– Ya sabes que mi padre era clérigo -musitó mientras limpiaba la mesa con cuidado; lo hacía a conciencia, frotaba una y otra vez hasta eliminar todos los restos con una gasa mojada. El olor del alcohol me quemaba la nariz-, y tenía una visión bastante estricta del mundo, que yo había empezado a cuestionar ya antes de mi transformación -Carlisle depositó todas las gasas sucias y las esquirlas de cristal en el interior de un bote vacío. No entendí lo que estaba haciendo ni cuando encendió la cerilla. Entonces, la arrojó a las fibras empapadas en alcohol y la repentina llamarada me sobresaltó-. Lo siento -se disculpó-. He de hacerlo… Así que ya entonces discrepaba con su forma de entender la fe, pero en cualquier caso nunca, en los casi cuatrocientos años transcurridos desde mi nacimiento, he visto nada que me haya hecho dudar de la existencia de Dios. Ni siquiera el reflejo en el espejo.
Fingí examinar el vendaje del brazo para ocultar la sorpresa por el rumbo que había tomado nuestra conversación. En esas circunstancias, el último tema de conversación que se me hubiera ocurrido mantener con él era la religión. Yo misma carecía de fe. Charlie se consideraba luterano, pero eso era porque sus padres lo habían sido; el único tipo de servicio religioso al que asistía los domingos era con una caña de pescar en las manos. Renée probaba con unas iglesias y otras, igual que hacía con sus súbitas aficiones al tenis, la alfarería, el yoga y las clases de francés, y para cuando yo me daba cuenta de su nuevo hobby, ya había comenzado con otro.
– Estoy seguro de que esto suena un poco extraño, procediendo de un vampiro -sonrió al percatarse de que siempre me sorprendía cuando él mencionaba la palabra con tanta naturalidad-, pero albergo la esperanza de que esta vida tenga algún sentido, incluso para nosotros. Es una posibilidad remota, lo admito -continuó con voz brusca-. Según dicen, estamos malditos de todas formas, pero espero, quizás estúpidamente, que alcancemos un cierto mérito por intentarlo.
– No creo que sea una estupidez -murmuré. No me podía imaginar a nadie, incluido cualquier tipo de deidad, que no se sintiera impresionado por Carlisle. Además, la única clase de cielo que yo podía tener en cuenta debía ser uno que incluyera a Edward-. Y tampoco creo que nadie lo vea así.
– Pues, tú eres la única que está de acuerdo conmigo.
– ¿Los demás no lo ven igual? -pregunté sorprendida; en realidad, sólo pensaba en una persona.
Carlisle nuevamente adivinó la dirección de mis pensamientos.
– Edward sólo comparte mi opinión hasta cierto punto. Para él, Dios y el cielo existen… al igual que el infierno. Pero no cree que haya vida tras la muerte para nosotros -Carlisle hablaba en voz muy baja. Su mirada se perdía a través de la ventana en el vacío, en la oscuridad-. Ya ves, él cree que hemos perdido el alma.
Pensé inmediatamente en las palabras de Edward esa misma tarde:…a menos que desees morir, o lo que sea que nosotros hagamos. Una pequeña bombilla se encendió en mi mente.
– Ése es el problema, ¿no? -intenté adivinar-. Por eso resulta tan difícil persuadirle en lo que a mí respecta.
Carlisle respondió pausadamente.
– Miro a mi… hijo, veo la fuerza, la bondad, la luz que emana, y eso todavía da más fuerzas a mi esperanza, a mi fe, más que nunca. ¿Cómo podría ser de otra manera con una persona como Edward?
Asentí con la misma confianza.
– Pero si yo creyera lo mismo que él… -me miró con sus ojos insondables-. Si tú creyeras lo mismo que él, ¿le quitarías su alma?
La forma en que enunció la pregunta desbarató mi respuesta. Si él me hubiera preguntado si arriesgaría mi alma por Edward, la respuesta sería obvia. Pero ¿habría arriesgado su alma? Fruncí los labios con tristeza. Esto no era cualquier cosa.
– Supongo que ves el problema.
Negué con la cabeza, consciente de la posición terca de mi barbilla.
