Se mordió el labio inferior y se retorció las manos. Parecía a punto de echarse a llorar.
Le abracé de forma instintiva, envolviendo su cintura con mis brazos y presionando mi rostro contra su pecho. Era tan grande que me sentía como una niña abrazando a un adulto.
– ¡Oh, Jake, todo va a ir bien! -le prometí-. Si las cosas se ponen peor, puedes venirte a vivir conmigo y con Charlie. ¡No tengas miedo, ya pensaremos en algo!
Se quedó rígido durante un segundo y luego sus largos brazos me envolvieron titubeantes.
– Gracias, Bella -su voz era más hosca de que costumbre.
Estuvimos así un momento y no me molestó; de hecho, el contacto me sirvió de consuelo. No había sentido nada parecido desde la última vez que alguien me habla abrazado así. Esto era amistad. Y Jacob era una persona muy cálida.
Me resultaba extraña esa cercanía a otro ser humano, más desde el punto de vista emocional que del físico, aunque también lo físico me pareciera raro. No era mi estilo habitual. Normalmente no me relacionaba con la gente con tanta facilidad, a un nivel tan básico.
Desde luego, no con seres humanos.
– Si es así como vas a reaccionar siempre, creo que se me va a ir la olla más a menudo -su voz sonó ahora ligera, otra vez normal, y su risa retumbó en mi oído. Me exploró el pelo con los dedos, con suavidad y de forma vacilante.
Bueno, era amistad al menos para mí.
Me retiré con rapidez, riéndome con él, pero decidida a poner las cosas en su sitio de una vez.
– Es difícil de creer que soy dos años mayor que tú -dije, enfatizando la palabra «mayor»-. Me haces sentir como una enana -estando tan cerca de él, realmente tenía que estirar el cuello para verle la cara.
– Se te ha olvidado que ando ya por los cuarenta, claro.
– Oh, claro.
Me dio unos golpecitos en la cabeza.
– Eres como una muñequita -bromeó-. Una muñeca de porcelana.
Puse los ojos en blanco y di un paso hacia atrás.
– Espero que no me salgan grietas blancas.
– En serio, Bella, ¿estás segura de que no las tienes? -apretó su brazo cobrizo contra el mío. La diferencia era estremecedora-. No he visto a nadie más pálido que tú… Bueno, a excepción de… -se interrumpió y yo miré hacia otro lado intentando no dar paso en mi mente a lo que él había estado a punto de decir-. Pero bueno, ¿vamos a montar en las motos, o qué?
– Vamos allá -acordé, con más entusiasmo del que había sentido hacía medio minuto. Su frase inacabada me había recordado el motivo por el que estábamos allí.
Adrenalina
– Bien, ¿dónde está el embrague?
Señalé una palanca en el manillar izquierdo. Era un misterio cómo iba a poder pulsarlo sin soltar el manillar. La pesada motocicleta temblaba debajo de mí, amenazando con tumbarme a un lado. Agarré otra vez el manillar, intentando mantenerla derecha.
– Jacob, esto no se queda de pie -me quejé.
– Verás cómo va bien cuando esté en movimiento -me prometió él-. Ahora, ¿dónde tienes los frenos?
– Detrás de mi pie derecho.
– Error.
Me tomó la mano derecha y me dobló los dedos alrededor de la palanca de aceleración.
– Pero tú me dijiste…
– Éste es el freno que estás buscando. No uses ahora el freno de atrás, eso lo dejaremos para más tarde, cuando sepas lo que estás haciendo.
– Eso no suena nada bien -repliqué con cierta suspicacia-. ¿No son los dos frenos igual de importantes?
– Olvídate del freno de atrás, ¿vale? Aquí… -envolvió mi mano con la suya y me hizo apretar la palanca hacia abajo-. Así es como se frena. No lo olvides -me apretó la mano otra vez.
– De acuerdo -asentí.
– ¿El acelerador?
Giré el manillar derecho.
– ¿La palanca de cambios?
La empujé ligeramente con mi pantorrilla izquierda.
