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Mi ira se transformó en terror. Tomé su rostro marmóreo entre mis manos y se lo apreté fuerte.

– ¡Nunca, nunca vuelvas a pensar en eso otra vez! ¡No importa lo que me ocurra, no te permito que te hagas daño a ti mismo!

– No te volveré a poner en peligro jamás, así que eso es un punto indiscutible.

– ¡Ponerme en peligro! ¿Pero no estábamos de acuerdo en que toda la mala suerte es cosa mía? -estaba enfadándome cada vez más-. ¿Cómo te atreves a pensar en esas cosas? -la idea de que Edward dejara de existir, incluso aunque yo estuviera muerta, me producía un dolor insoportable.

– ¿Qué harías tú si las cosas sucedieran a la inversa? -preguntó.

– No es lo mismo.

Él no parecía comprender la diferencia y se rió entre dientes.

– ¿Y qué pasa si te ocurre algo? -me puse pálida sólo de pensarlo-. ¿Querrías que me suicidara?

Un rastro de dolor surcó sus rasgos perfectos.

– Creo que veo un poco por dónde vas… sólo un poco -admitió-. Pero ¿qué haría sin ti?

– Cualquier cosa de las que hicieras antes de que yo apareciera para complicarte la vida.

Suspiró.

– Tal como lo dices, suena fácil.

– Seguro que lo es. No soy tan interesante, la verdad.

Parecía a punto de rebatirlo, pero lo dejó pasar.

– Eso es discutible -me recordó.

Repentinamente, se incorporó adoptando una postura más formal, colocándome a su lado de modo que no nos tocáramos.

– ¿Charlie? -aventuré.

Edward sonrió. Poco después escuché el sonido del coche de policía al entrar por el camino. Busqué y tomé su mano con firmeza, ya que mi padre bien podría tolerar eso.

Charlie entró con una caja de pizza en las manos.

– Hola, chicos -me sonrió-. Supuse que querrías tomarte un respiro de cocinar y fregar platos el día de tu cumpleaños. ¿Hay hambre?

– Está bien. Gracias, papá.

Charlie no hizo ningún comentario sobre la aparente falta de apetito de Edward. Estaba acostumbrado a que no cenara con nosotros.

– ¿Le importaría si me llevo a Bella esta tarde? -preguntó Edward cuando Charlie y yo terminamos.

Miré a Charlie con rostro esperanzado. Quizás él tuviera ese tipo de concepto de cumpleaños que consiste en «quedarse en casa», en plan familiar. Éste era mi primer cumpleaños con él, el primer cumpleaños desde que mi madre, Renée, volviera a casarse y se hubiera ido a vivir a Florida, de modo que no sabía qué expectativas tendría él.

– Eso es estupendo, los Mariner juegan con los Fox esta noche -explicó Charlie, y mi esperanza desapareció-, así que seguramente seré una mala compañía… Toma -sacó la cámara que me había comprado por sugerencia de Renée (ya que necesitaría fotos para llenar mi álbum) y me la lanzó.

Él debería haber sabido mejor que nadie que yo no era ninguna maravilla de coordinación de movimientos. La cámara saltó de entre mis dedos y cayó dando vueltas hacia el suelo. Edward la atrapó en el aire antes de que se estampara contra el linóleo.

– Buena parada -remarcó Charlie-. Si han organizado algo divertido esta noche en casa de los Cullen, Bella, toma algunas fotos. Ya sabes cómo es tu madre, estará esperando verlas casi al mismo tiempo que las vayas haciendo.

– Buena idea, Charlie -dijo Edward mientras me devolvía la cámara.

Volví la cámara hacia él y le hice la primera foto.

– Va bien.

– Estupendo. Oye, saluda a Alice de mi parte. Lleva tiempo sin pasarse por aquí -Charlie torció el gesto.

– Sólo han pasado tres días, papá -le recordé. Charlie estaba loco por Alice. Se encariñó con ella la última primavera, cuando me estuvo ayudando en mi difícil convalecencia; Charlie siempre le estaría agradecido por salvarle del horror de ayudar a ducharse a una hija ya casi adulta-. Se lo diré.

