Otro golpe, otro desgarrón en el pecho.
Laurent se movió levemente, y yo retrocedí a trompicones un paso más.
Torció el gesto.
– Supongo que, de todos modos, se va a enfadar.
– Entonces, ¿por qué no la esperas a ella? -logré decir.
Una sonrisa maliciosa le cambió las facciones.
– Bueno, me has pillado en un mal momento, Bella. No vine a este lugar para cumplir una misión para Victoria. Estaba de caza. Tengo bastante sed y se me hace la boca agua sólo con olerte.
Me miró con aprobación, como si eso fuera un cumplido.
Amenázale, me ordenó el bello engaño de su voz, distorsionado por el pánico.
– Él sabrá que has sido tú -susurré dócilmente-. No vas a irte de rositas.
– ¿Y por qué no? -la sonrisa de Laurent se hizo más amplia. Recorrió con la mirada el pequeño claro entre los árboles-. Las próximas lluvias borrarán mi olor y nadie va a encontrar tu cuerpo; habrás desaparecido, simplemente, como tantos y tantos humanos. No hay razón para que Edward piense en mí, si es que se toma la molestia de investigar. Puedes estar segura de que esto no es nada personal, Bella. Sólo tengo sed.
Implora, me rogó mi alucinación.
– Por favor -contesté jadeando.
Laurent negó con la cabeza sin perder la expresión amable.
– Míralo de este modo, Bella: tienes suerte de que sea yo quien te haya encontrado.
– ¿Ah, sí? -dije sin hablar, moviendo sólo los labios, mientras retrocedía otro vacilante paso.
Laurent me siguió, ágil, grácil.
– Sí -me aseguró-. Seré rápido, no vas a sentirlo, te lo prometo. Luego le mentiré a Victoria, por supuesto, sólo para aplacarla, pero si supieras lo que había planeado para ti, Bella… -sacudió la cabeza con un movimiento lento, casi de disgusto-. De verdad, deberías estarme agradecida por esto.
Le miré horrorizada.
Olfateó la brisa que lanzaba mechones de mi cabello en su dirección.
– Se me hace la boca agua -repitió mientras inhalaba profundamente.
Me tensé para dar un salto. Bizqueé cuando me alejé arrastrando los pies mientras la voz de Edward bramaba con furia y resonaba en algún lugar de la parte posterior de mi cabeza. Su nombre derribó todos los muros que yo había erigido para contenerlo. Edward. Edward. Edward. Iba a morir, por lo que ahora no importaba si pensaba en él. Edward, te amo.
Mis ojos entrecerrados contemplaron cómo Laurent dejaba de inhalar y giraba bruscamente la cabeza hacia la izquierda. Me daba pánico quitarle los ojos de encima para seguir la trayectoria de su mirada, aunque difícilmente iba a necesitar una distracción u otro tipo de treta para dominarme. Estaba demasiado asombrada para sentir alivio alguno cuando comenzó a alejarse lentamente de mí.
No te fíes, me dijo la voz tan bajito que apenas la oí.
Entonces, tuve que mirar. Escudriñé el prado en busca de la interrupción que había prolongado mi vida durante unos segundos más. No vi nada en un primer momento, y mi mirada revoloteó de vuelta a Laurent, que ahora se retiraba más deprisa sin dejar de horadar el bosque con la vista.
En ese momento vi una gran figura negra salir con calma de entre los árboles, silenciosa como una sombra, para luego acechar con parsimonia al vampiro. Era enorme; tenía la altura de un caballo, pero era más corpulento y mucho más musculoso. El gran hocico se contrajo con una mueca que reveló una hilera de incisivos afilados como cuchillas. Profirió entre dientes un gruñido espeluznante que retumbó por todo el claro como la prolongación del restallido de un trueno.
El oso. Sólo que no era un oso para nada. Aun así, aquella gigantesca criatura negra debía de ser la causante de toda la alarma. Visto de lejos, se le podía confundir con un oso. ¿Qué otro animal iba a tener una constitución tan descomunal y poderosa?
