– Eso está bien. No queríamos empezar de nuevo. Me refiero a romper el tratado, ya sabes.
– Ah, sí. Jake me habló de ese pacto hace mucho. ¿Por qué matar a Laurent significa romperlo?
– Laurent -resopló Embry, como si le hiciera gracia que el vampiro tuviese nombre-. Bueno, técnicamente estábamos en terreno de los Cullen. No se nos permite atacar a ningún Cullen fuera de nuestro territorio… a no ser que sean ellos quienes rompan primero el tratado. No sabemos si ese tío del pelo negro era pariente de ellos, o algo así. Por lo visto, tú le conocías.
– ¿Y cómo pueden romper ellos el tratado?
– Mordiendo a un humano, pero Jake no estaba dispuesto a dejar que la cosa llegara tan lejos.
– Ah, ya veo. Gracias. Me alegro de que no esperaseis tanto.
– Fue un placer -contestó él, y por su tono parecía hablar en sentido literal.
Embry siguió por la autovía hasta dejar atrás la casa que estaba más al este, y después tomó un estrecho sendero de tierra.
– Esta tartana es un poco lenta -me soltó.
– Lo siento.
Al final del sendero había una diminuta casa -que en tiempos había sido gris- con una única ventana estrecha junto a la puerta, pintada de un azul descolorido; pero la jardinera que había bajo ella estaba llena de caléndulas amarillas y naranjas que brindaban al lugar un aspecto muy alegre.
Embry abrió la puerta del monovolumen y olfateó el aire.
– Qué bien, Emily está cocinando.
Jared saltó de la parte trasera del vehículo y se dirigió hacia la puerta, pero Embry le puso una mano en el pecho y le detuvo. Mirándome con un gesto significativo, carraspeó.
– No llevo la cartera encima -se excusó Jared.
– No importa. Me acordaré.
Subieron el único escalón y entraron en la casa sin llamar. Los seguí con timidez.
El salón era cocina en su mayor parte, como en el hogar de Jacob. Una mujer joven, de piel cobriza y lustrosa y cabello largo, liso y negro como azabache estaba tras la barra, junto al fregadero, sacando panecillos de un molde y colocándolos sobre una bandeja de papel. Durante un segundo, pensé que Embry me había dicho que no me quedara mirándola porque la chica era muy bonita.
Después preguntó con voz melodiosa: «¿Tenéis hambre?», y se volvió hacia nosotros, con una sonrisa en media cara.
La parte derecha de su rostro, desde el nacimiento del pelo hasta la barbilla, estaba surcada por tres gruesas cicatrices de color cárdeno, aunque hacía mucho tiempo que debían de haberse curado. Una de ellas deformaba las comisuras de su ojo derecho, que era oscuro y de forma almendrada, mientras que otra retorcía el lado derecho de su boca en una mueca permanente.
Agradeciendo la advertencia de Embry, me apresuré a desviar la mirada hacia los panecillos que tenía en las manos. Olían de maravilla, a arándano fresco.
– Oh -dijo Emily, sorprendida-. ¿Quién es?
Levanté los ojos, intentando enfocarlos en el lado izquierdo de su cara.
– Bella Swan -dijo Jared, encogiéndose de hombros. Por lo visto, ya habían hablado antes de mí-. ¿Quién querías que fuera?
– Deja que Jacob se encargue de solucionarlo -murmuró Emily, mirándome fijamente. Ninguna de las dos mitades de aquel rostro, que en tiempos fue bello, se mostraba amistosa-. Así que tú eres la chica vampiro.
Me envaré.
– Sí. ¿Y tú eres la chica lobo?
Ella se rió, al igual que Embry y Jared. La parte izquierda de su rostro adoptó un gesto más cálido.
– Supongo que sí -volviéndose hacia Jared, preguntó-: ¿Dónde está Sam?
– Esto, digamos que Bella ha sacado de sus casillas a Paul.
Emily puso en blanco el ojo bueno.
– Ay, este Paul -suspiró-. ¿Crees que tardarán mucho? Estaba a punto de ponerme a cuajar los huevos.
– No te preocupes -respondió Embry-. Aunque tarden, no dejaremos que sobre nada.
Emily se rió entre dientes y abrió el frigorífico.
– No lo dudo -dijo-. ¿Tienes hambre, Bella? Vamos, cómete un panecillo.