– Que os divirtáis esta noche, chicos -eso era claramente una despedida. Charlie ya se iba camino del salón y de la televisión.

Edward sonrió triunfante y me tomó de la mano para dirigirnos hacia la cocina.

Cuando fuimos a buscar mi coche, me abrió la puerta del copiloto y esta vez no protesté. Todavía me costaba mucho trabajo encontrar el camino oculto que llevaba a su casa en la oscuridad.

Edward condujo hacia el norte, hacia las afueras de Forks, visiblemente irritado por la escasa velocidad a la que le permitía conducir mi prehistórico Chevrolet. El motor rugía incluso más fuerte de lo habitual mientras intentaba ponerlo a más de ochenta.

– Tómatelo con calma -le advertí.

– ¿Sabes qué te gustaría un montón? Un precioso y pequeño Audi Coupé. Apenas hace ruido y tiene mucha potencia…

– No hay nada en mi coche que me desagrade. Y hablando de caprichos caros, si supieras lo que te conviene, no te gastarías nada en regalos de cumpleaños.

– Ni un centavo -dijo con aspecto recatado.

– Muy bien.

– ¿Puedes hacerme un favor?

– Depende de lo que sea.

Suspiró y su dulce rostro se puso serio.

– Bella, el último cumpleaños real que tuvimos nosotros fue el de Emmett en 1935. Déjanos disfrutar un poco y no te pongas demasiado difícil esta noche. Todos están muy emocionados.

Siempre me sorprendía un poco cuando se refería a ese tipo de cosas.

– Vale, me comportaré.

– Probablemente debería avisarte de que…

– Bien, hazlo.

– Cuando digo que todos están emocionados… me refiero a todos ellos.

– ¿Todos? -me sofoqué-. Pensé que Emmett y Rosalie estaban en África.

El resto de Forks tenía la sensación de que los retoños mayores de los Cullen se habían marchado ese año a la universidad, a Dartmouth, pero yo tenía más información.

– Emmett quería estar aquí.

– Pero… ¿y Rosalie?

– Ya lo sé, Bella. No te preocupes, ella se comportará lo mejor posible.

No contesté. Como si yo simplemente pudiera no preocuparme, así de fácil. A diferencia de Alice, la otra hermana «adoptada» de Edward, la exquisita Rosalie con su cabello rubio dorado, no me estimaba mucho. En realidad, lo que sentía era algo un poco más fuerte que el simple desagrado. Por lo que a Rosalie se refería, yo era una intrusa indeseada en la vida secreta de su familia.

Me sentía terriblemente culpable por la situación. Ya me había dado cuenta de que la prolongada ausencia de Emmett y Rosalie era por mi causa, a pesar de que, sin reconocerlo abiertamente, estaba encantada de no tener que verla. A Emmett, el travieso hermano de Edward, sí que le echaba de menos. En muchos sentidos, se parecía a ese hermano mayor que yo siempre había querido tener…, sólo que era mucho, mucho más amedrentador.

Edward decidió cambiar de tema.

– Así que, si no me dejas regalarte el Audi, ¿no hay nada que quieras por tu cumpleaños?

Mis palabras salieron en un susurro.

– Ya sabes lo que quiero.

Un profundo ceño hizo surgir arrugas en su frente de mármol. Era evidente que hubiera preferido continuar con el tema de Rosalie.

Parecía que aquel día no hiciéramos nada más que discutir.

– Esta noche, no, Bella. Por favor.

– Bueno, quizás Alice pueda darme lo que quiero.

Edward gruñó; era un sonido profundo y amenazante.

– Este no va a ser tu último cumpleaños, Bella -juró.

– ¡Eso no es justo!

Creo que pude oír cómo le rechinaban los dientes.

Estábamos a punto de llegar a la casa. Las luces brillaban con fuerza en las ventanas de los dos primeros pisos. Una larga línea de relucientes farolillos de papel colgaba de los aleros del porche, irradiando un sutil resplandor sobre los enormes cedros que rodeaban la casa. Grandes maceteros de flores -rosas de color rosáceo- se alineaban en las amplias escaleras que conducían a la puerta principal.

Gemí.

Edward inspiró profundamente varias veces para calmarse.