Me hubiera gustado tener la suerte de haberlo visto a lo lejos. En vez de eso, anduvo sin hacer ruido sobre la hierba a poco más de tres metros de mi posición.
No te muevas ni un centímetro, murmuró la voz de Edward.
Me quedé mirando fijamente a la monstruosa criatura, con la mente bloqueada en el intento de ponerle un nombre a aquel ser. Guardaba una cierta semejanza canina en cuanto al contorno y la forma de moverse. Atenazada por el pánico como estaba, sólo se me ocurría una posibilidad, pero aun así, jamás hubiera imaginado que un lobo podía ser tan grande.
Su garganta emitió un gruñido sordo que me hizo estremecer.
Laurent estaba retrocediendo hacia la fila de árboles. Me azotó una oleada de confusión y helado pánico. ¿Por qué se retiraba Laurent? El lobo era de un tamaño desmedido, sin duda, pero sólo era un animal. ¿Por qué iba a temer un vampiro a un animal? Y Laurent estaba aterrado. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos, como los míos.
De repente, como una respuesta a mi pregunta, el colosal lobo recibió compañía. Le flanqueaban otros dos gigantescos compañeros que penetraron silenciosamente en el prado. Uno tenía un pelaje gris oscuro y el otro castaño, pero ninguno alcanzaba la altura del primero. El lobo gris salió de los árboles a escasos metros de mí, con la mirada fija en Laurent.
Dos lobos más les siguieron adoptando una formación en uve -como la de los gansos cuando emigran hacia el sur- antes de que yo pudiera reaccionar. El monstruo de pelambrera color ladrillo que salió del sotobosque en último lugar estaba al alcance de mi mano.
Proferí un involuntario grito ahogado y salté hacia atrás, que era la mayor estupidez que podía cometer. Volví a quedarme petrificada a la espera de que los lobos se volvieran hacia mí, la presa más débil, la más fácil de cobrar. Durante unos fugaces instantes deseé que Laurent se hiciera cargo del asunto y aplastara a la manada de lobos. Para él debía de ser algo muy sencillo. Intuía que, de las dos opciones posibles, ser devorada por los lobos era casi seguro la peor alternativa.
El lobo más cercano -el de pelambrera bermeja- volvió levemente la cabeza al oír mi grito entrecortado.
Los ojos del lobo eran oscuros, casi negros. La criatura me miró durante una fracción de segundo. Aquellos profundos ojos parecían demasiado inteligentes para ser los de un animal salvaje.
De pronto, cuando me miraron, pensé en Jacob, y volví a dar gracias por haber venido sola a aquella pradera de cuento de hadas repleta de monstruos siniestros. Al menos, él no iba a morir también. Al menos, no tendría su muerte sobre mi conciencia.
Entonces, un gruñido del jefe hizo que el lobo rojo girara la cabeza de nuevo hacia Laurent, que contemplaba la manada de lobos gigantes con una sorpresa no disimulada, y con miedo. Eso podía entenderlo, pero me quedé pasmada cuando, sin previo aviso, se dio media vuelta y desapareció entre los espesos árboles.
Salió corriendo.
Los lobos fueron tras él un segundo después; cruzaron la hierba del claro a la carrera, con cuatro brincos, entre gruñidos y chasquidos de fauces tan fuertes que, por instinto, me llevé las manos a los oídos. El sonido desapareció con sorprendente rapidez una vez que se perdieron en el bosque.
Luego volví a estar sola.
Se me combaron las rodillas y caí al suelo sobre las manos mientras en mi garganta se agolpaban los sollozos.
Era consciente de que debía irme, e irme ya. ¿Cuánto tiempo iba a transcurrir antes de que los lobos que habían ido en pos de Laurent dieran media vuelta y vinieran a por mí? ¿O Laurent se revolvería contra ellos? ¿Y si era él a quien buscaban?
Pese a todo, al principio no logré moverme. Me temblaban brazos y piernas y no sabía cómo arreglármelas para ponerme de pie una vez más.
Tenía la mente bloqueada por el miedo, el pavor y la confusión. No era capaz de comprender lo que acababa de presenciar.