– ¿Alice?
– ¿Qué?
– Estoy desconcertada. ¿Cómo es que hoy lo ves con tanta claridad y sin embargo, en otras ocasiones, vislumbras cosas borrosas, hechos que luego no suceden?
Cuando la vi entrecerrar los ojos me pregunté si adivinaba en qué estaba pensando.
– Lo veo claro porque se trata de algo inmediato, cercano, y estoy realmente concentrada. Las cosas lejanas que vienen por su propia cuenta son simples atisbos, tenues posibilidades, además de que veo a mi gente con más facilidad que a los humanos. Con Edward es incluso más fácil, ya que estoy en sintonía con él.
– En ocasiones, me ves -le recordé.
Meneó la cabeza.
– No con la misma claridad.
Suspiré.
– ¡Cuánto me habría gustado que hubieras acertado conmigo! Al principio, cuando tuviste visiones sobre mí incluso antes de conocernos…
– ¿Qué quieres decir?
– Me viste convertida en una de vosotros -repuse articulando para que me leyera los labios.
Ahora suspiró ella.
– Era posible en aquel tiempo…
– En aquel tiempo -repetí.
– La verdad, Bella… -vaciló, y luego pareció hacer una elección-. Te seré sincera, creo que todo esto ha ido más allá de lo ridículo. Estoy considerando si debería limitarme a transformarte por mi cuenta.
Me quedé helada de la impresión y la miré fijamente. Mi mente opuso una resistencia inmediata a sus palabras. No podía permitirme el lujo de albergar ese tipo de esperanza si luego cambiaba de parecer.
– ¿Te he asustado? -inquirió con sorpresa-. Creí que eso era lo que querías.
– ¡Y lo quiero! -repuse con voz entrecortada-. ¡Alice, Alice, hazlo ahora! Podría ayudarte mucho, y no… te retrasaría. ¡Muérdeme!
– ¡Chitón! -me avisó. El auxiliar volvía a mirar en nuestra dirección-. Intenta ser razonable -susurró-. No tenemos tiempo suficiente. Mañana debemos entrar en Volterra y tú estarías retorciéndote de dolor durante días -hizo una mueca-. Y creo que el resto del pasaje no reaccionaría bien.
Me mordí el labio.
– Cambiarás de opinión si no lo haces ahora.
– No -torció el gesto con expresión desventurada-. No creo que cambie de opinión. Él se enfurecerá, pero ¿qué puede hacer al respecto?
Mi corazón latió más deprisa.
– Nada de nada.
Se rió quedamente y volvió a suspirar.
– Depositas mucha fe en mí, Bella. No estoy segura de poder. Lo más probable es que acabara matándote.
– Me arriesgaré.
– Eres un bicho muy raro, incluso para ser humana.
– Gracias.
– Bueno, de todos modos, esto es pura hipótesis. Antes debemos sobrevivir al día de mañana.
– Tienes razón.
Al menos, tenía algo a lo que aferrarme si lo lográbamos. Si Alice cumplía su promesa -y no me mataba-, Edward podía correr todo lo que quisiera en busca de distracciones, ya que entonces le podría seguir. No iba a dejarle distraerse. Quizá no quisiera distracciones cuando yo fuera hermosa y fuerte.
– Vuelve a dormirte -me animó ella-. Te despertaré en cuanto haya novedades.
– Vale -refunfuñé, persuadida de que retomar el sueño era ahora una batalla perdida.
Alice recogió las piernas sobre el asiento y las abarcó con los brazos para luego apoyar la cabeza encima de las rodillas. Se balanceó adelante y atrás mientras se concentraba.
Recliné la cabeza sobre el asiento mientras la observaba y lo siguiente que supe fue que ella corría de golpe el estor para evitar la entrada de la tenue luminosidad del cielo oriental.
– ¿Qué ha pasado? -pregunté entre dientes.
– Le han comunicado la negativa -contestó en voz baja. Noté que había desaparecido el entusiasmo de su voz.
Las palabras se me agolparon en la garganta a causa del pánico.
– ¿Qué va a hacer?
– Al principio todo era caótico. Yo atisbaba detalles, pero él cambiaba de planes con demasiada rapidez.
