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– Sí, casi, casi. Sam me ordenó que no te contara nada. Es el jefe de la manada, ya sabes. Es el alfa. Cuando nos dice que hagamos algo, o que no lo hagamos, bueno, eso significa que no podemos ignorarle.

– ¡Qué raro! -murmuré.

– Mucho -admitió-. Es una cosa típica de lobos.

– Ya -no se me ocurría otra respuesta mejor.

– Sí, existen un montón de normas de ese estilo… lobunas. Yo todavía las estoy aprendiendo. No me imagino cómo tuvo que ser para Sam. Ya es bastante malo pasar por ello con el apoyo de una manada, pero él se las tuvo que apañar totalmente solo.

– ¿Sam estaba solo?

– Sí-contestó Jacob con un hilo de voz-. Fue horrible, lo más aterrador por lo que haya pasado jamás, peor todavía de lo que podía imaginar, cuando yo… cambié. Pero no estaba solo… Había voces en mi mente que me explicaban lo que había sucedido y lo que tenía que hacer. Creo que eso fue lo que impidió que enloqueciera, pero Sam… -meneó la cabeza-. Sam no tuvo ayuda.

Eso requería que hiciera ciertas reconsideraciones por mi parte. Era difícil no compadecer a Sam cuando Jacob te lo explicaba de ese modo. Tuve que recordarme que ya no había razón alguna para odiarle.

– ¿Se enfadarán porque vaya contigo? -pregunté.

Puso mala cara.

– Probablemente.

– Tal vez no debería…

– No, no, está bien -me aseguró-. Sabes un montón de cosas que nos van a ser útiles. No es como si se tratara de otro humano ignorante. Eres como… no sé… como una espía o algo así. Has estado tras las líneas enemigas.

Desaprobé aquello en mi fuero interno. ¿Era eso lo que Jacob quería de mí? ¿Una persona con acceso a información privilegiada que les iba a ayudar a destruir a sus enemigos? Sin embargo, yo no era una espía. No había reunido ese tipo de información. Sus palabras ya me habían hecho sentirme como una traidora.

Pero yo quería que él le parara los pies a Victoria, ¿no?

No.

Quería que acabaran con ella, preferiblemente antes de que me torturara hasta morir, atacara a Charlie o matara a otro forastero, pero no deseaba que fuera Jacob quien lo hiciera, ni siquiera que lo intentara. No quería a Jacob en un radio de ciento cincuenta kilómetros a la redonda de Victoria.

– Conoces cosas como la capacidad de leer la mente del chupasangre -continuó, haciendo caso omiso de mi petición-. Ése es el tipo de información que necesitamos. Es lo que nos da pie para creer que esas historias son ciertas, y lo hace todo más complicado. Eh, ¿crees que la tal Victoria tiene algún don especial?

– No lo creo -dudé y luego suspiré-. Supongo que él lo hubiera mencionado.

– ¿Él? Ah, te refieres a Edward… Perdón, lo olvidé. No te gusta pronunciar ni oír su nombre.

Me apreté con fuerza el torso mientras intentaba ignorar las punzadas del borde de la abertura de mi pecho.

– No, la verdad es que no.

– Perdona.

– ¿Cómo me conoces tan bien, Jacob? A veces, da la impresión de que eres capaz de leerme la mente.

– Qué va, sólo presto atención.

Nos hallábamos en la pista estrecha de tierra donde Jacob me había enseñado a montar en moto.

– ¿Es aquí?

– Sí, sí.

Frené y apagué el motor.

– Eres muy desdichada, ¿verdad? -murmuró.

Asentí mientras contemplaba el bosque sombrío con la mirada perdida.

– ¿No has pensado alguna vez que quizás te sentirías mejor si te marcharas?

Inspiré despacio y espiré.

– No.

– Porque él no era el mejor…

– Por favor, Jacob -le atajé; luego le imploré con un hilo de voz-: ¿No podemos hablar de otra cosa? No soporto este tema de conversación.

– Vale -respiró hondo-. Lamento haber dicho algo que te molestara.

– No te sientas mal. Si las cosas fueran diferentes, sería muy reconfortante para mí haber encontrado a alguien, por fin, con quien poder hablar del asunto.

Él asintió.

