Como si nunca hubiese existido. Menuda locura. Aquélla fue una promesa que él no podía mantener, una promesa que se rompió tan pronto como la hizo.
Golpeé la cabeza contra el volante mientras intentaba apartar la mente de ese dolor tan intenso.
Pensar en todo esto me hizo sentir bastante tonta por haberme preocupado de mantener mi promesa. ¿Dónde estaba la lógica de querer mantener un acuerdo que la otra parte ya había violado? ¿A quién le importaba si yo era estúpida y temeraria? No había razón para evitar la temeridad, ninguna razón por la que yo no debería ser estúpida.
Me reí sin ganas para mis adentros, todavía luchando por inhalar aire. La idea de buscar el peligro en Forks me parecía algo con bastante poco futuro.
Sin embargo ese estado de ánimo negativo me distrajo y la distracción disminuyó el dolor. Mejoró mi respiración y pude reclinarme contra el respaldo del asiento. Aunque hacía un día frío, tenía la frente perlada de sudor.
Me pareció más oportuno concentrarme en el sentimiento de desesperanza en vez de sumergirme en unos recuerdos que eran aún más horribles. Había que ser muy creativo para poner en peligro la vida en una comunidad como Forks, más de lo que yo lo era, pero me habría gustado hallar alguna vía… Lo más probable es que me sintiera mejor si no respetara un pacto incumplido de forma unilateral. Si al menos yo también fuera capaz de romper la promesa… Pero ¿cómo podría hacerlo en esta pequeña ciudad sin peligros aparentes? Forks nunca había estado tan segura como lo estaba ahora, cuando realmente era lo que siempre había parecido ser. Segura y aburrida.
Miré fijamente a través del parabrisas durante un buen rato, y mis pensamientos se mecieron con lentitud; parecía que no conseguiría hacerles ir a ninguna parte. Paré el motor, que gruñía de manera penosa después de haber estado al ralentí tanto rato, y salté afuera, hacia la llovizna.
El agua fría se entremezcló con mi pelo y desde allí se deslizó por mis mejillas como lágrimas de agua dulce. Esto me ayudó a aclarar la mente. Me restañé el agua de los ojos y continué mirando de forma inexpresiva hacia la carretera.
Reconocí el lugar donde me encontraba al cabo de un minuto de observación. Había aparcado en mitad de la calle que estaba al norte de la avenida Russell. Estaba enfrente de la casa de los Cheney, y mi coche bloqueaba el acceso a su vivienda. Al otro lado vivían los Marks. Sabía que debía mover el coche y después marcharme a casa. No estaba bien andar vagabundeando como lo estaba haciendo, absorta y herida, convertida en una amenaza suelta por las calles de Forks. Además, pronto alguien se daría cuenta y se lo contaría a Charlie.
Inspiré profundamente mientras me preparaba para ponerme en movimiento cuando un cartel en el patio de los Marks captó mi atención. Era sólo un gran trozo de cartulina inclinado contra su buzón, con unas letras mayúsculas negras garabateadas.
A veces, la voluntad divina se cumple.
¿Era una coincidencia? ¿Era lo que parecía ser? Lo ignoraba, pero me parecía una sandez creer que las motocicletas desechadas de los Marks -que se herrumbraban en el patio delantero tras un cartel escrito a mano que rezaba «SE VENDEN TAL COMO ESTÁN»- estuvieran predestinadas a servir a algún propósito superior simplemente por el hecho de estar allí, justo donde yo necesitaba que estuvieran.
Aunque tal vez no fuera la voluntad divina, sino simplemente que había montones de maneras de arriesgarse y lo único que tenía que hacer era abrir los ojos para verlas.
Temerarias y estúpidas. Esas eran las dos palabras favoritas de Charlie para referirse a las motocicletas.
El trabajo de Charlie no conllevaba una gran cantidad de acción comparado con el de los policías de ciudades más grandes, pero los accidentes de tráfico le ocupaban mucho tiempo. Este tipo de eventos no escaseaban en un lugar donde se sucedían largos tramos mojados de autopista que se retorcían y daban vueltas a través de un bosque continuo, acumulando ángulos muertos uno tras otro. La gente solía evitar esos lugares, con todos aquellos enormes camiones que transportaban troncos escondidos entre las curvas. Las excepciones a la regla eran las motos y Charlie había visto demasiadas víctimas -jóvenes en su mayoría-, tiradas por la autopista. Antes de cumplir los diez años me hizo prometerle que nunca me montaría en una moto. Incluso a esa edad, no tuve que pensármelo dos veces para prometérselo. ¿A quién le iba a apetecer montar en moto en Forks? Sería como darse un baño a noventa por hora.
Había mantenido tantas promesas…
Ambas ideas prendieron en mi mente. Quería convertirme en alguien estúpido y osado y también quería romper promesas. ¿Por qué pararme en una?
Esto fue todo lo que tardé en pensármelo. Chapoteé a través de la lluvia hacia la puerta principal de los Marks y toqué el timbre.
Me abrió uno de los chicos, el más joven, el estudiante novato. Su pelo arenoso apenas me llegaba al hombro. No me acordaba de su nombre.
Él no tuvo problema alguno para recordar el mío.
– ¿Bella Swan? -preguntó sorprendido.
– ¿Cuánto queréis por una moto? -jadeé, agitando el pulgar sobre mi hombro en dirección a la exhibición en venta.
– ¿Hablas en serio? -me preguntó.
– Pues claro.
– No funcionan.
Suspiré impaciente, ya que eso era algo que podía deducirse del cartel.
– ¿Cuánto valen?
– Si de verdad quieres una, llévatela. Mi madre ha hecho que mi padre las saque a la calle para que las recojan con la basura.
Miré las motos de nuevo y vi que estaban al lado de una pila de hierba cortada y ramas rotas.
– ¿Estás seguro?
– Seguro, ¿quieres preguntarle a ella?
Probablemente sería mejor no implicar a adultos que podrían mencionárselo a Charlie.
– No, te creo.
– ¿Quieres que te ayude? -me ofreció-. Pesan bastante.
– Gracias. De todas formas sólo necesito una.
– Mejor si te llevas las dos -dijo el niño-. Quizá puedas aprovechar las piezas de la que no uses.
Me siguió bajo el aguacero y me ayudó a cargar las dos pesadas motos en la parte trasera del vehículo. Parecía deseoso de desprenderse de ellas, así que no discutí.
– De todas formas, ¿qué vas a hacer con ellas? -me preguntó-. No han funcionado en años.
– Eso me había parecido -repuse al tiempo que me encogía de hombros. Mi capricho, fruto de la inspiración del momento, no había llegado a convertirse aún en un plan completo-. Tal vez deba llevarlas a Dowling.
Él resopló.
– Dowling te cobrará más por ponerlas en marcha de lo que realmente valen.
No podía rebatir eso. John Dowling se había granjeado una mala reputación a causa de sus altos precios, tanto que nadie acudía a él salvo en caso de una auténtica emergencia. La mayoría de la gente, si su coche lo permitía, prefería conducir hasta Port Angeles. Había tenido mucha suerte en ese sentido, aunque al principio me preocupé cuando Charlie me regaló mi coche, porque, al ser tan antiguo, pensaba que no me sería posible mantenerlo en funcionamiento. Pero jamás me había dado ningún problema, salvo por el ruido insoportable del motor y por el hecho de que tenía el límite de velocidad en ochenta kilómetros por hora. Jacob Black lo había mantenido en buena forma mientras había pertenecido a su padre, Billy…
La repentina inspiración me alcanzó como un rayo, lo cual no era un absurdo si se tenía en cuenta la tormenta reinante.