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Colgó y se reclinó sobre el respaldo del asiento con los ojos cerrados.

– Detesto mentirle.

– Alice, cuéntamelo todo -le imploré-. No entiendo nada. ¿Por qué le has dicho a Jasper que detenga a Emmett? ¿Por qué no pueden venir en nuestra ayuda?

– Por dos motivos -susurró sin abrir los ojos-. A él sólo le he explicado el primero. Nosotras podemos intentar detener a Edward por nuestra cuenta… Si Emmett lograra ponerle las manos encima, seríamos capaces de detenerle el tiempo suficiente para convencerle de que sigues viva, pero entonces no podríamos acercarnos hasta él a hurtadillas, y si nos viera ir a por él, se limitaría a actuar más deprisa. Arrojaría un coche contra un muro o algo así, y los Vulturis le aplastarían.

»Ése es el segundo motivo, por supuesto, el que no le podía decir a Jasper. Bella, se produciría un enfrentamiento si ellos acudieran y los Vulturis mataran a Edward. Las cosas serían muy distintas si tuviéramos la más mínima oportunidad de ganar, si nosotros cuatro fuéramos capaces de salvar a mi hermano por la vía de la fuerza, pero no es posible, Bella, y no puedo perder a Jasper de ese modo.

Entendí por qué sus ojos imploraban que la entendiera. Estaba protegiendo a Jasper a nuestra costa y quizás también a la de Edward, pero la comprendía, y no pensé mal de ella. Asentí.

– Una cosa -le pregunté-, ¿no puede oírte Edward? ¿No se va a enterar de que sigo viva en cuanto escuche tus pensamientos y, por tanto, de que no tiene sentido seguir con esto?

En cualquier caso no tenía sentido, no existía ninguna justificación. Seguía sin ser capaz de creer que Edward pudiera reaccionar de esa manera. ¡No tenía ni pies ni cabeza! Recordé con dolorosa claridad aquel día en el sofá, mientras contemplábamos cómo Romeo y Julieta se mataban el uno al otro. No estaba dispuesto a vivir sin ti, había afirmado como si eso fuera la conclusión más evidente del mundo. Y sin embargo, en el bosque, al plantarme, había hablado con convicción cuando me hizo saber que no sentía nada por mí…

– Puede… si es que está a la escucha -me explicó Alice-; y además, lo creas o no, es posible mentir con el pensamiento. Si tú hubieras muerto y aun así yo quisiera detenerle, estaría pensando con toda la intensidad posible «está viva, está viva», y él lo sabe.

Enmudecí de frustración y me rechinaron los dientes.

– No te hubiera puesto en peligro si existiera alguna forma de conseguirlo sin ti, Bella. Esto está muy mal por mi parte.

– No seas tonta. Mi persona es lo último por lo que debes preocuparte -sacudí la cabeza con impaciencia-. Explícame a qué te referías con lo de mentir a Jasper.

Esbozó una sonrisa macabra.

– Le prometí que me iría de la ciudad antes de que me mataran a mí también. Eso es algo que no puedo garantizar ni por asomo… -enarcó las cejas como si deseara que me tomara más en serio el peligro.

– ¿Quiénes son los Vulturis? -inquirí en un susurro-. ¿Qué los hace muchísimo más peligrosos que Emmett, Jasper, Rosalie y tú?

Resultaba difícil concebir algo más aterrador que eso.

Ella respiró hondo y luego, de repente, dirigió una oscura mirada por encima de mis hombros. Me giré a tiempo de ver cómo el hombre del asiento que había al otro lado del pasillo desviaba la vista, parecía que nos hubiera estado escuchando de tapadillo. Tenía pinta de ser un hombre de negocios. Vestía traje oscuro y corbata grande, y sostenía un portátil encima de las rodillas. Levantó la tapa del ordenador y se puso unos cascos de forma ostensible mientras yo le miraba con irritación.

Me incliné más cerca de Alice, que pegó los labios a mis oídos mientras me contaba la historia en susurros.