– Gracias.
Tomé uno de la bandeja y empecé a mordisquear los bordos. Estaba delicioso, y a mi delicado estómago pareció sentarle bien. Embry tomó su tercer panecillo y se lo metió entero en la boca.
– Deja alguno para tus hermanos -le regañó Emily, pegándole en la cabeza con una cuchara de madera. La palabra me sorprendió, pero los demás no le dieron importancia.
– Cerdo -comentó Jared.
Me apoyé en la barra y observé cómo los tres se gastaban bromas, igual que si fueran de la misma familia. La cocina de Emily era un lugar acogedor y luminoso, con armarios blancos y el suelo de madera clara. Sobre la pequeña mesa redonda había un jarrón blanco y azul, de porcelana china envejecida, lleno de flores silvestres. Embry y Jared parecían estar a sus anchas en aquella casa.
Emily estaba batiendo en un gran cuenco amarillo una cantidad exagerada de huevos, varias docenas. Cuando se remangó la camisa de color lavanda, pude ver que las cicatrices se prolongaban por todo el brazo hasta llegar a la mano derecha. Tal y como había dicho Embry, andar en compañía de licántropos tenía sus riesgos.
La puerta principal se abrió y Sam entró en la casa.
– Emily -saludó.
Su voz estaba impregnada de tanto amor que me avergoncé y me sentí como una intrusa mientras veía a Sam cruzar la sala de una zancada y tomar el rostro de Emily entre sus grandes manos. Se inclinó, besó primero las oscuras cicatrices de su mejilla derecha y después la besó en los labios.
– Eh, dejadlo ya -se quejó Jared-. Estoy comiendo.
– Entonces cierra el pico y come -le sugirió Sam mientras volvía a besar la boca deformada de Emily.
– ¡Puaj! -gruñó Embry.
Era peor que una película romántica: esto era real, un canto a la alegría, la vida y el amor verdadero. Dejé el panecillo y crucé los brazos sobre el vacío de mi pecho. Clavé la mirada en las llores en un intento de ignorar la paz absoluta del momento que ambos compartían y el terrible palpitar de mis heridas.
Cuando Jacob y Paul entraron por la puerta agradecí la distracción, pero enseguida me quedé de piedra al verles llegar riéndose. Paul le propinó un puñetazo en el hombro a Jacob, al que éste respondió con un codazo en los riñones. Volvieron a reírse. Ambos parecían ilesos.
La mirada de Jacob recorrió la sala y se detuvo cuando me vio apoyada en la encimera, al otro extremo de la cocina, azorada y fuera de lugar.
– Hola, Bella -me saludó en tono alegre. Tomó dos panecillos al pasar junto a la mesa y se acercó a mí-. Siento lo de antes -añadió en voz baja-. ¿Qué tal lo llevas?
– No te preocupes, estoy bien. Estos panecillos están muy ricos -recogí el mío y empecé a mordisquearlo de nuevo. Ahora que Jacob estaba a mi lado, ya no sentía aquel terrible dolor en el pecho.
– Pero tronco… -se quejó Jared, interrumpiéndonos.
Levanté la mirada. Él y Embry estaban examinando el antebrazo de Paul, en el que se veía una línea rosada que ya empezaba a borrarse. Embry sonreía exultante.
– Quince dólares -cacareó.
– ¿Se lo has hecho tú? -le pregunté en voz baja a Jacob, recordando la apuesta.
– Apenas le he tocado. Estará como nuevo cuando se ponga el sol.
– ¿Cuando se ponga el sol? -me quedé mirando la cicatriz del brazo de Paul. Era extraño, pero parecía tener varias semanas.
– Cosas de lobos -susurró Jacob.
Asentí, intentando no parecer demasiado intranquila.
– ¿Y tú estás bien? -le pregunté en voz baja.
– Ni un arañazo -respondió, con gesto engreído.
– Eh, tíos -dijo Sam en voz alta, interrumpiendo todas las conversaciones del pequeño salón. Emily estaba junto a la hornilla, batiendo el revuelto de huevos en una enorme sartén, pero Sam, en un gesto inconsciente, tenía una mano puesta sobre sus riñones-. Jacob tiene información para nosotros.
Paul no parecía sorprendido. Jacob ya se lo debía de haber explicado a él y a Sam. O… le habían leído el pensamiento.