Fuera lo que fuera lo que hubiese ocurrido esa noche, tanto si la responsabilidad era de los zombis, de la adrenalina o de las alucinaciones, lo cierto es que me había despertado.
Por primera vez en mucho tiempo, no sabía lo que me depararía la mañana siguiente.
El engaño
– Bella, ¿por qué no lo dejas ya? -sugirió Mike al tiempo que desviaba su mirada para evitar la mía. Me pregunté cuánto llevaría comportándose de ese modo sin que yo lo hubiera notado.
Era una tarde sin mucha actividad en el local de los Newton. En ese momento sólo había dos clientes en la tienda, unos excursionistas verdaderamente aficionados a juzgar por su conversación. Mike había pasado con ellos la última hora examinando los pros y los contras de dos marcas de mochilas ligeras, pero se habían tomado un respiro mientras examinaban los precios y comentaban las últimas historias de sus viajes con cierto afán competitivo. Mike aprovechó la distracción para escapar.
– No me importa quedarme solo -me dijo. Aún no había conseguido hundirme en la concha protectora del aturdimiento y todo me resultaba extrañamente cercano y ruidoso, como si me hubiera quitado un algodón de los oídos. Intenté dejar de escuchar a los risueños mochileros sin éxito.
– Como te iba diciendo -relataba uno de ellos, un hombre fornido de barba pelirroja que contrastaba mucho con su pelo castaño oscuro-, he visto osos pardos bastante cerca de Yellowstone, pero no eran nada en comparación con esta bestia.
Tenía el cabello enmarañado y apelmazado, y parecía llevar puesta la misma ropa desde hacía varios días. Posiblemente acababa de llegar de las montañas.
– Imposible. Los osos negros no alcanzan ese tamaño. Lo más probable es que esos osos pardos que viste fueran oseznos.
El segundo tipo era alto y enjuto, con el rostro curtido y gastado por el viento hasta el punto de parecer una impresionante costra de cuero.
– De verdad, Bella, tan pronto como se vayan ésos, echo el cierre -murmuró Mike.
– Si quieres que me vaya… -me encogí de hombros.
– Pero si a gatas es más alto que tú -insistió el hombre con barba, mientras yo recogía mis cosas-. Grande como una casa y negro como la tinta. Voy a ver si se lo digo al guarda forestal. Se debería avisar a la gente, porque no estaba arriba en la montaña, ¿sabes?, sino a unos pocos kilómetros de donde arranca la senda.
El hombre de rostro de color cuero puso los ojos en blanco.
– Déjame adivinar, ¿estabas allí de camino? No has tomado comida de verdad o has dormido en el suelo más de una semana, ¿a que sí?
– Eh, Mike -el barbudo miró hacia nuestra posición y le llamó-. ¿Ya?
– Te veré el lunes -murmuré.
– Sí, señor -replicó Mike al tiempo que se volvía.
– Dime, ¿habéis avistado recientemente por aquí osos negros?
– No, señor, pero es buena idea mantener las distancias y almacenar la comida correctamente. ¿Ha visto los nuevos botes a prueba de osos? Sólo pesan un kilo…
Las puertas se deslizaron hasta abrirse del todo y dejarme fuera, expuesta al chaparrón. Me acurruqué bajo la chaqueta mientras salía disparada hacia el coche. La lluvia que martilleaba sobre el capó sonaba inusualmente fuerte también, pero el rugido del motor no tardó en ahogar todo lo demás.
No quería volver a la casa vacía de Charlie. La última noche había sido particularmente espantosa y no me apetecía hallarme de nuevo en el escenario de tanto sufrimiento, ya que aquello no terminaba ni siquiera cuando la pena aminoraba lo suficiente para dejarme dormir. Entonces venían las pesadillas, tal como le había dicho a Jessica después de la película.
Siempre había tenido pesadillas, pero ahora las sufría cada noche. No eran pesadillas en general -en plural-; en realidad, era siempre la misma pesadilla. Cualquiera hubiera pensado que habría terminado aburriéndome después de tantos meses, que me habría inmunizado, pero el sueño me aterraba siempre y sólo terminaba cuando me despertaba entre gritos. Charlie ya no venía para ver qué iba mal o para asegurarse de que no había ningún intruso estrangulándome ni nada similar; se había acostumbrado.
