera en una calle oscura de Port Angeles con Jessica. Fijé la mirada en el tipo bajo y comparé sus facciones con las de aquel que me había amenazado aquella noche, hacía casi un año. Me pregunté si había alguna manera de que pudiera reconocerle, de saber si era él. Tenía un recuerdo muy vago precisamente de esa parte de la noche en particular. Mi cuerpo lo recordaba mejor que mi mente; las mismas piernas en tensión mientras intentaba decidir si correr o permanecer quieta, la misma sequedad en la garganta mientras luchaba por producir un grito lo suficientemente fuerte, la tirantez de mis nudillos mientras cerraba las manos en un puño, los escalofríos que me bajaban por la nuca mientras aquel hombre de pelo negro me llamaba «nena»…