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Había una especie de amenaza implícita e indefinida en esos tipos, que no guardaba relación alguna con aquella otra noche. Tenía más que ver con el hecho de que eran desconocidos, la zona estaba a oscuras y nos superaban en número, aunque sólo en eso. Pero bastó para que la voz de Jessica sonara llena de pánico cuando me llamó.

– ¡Bella, vuelve aquí!

La ignoré y eché a andar hacia delante despacio, sin haber tomado la decisión consciente de mover los pies. No entendía por qué, pero la nebulosa amenaza que suponían esos hombres me empujaba hacia ellos. Era un impulso sin sentido, mas yo no había sentido ningún tipo de impulso durante mucho tiempo… así que lo seguí.

Algo poco familiar estalló en mis venas. La adrenalina, ausente tanto tiempo de mi cuerpo, aceleró mi pulso con rapidez y me obligó a luchar contra la ausencia de sensaciones. Era extraño, ¿a qué se debía esa explosión de adrenalina si no tenía miedo? Aquello parecía un eco de la última vez que me había encontrado en esa situación, en una calle oscura de Port Angeles, rodeada de extraños.

No veía ninguna razón para sentir miedo. No podía imaginar que quedara nada en el mundo que pudiera darme miedo, al menos, no físicamente. Esa era una de las ventajas de haberlo perdido todo.

Ya estaba en la mitad de la calle cuando Jess me alcanzó y me agarró del brazo.

– ¡Bella! ¡No puedes entrar en un bar! -masculló.

– No voy a entrar -dije como ausente, sacudiéndome su mano de encima-. Sólo quiero ver algo…

– ¿Estás loca? -susurró ella-. ¿Quieres suicidarte?

Esa pregunta me llamó la atención, y mis ojos la enfocaron.

– No, no quiero.

Mi voz sonó a la defensiva, pero era verdad. No quería suicidarme. No lo consideré ni siquiera al principio a pesar de que la muerte hubiese supuesto un alivio para mí, sin duda alguna. Le debía mucho a Charlie. Sentía también mucha responsabilidad respecto a Renée, y tenía que pensar en ellos.

Además, había hecho la promesa de no hacer nada que fuera estúpido o temerario. Si respiraba aún, era por todas esas razones.

Precisamente al recordar esa promesa, sentí un respingo de culpa, pero lo cierto es que lo que estaba haciendo no era exactamente eso. No era como tomar una cuchilla y abrirme las venas.

Jess se había quedado boquiabierta y abría desmesuradamente los ojos. Comprendí demasiado tarde que su pregunta sobre el suicidio había sido meramente retórica.

– Vete a comer -la empujé hacia la hamburguesería, despidiéndola con la mano. No me gustaba cómo me miraba-. Te alcanzo en un minuto.

Le di la espalda y me volví hacia los hombres que nos observaban con ojos curiosos y divertidos.

¡Bella, deja esto ahora mismo!

Se me agarrotaron los músculos, paralizándome donde estaba, ya que no era la voz de Jessica la que me reñía ahora. Conocía esa voz furiosa, una voz hermosa, suave como el terciopelo incluso aunque sonara airada.

Era su voz. Evité pensar en su nombre, pero me sorprendió que su sonido no me hiciera caer de rodillas y acurrucarme en el pavimento por la tortura de la pérdida. No sentí ninguna pena, ninguna en absoluto.

Todo se me aclaró por completo en el momento en que escuché su voz. Como si mi cabeza hubiera emergido repentinamente de algún pozo oscuro. Era más consciente de todo, la vista, el sonido, la sensación del aire frío que no había notado que estuviera soplando cortándome la cara, los olores que procedían de la puerta abierta del bar.

Miré a mi alrededor en estado de shock.

Vete con Jessica, ordenó la misma voz adorada, todavía furiosa. Me prometiste no hacer nada estúpido.

Estaba sola. Jessica permanecía quieta a unos pasos de mí, mirándome con ojos atemorizados. Los extraños me observaban, confundidos, apoyados contra la pared, al tiempo que se preguntaban qué hacía yo parada en mitad de la calle.

Sacudí la cabeza en un intento de comprender la situación. Sabía que él no estaba allí, pero a pesar de eso, lo sentía imposiblemente cerca, cerca por primera vez desde… desde el final. La ira de su voz expresaba interés, la misma ira que antes me fue tan familiar, algo que no había vuelto a oír en lo que parecía toda una vida.

Mantén tu promesa. La voz se iba desvaneciendo como si alguien bajara el volumen de la radio.

Empecé a sospechar que había sufrido alguna especie de alucinación. Seguramente propiciada por el recuerdo, por la sensación del déjà vu, por la extraña familiaridad que me había producido la situación.

Analicé rápidamente todas las posibilidades en mi mente.

Primera opción: me había vuelto loca. Al menos ésa es la palabra que vulgarmente se aplica a aquellos que oyen voces en sus cabezas.

Entraba dentro de lo posible.

Opción dos: Mi subconsciente me proporcionaba aquello que yo quería oír. Era la satisfacción de un deseo, es decir, un alivio momentáneo de la pena al aferrarme a la idea incorrecta de que a él le preocupaba que yo viviera o muriera. Una proyección de lo que él habría dicho si a) estuviera aquí, b) le afectara de alguna manera que me pasara algo malo.

Era probable.

No imaginaba una tercera opción, de modo que sólo me cabía la esperanza de que fuera la segunda opción la correcta, que se tratara de un desvarío del subconsciente en vez de algo que exigiera mi hospitalización.

Quizás mi reacción no fue demasiado cuerda, pero lo cierto es que me sentí… agradecida. Lo que más temía perder era precisamente el sonido de su voz y aplaudí a mi subconsciente el que hubiera sido capaz de recuperar aquel sonido mucho mejor que mi mente consciente.

No me permitía casi nunca pensar en él, e intentaba mostrarme estricta a ese respecto. Era humana, y a veces fallaba, desde luego, pero había mejorado tanto que en aquel momento ya podía eludir la pena varios días, pero la consecuencia era ese aturdimiento infinito. Entre la pena y la nada, había decidido escoger la nada.

Y ahora, al salir de mi embotamiento, el dolor resurgiría de un momento a otro. Después de morar tantos meses en la niebla, mis sensaciones eran sorprendentemente intensas. Sin embargo, el dolor normal no apareció. Lo único que sí podía sentir era la decepción que me causaba el desvanecimiento de su voz.

Hubo un segundo de vacilación.

Lo más inteligente, sin duda, sería huir de ese camino potencialmente destructivo, además de que me llevaría hacia una segura inestabilidad mental. Era una estupidez estimular las alucinaciones.

Pero su voz se desvanecía.

Avancé otro paso para probar.

Bella, da media vuelta, gruñó.

Suspiré aliviada. Era su ira lo que yo quería oír, aunque fuera falsa y un dudoso regalo de mi subconsciente, que me hacía creer que yo le importaba.

Mientras yo llegaba a todas estas conclusiones, habían pasado apenas unos cuantos segundos. Mi pequeño público observaba, curioso. Probablemente parecía como si yo vacilara entre acercarme a ellos o no. ¿Cómo podrían ellos saber que yo estaba allí disfrutando de un inesperado momento de locura?

– ¡Eh! -me saludó uno de aquellos hombres, con un tono confiado y un poco sarcástico. Era rubio y de tez blanca, y estaba allí de pie con la suficiencia de alguien que se sabe bastante bien parecido. Realmente no podría decir si lo era o no. Tenía demasiados prejuicios.