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Pasar tanto tiempo sola no era bueno para mí. Después de haberme sincerado con Jacob, en los últimos días había pensado y hablado sobre los Cullen más de la cuenta. Daba igual cómo intentase distraerme, aunque lo cierto era que tenía muchas cosas en las que pensar: estaba sincera y desesperadamente preocupada por Jacob y sus hermanos lobos; estaba aterrorizada por Charlie y los demás, que creían que los chicos se dedicaban a cazar animales; mi relación con Jacob era cada vez más seria, aunque yo no había decidido avanzar de forma consciente en ese sentido y no sabía muy bien qué hacer. Daba igual porque ninguna de aquellas preocupaciones -preocupaciones reales y apremiantes a las que bien merecía la pena dedicar un rato- podía aliviar por mucho tiempo la angustia que sentía en el pecho. Llegó un momento en que no pude seguir caminando porque era incapaz de respirar. Me senté sobre unas piedras que estaban medio secas y me acurruqué como una bola.

Jacob me encontró así. Su expresión revelaba que comprendía lo que me pasaba.

– Lo siento -dijo nada más llegar. Me hizo levantarme del suelo y me abrazó por los hombros. Hasta ese momento no me había dado cuenta del frío que tenía. Su calor me provocó un escalofrío, pero ahora que lo tenía al lado por lo menos podía respirar.

– Te estoy estropeando las vacaciones de Pascua -se acusó Jacob mientras paseábamos playa arriba.

– No, no es verdad. No había hecho ningún plan. Además, no me gustan las vacaciones de Pascua.

– Mañana por la mañana te llevaré a algún sitio. Los demás pueden cazar sin mí. Haremos algo divertido.

En aquel preciso instante de mi vida, esa palabra parecía fuera de lugar, extravagante, incomprensible.

– ¿Divertido?

– Sí. Es justo lo que necesitas: divertirte. Mmm… -Jacob meditó con la mirada perdida en las olas grises. Mientras sus ojos oteaban el horizonte, tuvo un arrebato de inspiración.

– ¡Ya lo tengo! -exclamó-. Es otra promesa que debo cumplir.

– ¿De qué me estás hablando?

Jacob me soltó la mano y señaló hacia el sur, donde la medialuna lisa y rocosa de la playa terminaba bajo unos abruptos acantilados. Me quedé mirando, sin entender nada.

– ¿Te acuerdas de que prometí zambullirme contigo desde el acantilado?

Me estremecí.

– Sí, va a hacer frío, pero no tanto como hoy. ¿No lo notas en la presión del aire? Va a cambiar el tiempo. Mañana hará más calor. ¿Te apetece?

Las aguas oscuras no invitaban a sumergirse en ellas, y desde aquel ángulo las rocas parecían aún más altas.

Pero habían pasado muchos días desde que oí por última vez la voz de Edward. Probablemente eso formaba parte del problema. Me había convertido en adicta al sonido de mi propia ilusión. Pasar demasiado tiempo sin esa voz sólo empeoraba las cosas. Y saltar desde el acantilado era una forma segura de ponerle remedio.

– Claro que me apetece. Será divertido.

– Entonces, tenemos una cita -dijo, rodeándome los hombros con el brazo.

– De acuerdo. Pero ahora, vamos: tienes que dormir un poco -no me gustaba la forma en que sus ojeras parecían tatuadas sobre su piel.

A la mañana siguiente me desperté temprano y, a hurtadillas, metí una muda de ropa en el coche. Tenía la impresión de que Charlie aprobaría el plan de hoy tanto como habría aprobado lo de la motocicleta.

La idea de distraerme de mis preocupaciones me tenía casi emocionada. A lo mejor incluso resultaba divertido. Una cita con Jacob, una cita con Edward… Solté una carcajada macabra en mi interior. Jake podía afirmar que éramos una pareja muy complicada, pero la única realmente complicada de los dos era yo. A mi lado, los hombres lobo parecían gente normal.

Esperé a que Jacob se reuniera conmigo en la parte delantera de la casa, como solía hacer cuando el ruido de mi tartana anunciaba mi llegada. Al ver que no salía, supuse que quizá seguía durmiendo. Esperaría: prefería dejarle descansar lo más posible. Jacob necesitaba recuperar sueño. De paso, así daría lugar a que el día se caldeara un poco más. Lo cierto era que había acertado con su previsión del tiempo, que había cambiado durante la noche. Una espesa capa de nubes cubría la atmósfera creando una sensación de bochorno; bajo aquel manto gris se sentía calor y presión, así que dejé el suéter en el coche.

