– ¿Ves alguna cosa más?
– Hay algún evento -murmuró Alice-, un festival o algo por el estilo. Las calles están llenas de gente y banderas rojas. ¿Qué día es hoy?
No estaba del todo segura.
– ¿No estamos a día diecinueve?
– Menuda ironía, es el día de San Marcos.
– ¿Y eso qué significa?
Se rió entre dientes.
– La ciudad celebra un festejo todos los años. Según afirma la leyenda, un misionero cristiano, el padre Marcos -de hecho, es el Marco de los Vulturis- expulsó a todos los vampiros de Volterra hace mil quinientos años. La historia asegura que sufrió martirio en Rumania, hasta donde había viajado para seguir combatiendo el flagelo del vampirismo. Por supuesto, todo es una tontería… Nunca salió de la ciudad, pero de ahí es de donde proceden algunas supersticiones tales como las cruces y los dientes de ajo. El padre Marcos las empleó con éxito, y deben funcionar, porque los vampiros no han vuelto a perturbar a Volterra -esbozó una sonrisa sardónica-. Se ha convertido en la fiesta de la ciudad y un acto de reconocimiento al cuerpo de policía. Al fin y al cabo, Volterra es una ciudad sorprendentemente segura y la policía se anota el tanto.
Comprendí a qué se refería al emplear la palabra «ironía».
– No les va a hacer mucha gracia que Edward la arme el día de San Marcos, ¿verdad?
Alice sacudió la cabeza con expresión desalentadora.
– No. Actuarán muy deprisa.
Desvié la vista mientras intentaba evitar que mis dientes perforaran la piel de mi labio inferior. Empezar a sangrar en ese momento no era la mejor idea.
– ¿Sigue planeando actuar a mediodía? -comprobé.
– Sí. Ha decidido esperar, y ellos le están esperando a él.
– Dime qué he de hacer.
Ella no apartó la vista de las curvas de la carretera. La aguja del velocímetro estaba a punto de tocar el extremo derecho del indicador de velocidad.
– No tienes que hacer nada. Sólo debe verte antes de caminar bajo la luz, y tiene que verte a ti antes que a mí.
– ¿Y cómo conseguiremos que salga bien?
Un pequeño coche rojo que iba delante pareció ir marcha atrás cuando Alice lo adelantó zumbando.
– Voy a acercarte lo máximo posible, luego vas a tener que correr en la dirección que te indique.
Asentí.
– Procura no tropezar -añadió-. Hoy no tenemos tiempo para una conmoción cerebral.
Gemí. Arruinarlo todo, destruir el mundo en un momento de torpeza supina sería muy propio de mí.
El sol continuaba encaramándose a lo alto del cielo mientras Alice le echaba una carrera. Brillaba demasiado, y me entró pánico de que, después de todo, no sintiera la necesidad de esperar a mediodía.
– Allí -informó de pronto Alice mientras señalaba una ciudad encastillada en lo alto del cerro más cercano.
Mientras la miraba, sentí la primera punzada de un miedo diferente. Desde el día anterior por la mañana -se me antojaba que había transcurrido una semana por lo menos-, cuando Alice pronunció su nombre al pie de las escaleras, sólo había sentido una clase de temor. Pero ahora, mientras contemplaba sus antiguos muros de color siena y las torres que coronaban la cima del empinado cerro, me sentí traspasada por otro tipo de pavor más egoísta y personal.
Había supuesto que la ciudad sería muy bonita, pero me dejó totalmente aterrorizada.
– Volterra -anunció Alice con voz monocorde y fría.
Volterra
Empezamos a subir la carretera empinada, más y más congestionada conforme avanzábamos. Al llegar más arriba, los coches estaban demasiado juntos para que Alice los esquivara zigzagueando, ni siquiera asumiendo riesgos. Cada vez íbamos más despacio y terminamos progresando a paso de tortuga detrás de un pequeño Peugeot de color tabaco.
– Alice -gemí. El reloj del salpicadero parecía ir cada vez más deprisa.
