– Bella, creo que necesitas puntos y no voy a dejar que te desangres viva.
– Eso no va a ocurrir -le prometí-. Sólo querría que lleváramos primero las motos y después paráramos un momento en mi casa, para arreglarme un poco antes de ir al hospital.
– ¿Y qué pasa con Charlie?
– Me dijo que hoy tenía trabajo.
– ¿Estás del todo segura?
– Confía en mí. No es tan grave como parece.
Jacob no se quedó nada contento, como mostraba su boca torcida de un modo poco habitual en él, pero tampoco quería yo meterme en problemas. Miré por la ventana sin dejar de sujetar su camiseta contra la herida mientras él me llevaba a Forks.
Lo de la moto había funcionado mucho mejor de lo que había soñado. Había servido a su propósito original. Había conseguido incumplir lo prometido. Me había comportado de un modo innecesariamente temerario. Me sentía un poco menos patética ahora que las dos partes habíamos roto las promesas.
¡Y además había descubierto la clave de las alucinaciones! Al menos, así lo esperaba. Estaba dispuesta a comprobar mi teoría tan pronto como fuera posible. Quizás terminaran pronto conmigo en urgencias y pudiera intentarlo otra vez esa misma noche.
Correr de ese modo por la carretera había sido sorprendente. La sensación del viento en la cara, la velocidad, la libertad… me recordaron mi vida pasada, volando a través del bosque espeso, sin caminos, a cuestas mientras él corría. Frené el pensamiento justo aquí, dejando que el recuerdo se disolviera en una repentina agonía. Me estremecí.
Jacob se dio cuenta.
– ¿Sigues encontrándote bien?
– Sí -intenté sonar tan convincente como antes.
– A propósito -añadió-. Voy a desconectarte el freno del pie esta noche.
Una vez en casa, lo primero que hice fue ir a mirarme al espejo; tenía una pinta horripilante. Al secarse, la sangre había formado gruesas costras en la mejilla y en el cuello, apelmazándose en mi pelo lleno de barro. Me examiné clínicamente, fingiendo que la sangre era pintura, de modo que no se me alterara el estómago. Respiré a través de la boca y todo fue bien.
Me lavé lo mejor que pude. Después, escondí mis ropas sucias y ensangrentadas en el fondo de la cesta de la ropa sucia, me puse unos vaqueros limpios y una camisa abotonada por delante -para no tener que sacármela por la cabeza- con el mayor cuidado. Me las arreglé para hacer todo esto con una sola mano para mantener la ropa lo mas limpia de sangre que fuera posible.
– Date prisa -me apremió Jacob.
– Vale, vale -le grité de vuelta.
Después de asegurarme de que no había dejado a mi espalda ninguna evidencia que me delatara, bajé las escaleras.
– ¿Qué aspecto tengo? -le pregunté.
– Mejor -reconoció él.
– Pero ¿tengo el aspecto de haber tropezado en tu garaje y haberme dado un golpe en la cabeza con un martillo?
– Sí, yo diría que sí.
– Entonces, vamos.
Jacob se apresuró a sacarme de la casa e insistió en conducir de nuevo. Íbamos casi a mitad de camino del hospital cuando me di cuenta de que iba sin camiseta.
Fruncí el ceño, sintiéndome culpable.
– Debería haber tomado una chaqueta para ti.
– Eso nos habría descubierto -bromeó él-. Además, no hace frío.
– ¿Estás de broma? -temblé y me incliné para encender la calefacción.
Le miré para comprobar si sólo se estaba haciendo el duro de modo que yo no me preocupara, pero parecía bastante cómodo. Había pasado un brazo por el respaldo de mi asiento, aunque yo iba acurrucada, para mantener el calor.
La verdad era que Jacob parecía mayor de los dieciséis años que tenía. No aparentaba cuarenta, pero sí parecía mayor que yo. Quil no era mucho más musculoso que él, por mucho que Jacob se quejara de ser un esqueleto. Sus músculos, de tipo enjuto y nervudo, destacaban con toda nitidez bajo su piel suave. Tenía un color tan bonito que me dio envidia.
Jacob notó mi escrutinio.