– Muy bien. Creo que ya has pillado el manejo de todas las partes. Ahora sólo te queda arrancar la moto.
– Oh, oh -murmuré, asustada, por decirlo con suavidad. Notaba unos extraños retortijones en el estómago y sentí que me iba a fallar la voz.
Estaba aterrorizada. Intenté decirme a mí misma que el miedo no tenía sentido. Ya había pasado por lo peor que podía ocurrirme. En comparación, ¿cómo me iba a asustar por esto? Supuse que debería poner cara de no importarme nada y reírme.
Pero mi estómago no estaba por colaborar.
Miré fijamente el largo tramo de camino polvoriento, flanqueado por una densa maleza envuelta en niebla. La senda era arenosa y húmeda, desde luego, mejor que el fango.
– Quiero que mantengas el embrague hacia abajo -me instruyó Jacob.
Se me agarrotaron los dedos en torno a la palanca.
– Ahora, esto es crucial, Bella -insistió-. No dejes que la moto se te vaya, ¿vale? Quiero que pienses que te he dado una granada explosiva. Le has quitado el seguro y estás sujetando el detonador.
Lo apreté con más fuerza.
– ¿Crees que podrás arrancar el pedal?
– Si muevo el pie, me caigo -le expliqué con los dientes apretados y los dedos tensos sobre mi supuesta granada explosiva.
– Vale, yo te tengo. No sueltes el embrague.
Dio un paso atrás y súbitamente golpeó con fuerza el pedal. La moto hizo un sonido brusco como de tableteo y la fuerza del tirón la hizo balancearse. Empecé a caerme de lado, pero Jacob agarró la moto antes de que me estampara contra el suelo.
– Mantén el equilibrio -me animó-. ¿Tienes bien sujeto el embrague?
– Sí -respiré entrecortadamente.
– Planta bien el pie, voy a intentarlo otra vez.
No obstante, en esta ocasión puso una mano en la parte trasera del asiento, con el fin de asegurarse.
Necesitó al menos cuatro intentos antes de que arrancara y la moto rugiera entre mis piernas como un animal agresivo. Aferré con fuerza el embrague hasta que me dolieron los dedos.
– Aprieta el acelerador -me sugirió-, muy suavemente. Y sobre todo, no sueltes el embrague.
Giré de forma vacilante el manillar derecho. Aunque se movió muy poco, la moto gruñó. Sonaba enfadada y casi hambrienta. Jacob sonrió con gran satisfacción.
– ¿Recuerdas cómo se pone en primera? -me preguntó.
– Sí.
– Bien, venga, vamos.
– Vale.
Esperó unos segundos.
– Suelta el pie -me urgió.
– Ya lo sé -dije, aspirando aire profundamente.
– ¿Estás segura de que quieres hacer esto? -me preguntó Jacob-. Pareces asustada.
– Estoy bien -repliqué con brusquedad. Cambié la marcha rápidamente.
– Muy bien -me alabó-. Ahora, con mucha suavidad, suelta el embrague.
Se apartó un paso de la moto.
– ¿Quieres que deje caer la granada? -pregunté sin podérmelo creer. Con razón había empezado a retirarse.
– A ver qué tal la llevas, Bella. Procura ir poco a poco.
En el momento en que abrí ligeramente la mano para soltar el embrague, me paralizó una voz que no pertenecía al chico que tenía al lado.
Esto es temerario, infantil y estúpido, Bella, bufó aquella voz aterciopelada.
– ¡Oh! -comencé a jadear y solté el embrague de forma repentina.
La moto cabeceó debajo de mí, lanzándome hacia delante, y después se me cayó encima, medio aplastándome. El motor rugiente se caló y luego se paró definitivamente.
– ¿Bella? -Jacob me sacó la moto de encima con premura-. ¿Estás herida?
Pero yo no le escuchaba.
Ya te lo había dicho, murmuró la voz perfecta, nítida como el cristal.
– ¿Bella? -Jacob me sacudió el hombro.