– No hay otro camino de acceso -me dijo con una nota de tensión en la voz demasiado fuerte para conseguir que me calmara.
La fila de vehículos avanzaba poco a poco, cada vez que nos movíamos sólo adelantábamos el largo de un automóvil. Un sol deslumbrante incidía de lleno sobre nosotras, y parecía hallarse ya encima de nuestras cabezas.
Uno tras otro, los coches se arrastraron hasta la ciudad. Atisbé algunos vehículos aparcados en la cuneta de la carretera al acercarnos más. Los ocupantes se bajaban para recorrer a pie el resto del camino. Al principio, pensé que se debía sólo a la impaciencia, algo fácilmente comprensible, pero cuando doblamos una curva muy pronunciada, vi que el aparcamiento -situado fuera de las murallas- estaba lleno y que un gentío cruzaba las puertas a pie. Estaba prohibido el acceso con coche.
– Alice -susurré de forma apremiante.
– Ya lo veo -contestó. Su rostro parecía cincelado en hielo.
Ahora que estaba atenta y que nos acercábamos despacio, pude apreciar que hacía un tiempo bastante ventoso. La gente que se apelotonaba en dirección a las puertas aferraba sus sombreros y se apartaba el pelo de la cara. Sus ropas se hinchaban a su alrededor. También me di cuenta de que el color rojo se extendía por doquier, en las blusas, en los gorros, en las banderas que ondeaban como largos lazos al viento, cerca de la puerta; mientras miraba, una ráfaga repentina atrapó el pañuelo de intenso color escarlata que una mujer se había anudado al pelo. Se enrolló en el aire sobre su cabeza y se retorció como si estuviera vivo. Ella intentó sujetarlo, saltando en el aire, pero continuó contorsionándose cada vez más arriba, un manchón de color sanguinolento contra las antiguas murallas de colores desvaídos.
– Bella -Alice habló rápido, con un tono de voz bajo, feroz-. No logro anticipar cuál va a ser la reacción del guardia de la puerta; vas a tener que irte sola, y corriendo, si esto no funciona. Lo único que debes hacer es preguntar por el Palazzo dei Priori y marchar a toda prisa en la dirección que te indiquen. Procura no perderte.
– Palazzo dei Priori, Palazzo dei Priori -repetí el nombre una y otra vez, intentando memorizarlo.
– Si hablan inglés, pregunta por la torre del reloj. Yo daré una vuelta por ahí e intentaré encontrar un lugar aislado más allá de la ciudad por el que saltar la muralla.
Asentí.
– Palazzo dei Priori.
– Edward tiene que estar bajo la torre del reloj, al norte de la plaza. Hay un callejón estrecho a la derecha y él estará allí a cubierto. Debes llamar su atención antes de que se exponga al sol.
Asentí enérgicamente.
El Porsche estaba casi al comienzo de la fila. Un hombre con uniforme de color azul marino regulaba el flujo del tráfico y se encargaba de desviar los coches lejos del aparcamiento lleno. Estos daban una vuelta en forma de «u» y volvían en dirección contraria para estacionar a un lado de la carretera. Entonces, llegó el turno de Alice.
El hombre uniformado se movía perezosamente, sin prestar mucha atención. Alice aceleró para eludirlo y se dirigió hacia la puerta. Nos gritó algo, pero se mantuvo en su puesto, moviendo los brazos frenéticamente para impedir que el siguiente coche siguiera nuestro mal ejemplo.
El hombre de la puerta llevaba un uniforme parecido. Conforme nos aproximábamos, nos sobrepasaba la riada de turistas que atestaba las aceras, mirando con curiosidad el rutilante y agresivo deportivo.
El guardia dio un paso hasta ponerse en mitad de la calle. Alice hizo girar el coche cuidadosamente antes de detenerse del todo a fin de que el sol incidiera sobre mi ventanilla y ella quedase a la sombra. Se inclinó velozmente detrás de su asiento y tomó algo del interior de su bolso.
El guardia rodeó el coche con expresión irritada y, enfadado, dio unos golpecitos a su ventanilla.