– Deberías estar de un humor estupendo, hoy más que nunca -susurró. Su dulce aliento se deslizó por mi rostro.
– ¿Y si no quiero estar de buen humor? -pregunté con la respiración entrecortada.
Sus ojos dorados ardieron con pasión.
– Pues muy mal.
Empezaba a sentirme confusa cuando se inclinó sobre mí y apretó sus labios helados contra los míos. Tal como él pretendía, sin duda, olvidé todas mis preocupaciones, y me concentré en recordar cómo se inspiraba y espiraba.
Su boca se detuvo sobre la mía, fría, suave y dulce, hasta que deslicé mis brazos en torno a su cuello y me lancé a besarle con algo más que simple entusiasmo. Sentí cómo sus labios se curvaban hacia arriba cuando se apartó de mi cara y se alzó para deshacer mi abrazo.
Edward había establecido con cuidado los límites exactos de nuestro contacto físico a fin de mantenerme viva. Aunque yo respetaba la necesidad de guardar una distancia segura entre mi piel y sus dientes ponzoñosos y afilados como navajas, tendía a olvidar esas trivialidades cuando me besaba.
– Pórtate bien, por favor -suspiró contra mi mejilla. Presionó sus labios contra los míos una vez más y se apartó definitivamente de mí, obligándome a cruzar los brazos sobre mi estómago.
El pulso me atronaba los oídos. Me puse una mano en el corazón. Palpitaba enloquecido.
– ¿Crees que esto mejorará algún día? -me pregunté, más a mí misma que a él-. ¿Alguna vez conseguiré que el corazón deje de intentar saltar fuera de mi pecho cuando me tocas?
– La verdad, espero que no -respondió, un poco pagado de sí mismo.
Puse los ojos en blanco.
– Anda, vamos a ver cómo los Capuletos y los Montescos se destrozan unos a otros, ¿vale?
– Tus deseos son órdenes para mí.
Edward se repatingó en el sofá mientras yo ponía la película, pasando rápido los créditos del principio. Me envolvió la cintura con sus brazos y me reclinó contra su pecho cuando me senté junto a él en el borde del sofá. No era exactamente tan cómodo como un cojín, pero yo lo prefería con diferencia. Su pecho era frío y duro, aunque perfecto, como una escultura de hielo. Tomó la manta de punto que descansaba, doblada, sobre el respaldo del sofá y me envolvió con ella para que no me congelara al contacto de su cuerpo.
– ¿Sabes?, Romeo no me cae nada bien -comentó cuando empezó la película.
– ¿Y qué le pasa a Romeo? -le pregunté, un poco molesta. Era uno de mis personajes de ficción favoritos. Creo que hasta estaba un poco enamorada de él hasta que conocí a Edward.
– Bien, en primer lugar, está enamorado de esa Rosalinda, ¿no te parece que es un poco voluble? Y luego, unos pocos minutos después de su boda, mata al primo de Julieta. No es precisamente un rasgo de brillantez. Acumula un error tras otro. ¿Habría alguna otra manera más completa de destruir su felicidad?
Suspiré.
– ¿Quieres que la vea yo sola?
– No, de todos modos, yo estaré mirándote a ti la mayor parte del rato -sus dedos se deslizaron por mi piel trazando formas, poniéndome la carne de gallina-. ¿Te vas a poner a llorar?
– Probablemente -admití-. Si estás pendiente de mí todo el rato.
– Entonces no te distraeré -pero sentí sus labios contra mi pelo y eso me distrajo bastante.
La película captó mi interés a ratos, gracias en buena parte a que Edward me susurraba los versos de Romeo al oído, con su irresistible voz aterciopelada, que convertía la del actor en un sonido débil y basto en comparación. Y claro que lloré, para su diversión, cuando Julieta se despierta y encuentra a su reciente esposo muerto.
– He de admitir que le tengo una especie de envidia -dijo Edward secándome las lágrimas con un mechón de mi propio pelo.
– Ella es muy guapa.
Él hizo un sonido de disgusto.
– No le envidio la chica, sino la facilidad para suicidarse -aclaró con tono de burla-. ¡Para vosotros, los humanos, es tan sencillo! Todo lo que tenéis que hacer es tragaros un pequeño vial de extractos de plantas…
– ¿Qué? -inquirí con un grito ahogado.