Carlisle suspiró.
– Es mi elección -insistí.
– También es la suya -levantó la mano cuando vio que me disponía a discutir-, desde el momento en que él es el responsable de hacerlo.
– No es el único capaz de hacerlo -fijé una mirada especulativa en él, que se echó a reír, aligerando repentinamente su humor.
– ¡Oh, no, me parece que has de solucionarlo con él! -entonces suspiró-. Ésta es la parte de la que nunca puedo estar seguro. En muchos otros sentidos, creo que he hecho lo mejor que he podido con lo que me ha tocado. Pero ¿es correcto maldecir a otros con esta clase de vida? No podría tomar esa decisión.
No pude contestar. Imaginé lo que podría haber sido mi vida si Carlisle hubiera resistido la tentación de cambiar su vida solitaria… y me estremecí.
– Fue la madre de Edward la que me decidió -la voz de Carlisle era casi un susurro. Su mirada ausente se perdió más allá de las ventanas oscuras.
– ¿Su madre? -siempre que le había preguntado a Edward por sus padres, él sólo me había dicho que habían muerto hacía mucho, y que conservaba recuerdos vagos de ellos. Comprendí que los recuerdos de Carlisle, a pesar de lo breve de su contacto con ellos, eran perfectamente claros.
– Sí. Su nombre era Elizabeth. Elizabeth Masen. Su padre, que también se llamaba Edward, no llegó a recobrar el conocimiento en el hospital. Murió en la primera oleada de gripe.
Pero Elizabeth estuvo consciente casi hasta el final. Edward se le parece mucho, tenía el mismo extraño tono broncíneo de pelo y sus ojos eran del mismo color verde.
– ¿Edward también tenía los ojos verdes? -murmuré mientras intentaba imaginarlo.
– Sí… -los ojos de color ocre de Carlisle habían retrocedido cien años en el tiempo-. Elizabeth se preocupaba de forma obsesiva por su hijo. Perdió sus propias oportunidades de sobrevivir por cuidarle en su lecho de muerte. Yo esperaba que él muriera primero, ya que estaba mucho peor que ella. Cuando le llegó su final, fue muy rápido. Ocurrió justo después del crepúsculo, cuando yo llegaba para relevar a los doctores que habían estado trabajando todo el día. Eran tiempos muy duros como para andar disimulando, había mucho trabajo por hacer y yo no necesitaba descansar. ¡Cuánto odiaba regresar a casa para esconderme cuando había tanta gente muriendo!
»En primer lugar me fui a comprobar el estado de Elizabeth y su hijo, con quienes me sentía emocionalmente ligado, algo siempre peligroso para nosotros si se tiene en cuenta la fragilidad de la naturaleza humana. Me di cuenta a primera vista de que ella tenía muy mal aspecto. La fiebre campaba a sus anchas y su cuerpo estaba demasiado débil para seguir luchando.
»Sin embargo, no parecía tan débil cuando me clavó los ojos desde la cama.
»-¡Sálvelo! -me ordenó con voz ronca, la única que su garganta podía emitir ya.
»-Haré cuanto me sea posible -le prometí al tiempo que le tomaba la mano. Tenía tanta fiebre que ella probablemente no sintió la gelidez antinatural de la mía. Su piel ardía, por lo que todo debía de parecerle frío al tacto.
»-Ha de hacerlo -insistió mientras me aferraba con tanta fuerza que me pregunté si, después de todo, conseguiría sobrevivir a la crisis. Sus ojos eran duros como piedras, como esmeraldas-. Debe hacer cuanto esté en su mano. Incluso lo que los demás no pueden, eso es lo que debe hacer por mi Edward.
»Esas palabras me amedrentaron. Me miraba con aquellos ojos penetrantes y por un momento estuve seguro de que ella conocía mi secreto. Entonces, la fiebre la venció y nunca recobró el conocimiento. Murió una hora después de haberme hecho esa petición.
«Había sopesado durante décadas la posibilidad de crear un compañero, alguien que pudiera conocerme de verdad, más allá de lo que fingía ser, pero no podía justificarme a mí mismo el hacer a otros lo que me habían hecho a mí.