– Me sorprendió que reconocieras el nombre -admitió-, y que cuando anuncié que se había ido a Italia comprendieras lo que significaba. Pensé que tendría que explicártelo. ¿Cuánto te contó Edward?

– Sólo me dijo que se trataba de una familia antigua y poderosa, algo similar a la realeza… y que nadie les contrariaba a menos que quisiera… morir -respondí en cuchicheos.

– Has de entender -continuó, ahora hablaba más despacio y con mayor mesura- que los Cullen somos únicos en más sentidos de los que crees. Es… anómalo que tantos de nosotros seamos capaces de vivir juntos y en paz. Ocurre otro tanto en la familia de Tanya, en el norte, y Carlisle conjetura que la abstinencia nos facilita un comportamiento civilizado y la formación de lazos basados en el amor en vez de en la supervivencia y la conveniencia. Incluso el pequeño aquelarre de James era inusualmente grande, y ya viste con qué facilidad los abandonó Laurent. Por regla general, viajamos solos o en parejas. La familia de Carlisle es la mayor que existe, hasta donde sabemos, con una única excepción: los Vulturis.

»En un principio eran tres: Aro, Cayo y Marco.

– Los he visto en un cuadro del estudio de Carlisle -dije entre dientes.

Alice asintió.

– Dos hembras se les unieron con el paso del tiempo, y los cinco constituyeron la familia. No estoy segura, pero sospecho que es la edad lo que les confiere esa habilidad para vivir juntos de forma pacífica. Deben de tener los tres mil años bien cumplidos, o quizá sean sus dones los que les otorgan una tolerancia especial. Al igual que Edward y yo, Aro y Marco tienen… talentos -ella continuó antes de que le pudiera hacer pregunta alguna-. O quizá sea su común amor al poder lo que los mantiene unidos. Realeza es una descripción acertada.

– Pero si sólo son cinco…

– La familia tiene cinco miembros -me corrigió-, pero eso no incluye a la guardia.

Respiré hondo.

– Eso suena… temible.

– Lo es -me aseguró-. La última vez que tuve noticias, la guardia constaba de nueve miembros permanentes. Los demás son… transitorios. La cosa cambia. Y por si esto fuera poco, muchos de ellos también tienen dones, dones formidables. A su lado, lo que yo hago parece un truco de salón. Los Vulturis los eligen por sus habilidades, físicas o de otro tipo.

Abrí la boca para cerrarla después. Me iba pareciendo que no deseaba saber lo escasas que eran nuestras posibilidades.

Alice volvió a asentir, como si hubiera adivinado exactamente lo que pasaba por mi cabeza.

– Ninguno de los cinco se mete en demasiados líos y nadie es tan estúpido para jugársela con ellos. Los Vulturis permanecen en su ciudad y la abandonan sólo para atender las llamadas del deber.

– ¿Deber? -repetí con asombro.

– ¿No te contó Edward su cometido?

– No -dije mientras notaba la expresión de perplejidad de mi rostro.

Alice miró una vez más por encima de mi hombro en dirección al hombre de negocios y volvió a rozarme la oreja con sus labios glaciales.

– No los llaman realeza sin un motivo, son la casta gobernante. Con el transcurso de los milenios, han asumido el papel de hacer cumplir nuestras reglas, lo que, de hecho, se traduce en el castigo de los transgresores. Llevan a cabo esa tarea inexorablemente.

Me llevé tal impresión que los ojos se me salieron de las órbitas.

– ¿Hay reglas? -pregunté en un tono de voz tal vez demasiado alto.

– ¡Shhh!

– ¿No debería habérmelo mencionado antes alguien? -susurré con ira-. Quiero decir, yo quería… ¡quería ser una de vosotros! ¿No tendría que haberme explicado alguien lo de las reglas?

Alice se rió entre dientes al ver mi reacción.

– No son complicadas, Bella. El quid de la cuestión se reduce a una única restricción y, si te detienes a pensarlo, probablemente tú misma la averiguarás.

Lo hice.

– No, ni idea.

Alice sacudió la cabeza, decepcionada.

– Quizás es demasiado obvio. Debemos mantener en secreto nuestra existencia.