– ¿Qué? -preguntó, pensando de pronto en su aspecto.
– Nada. Que no me había dado cuenta antes. ¿Sabes que estás bastante bien?
Una vez que las palabras salieron de mis labios, me arrepentí por si él se tomaba mi observación impulsiva de manera errónea.
Pero Jacob lo único que hizo fue poner los ojos en blanco.
– Te has dado un buen golpe en la cabeza, ¿a que sí?
– Lo digo en serio.
– Vale, pues entonces gracias. O lo que sea.
Sonreí de oreja a oreja.
– Pues de nada. O lo que sea.
Me tuvieron que dar siete puntos para cerrarme la herida de la frente. Después del pinchazo de la anestesia local, no volví a sentir dolor alguno a lo largo del proceso. Jacob me sostuvo la mano mientras el doctor Snow me cosía, e intenté no pensar en la ironía del asunto.
Estuvimos en el hospital todo el rato. Para cuando terminaron conmigo, tuve que dejar a Jacob en su casa y apresurarme de vuelta a la mía para hacerle la comida a Charlie. Este pareció tragarse la historia de mi caída en el garaje de Jacob. Después de todo, ya en otras ocasiones había sido capaz de trasladarme yo sola a urgencias, sin más ayuda que la de mis propios pies.
Esa noche no fue tan mala como la primera, después de haber oído aquella voz perfecta en Port Angeles. El agujero en el pecho regresó como solía ocurrir cuando estaba lejos de Jacob, pero sin ese dolor punzante en los bordes. Ya estaba planeando cosas, a la búsqueda de nuevos engaños, de modo que eso me distraía. También influía el hecho de saber que al día siguiente, cuando volviera a estar con Jacob, me sentiría mejor. Esto hacía que el agujero vacío y el dolor familiar se me hicieran más fáciles de soportar, ya que el alivio estaba a la vista. La pesadilla, a su vez, había perdido algo de su poder. Seguía horrorizada por la nada, como siempre, pero también me sentía extrañamente impaciente mientras esperaba el momento que me enviaría gritando a la vigilia. Sabía que la pesadilla tenía que terminar.
El miércoles siguiente, antes de que llegara a casa desde urgencias, el doctor Gerandy llamó a mi padre para advertirle de que probablemente tuviera un poco de conmoción y que se acordara de despertarme cada dos horas durante la noche para asegurarse de que no era nada grave. Charlie entrecerró los ojos de forma suspicaz ante mi endeble explicación sobre otro tropiezo.
– Quizás deberías mantenerte alejada del garaje también, Bella -sugirió esa noche durante la cena.
Tuve un ataque de pánico, preocupada porque a Charlie le diera por emitir algún tipo de edicto contra mis visitas a La Push, y por tanto contra mi moto. No iba a dejarlo, ya que aquel día había tenido la más asombrosa de las alucinaciones. Mi ensoñación de la voz de terciopelo había estado gritándome casi cinco minutos antes de que presionara el freno demasiado bruscamente y me estampara contra un árbol. Sufriría cualquier dolor que me causara esa noche sin queja ninguna.
– Esto no me ha pasado en el garaje -protesté con rapidez-. Íbamos de excursión y me tropecé con una piedra.
– ¿Desde cuándo te gusta ir de excursión? -me preguntó Charlie, escéptico.
– Desde que trabajo en la tienda Newton creo que se me ha pegado algo -le señalé-. Si te pasas todo el día vendiendo las virtudes de salir al aire libre, te pica un poco la curiosidad.
Charlie me miró, nada convencido.
– Tendré más cuidado -le prometí al tiempo que a escondidas cruzaba los dedos debajo de la mesa.
– No me importa que vayas de excursión por aquí, en los alrededores de La Push, pero no te alejes de la ciudad, ¿vale?
– ¿Por qué?
– Bueno, últimamente estamos recibiendo un montón de quejas sobre animales salvajes. El departamento forestal va a hacer unas comprobaciones, pero de momento…
– Ah claro, el gran oso -dije, cayendo de pronto en la cuenta-. Sí, alguno de los mochileros que vienen a Newton lo ha visto. ¿Tú crees que realmente hay algún gran oso mutante por ahí?