– ¿Qué clase de planes? -le urgí.
– Hubo un mal momento… cuando decidió ir de caza -susurró. Me miró, y al leer en mi rostro que no la comprendía, agregó-: En la ciudad. Le ha faltado poco. Cambió de idea en el último momento.
– No ha querido decepcionar a Carlisle -musité. No, no le quería defraudar en el último momento.
– Probablemente -coincidió ella.
– ¿Vamos a tener tiempo? -se produjo un cambio en la presión de la cabina mientras hablaba y el avión se inclinó hacia abajo.
– Eso espero… Quizá sí… a condición de que persevere en su última decisión.
– ¿Y cuál es?
– Ha optado por elegir lo sencillo. Va a limitarse a caminar por las calles a la luz del sol.
Caminar por las calles a la luz del sol. Eso era todo.
Bastaría.
Me consumía el recuerdo de la imagen de Edward en el prado, con la piel deslumbrante y refulgente como si estuviera hecha de un millón de facetas diamantinas. Los Vulturis no lo iban a permitir, no si querían que su ciudad siguiera pasando desapercibida.
Contemplé el tenue resplandor gris que entraba por las ventanas abiertas.
– Vamos a llegar demasiado tarde -susurré, aterrada, con un nudo en la garganta.
Ella negó con la cabeza.
– Ahora mismo se ha decantado por lo melodramático. Desea tener la máxima audiencia posible, por lo que elegirá la plaza mayor, debajo de la torre del reloj. Allí los muros son altos. Va a tener que esperar a que el sol esté en su cenit.
– Entonces, ¿tenemos de plazo hasta mediodía?
– Si hay suerte y no cambia de opinión.
El comandante se dirigió al pasaje por el interfono para anunciar primero en francés y luego en inglés el inminente aterrizaje. Se oyó un tintineo y las luces del pasillo parpadearon para indicar que nos abrocháramos los cinturones de seguridad.
– ¿A qué distancia está Volterra de Florencia?
– Eso depende de lo deprisa que se conduzca… ¿Bella?
– ¿Sí?
Me estudió con la mirada.
– ¿Piensas oponerte mucho a que robemos un buen coche?
Un Porsche reluciente de color amarillo chirrió al frenar a pocos centímetros de donde yo paseaba. La palabra TURBO, garabateada en letra cursiva, ocupaba la parte posterior del deportivo. En la atestada acera del aeropuerto todo el mundo -además de mí- se giró para mirarlo.
– ¡Rápido, Bella! -gritó Alice con impaciencia por la ventana abierta del asiento del copiloto.
Corrí hacia la puerta y la abrí de un tirón sin poder evitar la sensación de que ocultaba el rostro bajo una media negra.
– ¡Jesús! -me quejé-, ¿no podías haber robado otro coche menos llamativo, Alice?
El interior era todo de cuero negro y las ventanas tenían cristales tintados. Dentro me sentía segura, como si fuera de noche.
Alice ya se había puesto a zigzaguear a toda pastilla por el denso tráfico del aeropuerto y se deslizaba por los minúsculos espacios que había entre los vehículos de tal modo que me encogí y busqué a tientas el cinturón de mi asiento.
– La pregunta importante -me corrigió- es si podía haber robado un coche más rápido, y creo que no. Tuve suerte.
– Va a ser un verdadero consuelo en el próximo control de carretera, seguro.
Gorjeó una carcajada y dijo:
– Confía en mí, Bella. Si alguien establece un control de carretera, lo hará después de que pasemos nosotras.
Entonces le dio más gas al coche, como si eso demostrara que tenía razón.
Probablemente debería haber contemplado por el cristal de la ventana primero la ciudad de Florencia y luego el paisaje de la Toscana, que pasaban ante mis ojos desdibujados por la velocidad. Éste era mi primer viaje a cualquier sitio, y quizá también el último. Pero la conducción de Alice me llenó de pánico a pesar de que sabía que era una persona fiable al volante. Además, la ansiedad me atormentó en cuanto empecé a divisar las colinas y los pueblos amurallados tan semejantes a castillos desde la distancia.