– Es algo que tuve que plantearme una vez, y sé por la experiencia de Carlisle que no es nada sencillo. Ni siquiera estoy seguro de cuántas maneras de matarse probó Carlisle al principio, cuando se dio cuenta de en qué se había convertido… -su voz, que se había tornado mucho más seria, se volvió ligera otra vez-. Y no cabe duda de que sigue con una salud excelente.
Me retorcí para poder leer su expresión.
– ¿De qué estás hablando? -quise saber-. ¿Qué quieres decir con eso de que tuviste que planteártelo una vez?
– La primavera pasada, cuando tú casi… casi te mataron… -hizo una pausa para inspirar profundamente, luchando por volver al tono socarrón de antes-. Claro que estaba concentrado en encontrarte con vida, pero una parte de mi mente estaba elaborando un plan de emergencia por si las cosas no salían bien. Y como te decía, no es tan fácil para mí como para un humano.
Los recuerdos de mi último viaje a Phoenix me embargaron y durante un segundo sentí cierto vértigo. Aún conservaba en mi memoria, con total nitidez, el sol cegador y las oleadas de calor procedentes del asfalto mientras corría a toda prisa y con ansiedad al encuentro del sádico vampiro que quería torturarme hasta la muerte. James me esperaba en la habitación de los espejos con mi madre como rehén, o eso suponía yo. No supe hasta más tarde que todo era una treta. Lo que tampoco sabía James es que Edward se apresuraba a salvarme. Lo consiguió a tiempo, pero por muy poco. De manera inconsciente, mis dedos se deslizaron por la cicatriz en forma de media luna de mi mano, siempre a varios grados por debajo de la temperatura del resto de mi piel.
Sacudí la cabeza, como si con eso pudiera deshacerme de todos los malos recuerdos e intenté comprender lo que Edward quería decir, mientras sentía un incómodo peso en el estómago.
– ¿Un plan de emergencia? -repetí.
– Bueno, no estaba dispuesto a vivir sin ti -puso los ojos en blanco como si eso resultara algo evidente hasta para un niño-. Aunque no estaba seguro sobre cómo hacerlo. Tenía claro que ni Emmett ni Jasper me ayudarían…, así que pensé que lo mejor sería marcharme a Italia y hacer algo que molestara a los Vulturis.
No quería creer que hablara en serio, pero sus ojos dorados brillaban de forma inquietante, fijos en algo lejano en la distancia, como si contemplara las formas de terminar con su propia vida. De pronto, me puse furiosa.
– ¿Qué es un Vulturis? -inquirí.
– Son una familia -contestó con la mirada ausente-, una familia muy antigua y muy poderosa de nuestra clase. Es lo más cercano que hay en nuestro mundo a la realeza, supongo. Carlisle vivió con ellos algún tiempo durante sus primeros años, en Italia, antes de venir a América. ¿No recuerdas la historia?
– Claro que me acuerdo.
Nunca podría olvidar la primera vez que visité su casa, la enorme mansión blanca escondida en el bosque al lado del río, o la habitación donde Carlisle -el padre de Edward en tantos sentidos reales- tenía una pared llena de pinturas que contaban su historia personal. El lienzo más vívido, el de colores más luminosos y también el más grande, procedía de la época que Carlisle había pasado en Italia. Naturalmente que me acordaba del sereno cuarteto de hombres, cada uno con el rostro exquisito de un serafín, pintados en la más alta de las balconadas, observando la espiral caótica de colores. Aunque la pintura se había realizado hacía siglos, Carlisle, el ángel rubio, permanecía inalterable. Y recuerdo a los otros tres, los primeros conocidos de Carlisle. Edward nunca había utilizado la palabra Vulturis para referirse al hermoso trío, dos con el pelo negro y uno con el cabello blanco como la nieve. Los llamó Aro, Cayo y Marco, los mecenas nocturnos de las artes.
– De cualquier modo, lo mejor es no irritar a los Vulturis -continuó Edward, interrumpiendo mi ensoñación-. No a menos que desees morir, o lo que sea que nosotros hagamos -su voz sonaba tan tranquila que parecía casi aburrido con la perspectiva.