Es probable que mi pesadilla no hubiera asustado a nadie más. No había nada que saltara y gritase «¡buuu!». No había zombis ni fantasmas ni psicópatas. En realidad, no había nada, sólo un vacío, un interminable laberinto de árboles cubiertos de musgo, tan calmo, que el silencio se convertía en una presión incómoda sobre mis oídos. Estaba oscuro, como en el crepúsculo de un día nublado, con la luz justa para distinguir que no había nada a la vista. Siempre estoy corriendo a través de la penumbra sin una dirección definida, busca que te busca. Me pongo más y más frenética a medida que pasa el tiempo e intento moverme más deprisa. Parezco torpe a pesar de la velocidad… Entonces, llegaba a aquel punto de mi sueño. Sabía con antelación que iba a llegar a él, pero, a pesar de ello, no era capaz de despertarme antes. Era ese momento en el que me daba cuenta de que no había nada que buscar, nada que encontrar, que nunca había habido otra cosa que no fuera ese bosque vacío y lóbrego y que nunca habría ninguna otra cosa para mí… nada de nada.
Por lo general, empezaba a gritar en ese momento.
No me fijaba por dónde iba, me limitaba a vagar por las calles vacías y mojadas. Evitaba cualquier camino que pudiera llevarme a casa al no tener ningún otro lugar adonde dirigirme.
Me hubiera gustado volver a sentirme aturdida, pero no recordaba cómo me las había arreglado para lograrlo antes. Seguía sin olvidar la pesadilla ni todo aquello que me dañaba. No quería acordarme del bosque. Los ojos se me llenaban de lágrimas incluso aunque diera cabezazos hasta sacarme esas imágenes de la cabeza, y el dolor daba comienzo en los bordes del agujero de mi pecho. Retiré una mano del volante y rodeé mi torso con el brazo libre para intentar mantenerlo todo de una pieza.
Será como si nunca hubiese existido. Las palabras atravesaban mi mente, pero sin la claridad perfecta que había tenido la alucinación del día anterior. Sólo eran palabras, sin sonido, como las letras impresas en una página. Sólo palabras, aunque rasgaran y mantuvieran el hueco del pecho bien abierto. Me salí de la vía principal de forma brusca, en una zona ancha que se abría a mi derecha. Era consciente de que no podría conducir en aquel estado de incapacitación.
Me encogí, presioné el rostro contra el volante e intenté respirar a pesar de mis pulmones.
Me pregunté cuánto más podría durar esto. Quizás algún día, dentro de unos años, si el dolor disminuía hasta el punto de ser soportable, me sentiría capaz de volver la vista atrás hacia esos pocos meses que siempre consideraría los mejores de mi vida.
Y ese día, estaba segura de que me sentiría agradecida por todo aquel tiempo que me había dado, más de lo que yo había pedido y más de lo que merecía. Quizá algún día fuera capaz de verlo de este modo.
Pero ¿y qué ocurriría si este agujero no llegaba a cerrarse nunca? ¿Y si las heridas en carne viva jamás se curaban? ¿Y si el daño era permanente, irreversible?
Me rodeé el cuerpo con los brazos y apreté con fuerza. Como si nunca hubiese existido, pensé con desesperación. ¡Cómo había sido capaz de hacer una afirmación tan estúpida y tan absurda! Podía haber robado mis fotos y haberse llevado sus regalos, pero aun así, nunca podría devolver las cosas al mismo lugar donde habían estado antes de que le conociera. La evidencia física era la parte más significativa de la ecuación. Yo había cambiado, mi interior se había alterado hasta el punto de no ser reconocible. Incluso mi exterior parecía distinto, tenía el rostro cetrino, a excepción de las ojeras malvas que las pesadillas habían dejado bajo mis ojos, unos ojos bastante oscuros en contraste con mi piel pálida; tanto, que si yo hubiera sido hermosa y si se me miraba desde una cierta distancia, podría pasar ahora por un vampiro. Pero yo no era hermosa, y probablemente guardaba más parecido con un zombi.