Llamé a la puerta con suavidad.

– Pasa, Bella -me dijo Billy.

Estaba en la mesa de la cocina, comiendo cereales fríos.

– ¿Jake está dormido?

– Eh… no -Billy dejó la cuchara en la mesa y frunció el entrecejo.

– ¿Qué ha pasado? -le pregunté. Por su expresión, sabía que algo tenía que haber ocurrido.

– Embry, Jared y Paul han encontrado un rastro reciente esta mañana. Sam y Jake han salido para ayudarles. Sam es optimista: cree que ella se ha atrincherado cerca de las montañas, y que tienen bastantes posibilidades de acabar con esto de una vez.

– Oh, no, Billy -musité-. Oh, no.

Él soltó una carcajada por lo bajo.

– ¿Tanto te gusta La Push que quieres prolongar tu condena aquí?

– No bromees, Billy. Esto es demasiado aterrador.

– Tienes razón -reconoció, aún satisfecho consigo mismo. Era imposible descifrar la expresión de sus viejos ojos-. Esta vampira es muy traicionera.

Me mordí el labio.

– No es tan peligroso para ellos como crees -me consoló Billy-. Sam sabe lo que hace. Tú eres la única que tiene motivo para inquietarse. La vampira no quiere luchar contra ellos, sólo busca la forma de burlarlos… para llegar hasta ti.

– ¿Seguro que Sam sabe lo que hace? -pregunté, sin hacer caso a su preocupación por mí-. Hasta ahora sólo han matado a un vampiro. Puede haber sido cuestión de suerte.

– Nos tomamos muy en serio lo que hacemos, Bella. No han pasado nada por alto. Todo lo que necesitan saber se ha transmitido de padres a hijos a lo largo de generaciones.

Sus palabras no me tranquilizaron tanto como él pretendía. El recuerdo de Victoria -salvaje, felina, letal- aún seguía grabado en mi mente. Si no conseguía burlar a los lobos, finalmente podía intentar abrirse paso por encima de ellos.

Billy siguió desayunando. Yo me senté en el sofá y me dediqué a hacer zapping frente al televisor. No aguanté mucho rato. En aquella salita empecé a sentirme encerrada, claustrofóbica, inquieta por no poder ver lo que había más allá de las cortinas.

– Estaré en la playa -le dije a Billy sin previo aviso, y me apresuré hacia la puerta.

Estar en el exterior no me ayudó tanto como esperaba. Las nubes me oprimían con un peso invisible que no ayudaba a aliviar mi claustrofobia. Mientras caminaba hacia la playa, me di cuenta de que el bosque parecía extrañamente vacío. No se veía ningún animaclass="underline" ni pájaros, ni ardillas. Tampoco se oía el canto de las aves. Aquel silencio era siniestro. Ni siquiera se escuchaba el rumor del viento entre los árboles.

Sabía que la culpa de todo eso la tenía el cambio de tiempo, pero aun así me ponía nerviosa. La presión cálida y pesada de la atmósfera era perceptible incluso para mis débiles sentidos humanos, y seguro que para el departamento de prevención de tormentas presagiaba algo serio. Una mirada al cielo respaldó mi impresión: las nubes se estaban acumulando poco a poco pese a que a ras de suelo no soplaba ni una brizna de viento. Las más cercanas eran plomizas, pero entre los resquicios se divisaba otra capa de nubes con un espeluznante color púrpura. Los cielos debían de tener planeado algo espantoso para hoy, lo que explicaba que los animales se hubiesen ocultado en sus refugios.

En cuanto llegué a la playa me arrepentí: ya estaba harta de aquel sitio. Casi todos los días me dedicaba a pasear sola por ella. Me pregunté si era tan diferente de mis pesadillas, pero ¿a qué otro lugar podía ir? Bajé con cuidado hasta el árbol flotante y me senté en el extremo para poder apoyar la espalda en las enmarañadas raíces. Me quedé mirando al cielo hostil, a la espera de que las primeras gotas de lluvia rompieran aquella quietud.