– Sí, lo pasé muy mal escondiéndote el secreto durante dos semanas. Debe de haber sido un infierno no poder hablar con nadie.

– Un infierno -coincidí.

Jacob tomó aliento de forma ostensible.

– Ahí están, vamos.

– ¿Estás seguro? -inquirí mientras él cerraba de golpe la puerta abierta-. Tal vez no debería estar aquí.

– Sabrán comportarse -dijo, y luego esbozó una gran sonrisa-: ¿Quién teme al lobo feroz?

– Ja, ja -le solté, pero salí del coche y me apresuré a rodear el frontal para permanecer al lado de Jacob. Lo único que recordaba en ese momento -con demasiada claridad- era la imagen de los lobos del prado. Las manos me temblaban tanto como las de Jacob antes, pero a causa del pánico y no de la furia.

Jake me tomó la mano y la estrechó.

– Allá vamos.

La familia

Me acurruqué junto a Jacob y escudriñé la espesura en busca de los demás hombres lobo. Cuando aparecieron entre los árboles no eran como había esperado. Tenía la imagen de los lobos grabada en mi cabeza. Éstos eran tan sólo cuatro chicos medio desnudos y realmente grandes.

De nuevo, me recordaron a hermanos cuatrillizos. Debió de ser la forma en que se movieron -casi sincronizados- para interponerse en nuestro camino, o el hecho de que todos tuvieran los mismos músculos grandes y redondeados bajo la misma piel entre rojiza y marrón, el mismo cabello negro cortado al rape, y también la forma en que sus rostros cambiaban de expresión en el mismo instante.

Salieron del bosque con curiosidad y también con cautela. Al verme allí, medio escondida detrás de Jacob, los cuatro se enfurecieron a la vez.

Sam seguía siendo el más grande, aunque Jacob estaba cerca ya de alcanzarle. Realmente Sam no contaba como un chico. Su rostro parecía el de una persona mayor; no porque tuviera arrugas o señales de la edad, sino por la madurez y la serenidad de su expresión.

– ¿Qué has hecho, Jacob? -preguntó.

Uno de los otros, a quien no reconocí -Jared o Paul-, habló antes de que Jacob tuviera tiempo de defenderse.

– ¿Por qué no te limitas a seguir las normas, Jacob? -gritó, agitando los brazos-. ¿En qué demonios estás pensando? ¿Te parece que ella es más importante que todo lo demás, que toda la tribu? ¿Más importante que la gente a la que están matando?

– Ella puede ayudarnos -repuso Jacob sin alterarse.

– ¡Ayudarnos! -exclamó el chico, furioso. Los brazos le empezaron a temblar-. ¡Claro, es lo más probable! Seguro que esta amiga de las sanguijuelas se muere por ayudarnos.

– ¡No hables así de ella! -respondió Jacob, escocido por las críticas.

Un escalofrío recorrió los hombros y la espina dorsal del otro muchacho.

– ¡Paul, relájate! -le ordenó Sam.

Paul sacudió la cabeza de un lado a otro, no en señal de desafío, sino como si tratara de concentrarse.

– Demonios, Paul -murmuró uno de los otros, probablemente Jared-. Contrólate.

Paul giró la cabeza hacia Jared, enseñando los dientes en señal de irritación. Después volvió su mirada colérica hacia mí. Jacob dio un paso adelante para cubrirme con su cuerpo.

Fue la gota que colmó el vaso.

– ¡Muy bien, protégela! -rugió Paul, furioso. Otro temblor, más bien una convulsión, recorrió su cuerpo. Paul echó el cuello hacia atrás y un auténtico aullido brotó de entre sus dientes.

– ¡Paul! -gritaron al unísono Sam y Jacob.

Paul empezó a vibrar con violencia y cayó hacia delante. Antes de llegar al suelo se oyó un fuerte sonido de desgarro y el chico explotó.

Una piel peluda, de color plateado oscuro, brotó de su interior y se hinchó hasta adoptar una forma que superaba en más de cinco veces su tamaño anterior; una figura enorme, acurrucada y presta para saltar.

El lobo arrugó el hocico descubriendo los dientes, y otro gruñido hizo estremecer su colosal pecho. Sus ojos oscuros y rabiosos se clavaron en mí.